Pisaste la flor con violencia, sus pétalos y el tallo delgado se estremecieron debajo de tus suelas. Un sismo, un derrumbe provocado por tus pies torpes y sin descanso.
Subiste la cuesta como se sube hacia un reino sagrado: con el respeto y la desesperación de quien pretende escapar de la extinción a como dé lugar, al precio necesario.
La flor, destrozada y ahora parte fragmentada de la tierra y el polvo, pereció allí, donde había nacido y de donde, como toda flor silvestre, no se pudo mover nunca. Enraizada a su territorio, la huida no les está permitida.
Llegaste a la cima, rocosa y lodosa, te arrodillaste al borde, tu pantalón se hizo barro, dejaste el polvo atrás. Retroceder ya no te era posible.
Y gritaste. Le gritaste con todas tus fuerzas al acantilado, a las montañas, a las casas de ladrillos dispersas en la nada que era aquel espacio verde que te atiborraba los ojos, a la mujer que amaste y que te dio un vástago, al hombre que no conociste pero que se la llevó cuando tú te ausentaste por unos días, que se llevó también a tu hijo, tu carne, tu sangre, tus ojos y tus manos. Gritaste hasta que tu garganta se entumeció o al menos eso parecía que sentías, que tu cuello ya no podía emitir el sonido de la voz que le cantaba por las noches a tu hijo, que le hablaba al oído a esa mujer que te había rescatado del ocaso para dejarte ahí una vez más, esta vez con una estaca más grande en el pecho, con más filo.
Y la flor fue despedazada por otras botas, por otros cuerpos que subían a la cima con machetes y cuchillos en las manos. Que te gritaban y señalaban desde abajo, que harían justicia propia con tu cuerpo, la justicia que tú llevaste a cabo en los cuerpos por los que ahora lloras y hace unos segundos, antes de perder la melodía de tu alma, gritabas.
Y miras hacia el fondo del barranco, y ves la sonrisa de un niño, un infante de rostro moreno, cabellos gruesos y despeinados, que levanta la mano y te dice ven con los dedos, con el brazo, y es tu sangre en ese niño, es tu carne en ese ser que existe solo en tus pupilas.
Las voces que reclaman tu nombre están a unos pasos, y tú defines el destino de tu cuerpo y de tu espíritu. Y miras una vez más la sonrisa del niño que pide por ti, que lo acompañes en el camino al que lo has obligado a atravesar.
Y la flor ya no existe. Las pisadas sustituyeron lo que alguna vez fue. Nadie sabrá la existencia de aquella planta. Ni siquiera el aire.
Y ahora estás al lado del niño. Los gritos han cesado. Él sonríe. Tú también.
Semblanza:
Rodrigo Villegas Rodríguez (La Paz, Bolivia; 1995), egresado en Comunicación Social, ansioso y enfermo por las ficciones, billetera vacía, librero medio que lleno, cinéfilo adiestrado. Deudor de libros prestados. Tiene un gato.