Cuento «La brutal honestidad de lo pornográfico» por Axayácatl Tavera Rosales

En cuanto se levantó de su silla sentí el impulso de esnifar el aroma que su culo perfecto dejó impregnado en el asiento, pero siendo un sitio público y viéndome rodeado de gente me contuve… o al menos lo mejor que pude. Mientras esperaba a que trajeran la cuenta y ella volviera del baño fantaseaba con lo que ocurría en el tocador de mujeres, la imaginaban deslizando sus bragas hacia el suelo y levantándose el entallado vestido que tenía puesto (un atuendo demasiado formal para la ocasión, en mi opinión, pero ese no es el punto) ganas no me faltaban para cogérmela ahí mismo, sobre la mesa.

– Listo, ¿ya te dieron la cuenta?

– ¿Qué?

– La cuenta…

– Ah… no, aún no.

– ¿Quieres que la dividamos?

– Sí, claro…

Estaba perdiéndome entre los contornos de sus pechos y los delicados rasgos de su rostro mientras me contaba alguna anécdota a la que no terminaba de poner atención hasta que el mesero me interrumpió colocando la charola con el ticket para pagar. Nos levantamos, pagamos y nos fuimos.

–¿Qué quieres hacer? – le pregunté.

–No sé… mmm… ¿y sí vamos sólo a caminar un rato?

–Me parece perfecto.

Era una chica linda, agradable, quizá demasiado. A lo que me refiero es que era, a falta de un mejor termino, la novia perfecta, ese tipo de mujer que sueles llevar a las reuniones familiares, que se la presentas a tus padres y a su vez ellos pueden presumir que la pareja de su hijo tiene un buen trabajo… todas esas cosas que se supone hace la gente decente y educada.

Mientras caminábamos charlando ponía atención a sus gestos, a su forma de expresarse, no me cabía la duda que no sólo era un rostro lindo, era inteligente, como quien dice, letrada; podía hablar fácilmente con ella y gozar del intercambio de ideas, pero que resultara ser una persona tan agradable en realidad me hizo sentir mal de no poder esperar el momento de hundir mi cara en su entrepierna y recorrer con la lengua cada pliegue de su sexo húmedo.

Su mirada, su sonrisa, la manera en la que decía ciertas palabras, el movimiento de su cadera al cruzar una calle, cada expresión de su comportamiento era encantadora. Ella poseía el atractivo de la ingrávida, rosaba un terreno velado, el placer oculto tras la delgada tela de su vestido. Muchas veces es así, lo que nos excita es lo prohibido, aquello que nos es apenas visible y que sólo podemos vislumbrar a través del ojo de una cerradura.

¡Así es! Es justo eso. Ella encaraba todo lo que representa la belleza erótica. El placer que habita en una pureza casi divina tal como se presenta en la Venus de Velázquez. Esta chica que caminaba a mi lado vivía en las sutilezas de los deseos inefables, en hacer el amor con luces tenues, casi en penumbra. En ella vivía el romanticismo en su sentido más coloquial y puro, ella era la fantasía de muchos… pero el problema es que yo no quiero eso.

Después de caminar sin un rumbo claro terminamos en frente de una estación del metro, la noche se había dejado caer sobre las calles, así que decidimos que era buen tiempo de despedirnos deslizándonos en las entrañas de la cuidad. La acompañé hasta la estación más próxima a su casa.

–Aquí afuera están los camiones que me dejan frente a mi casa.

–Bueno… entonces… nos vemos luego.

–Muchas gracias. Me gustó pasar la tarde contigo.

–No es nada, igual yo me la pasé bien.

–Hablamos luego…

–Claro.

–Adiós.

–Adiós… manda mensaje cuando llegues a tu casa, ¿vale? Para no quedarme con el pendiente. Ya sabes, el mundo está muy jodido.

–Claro, no te preocupes. Ten buen camino.

Eso fue todo, el contacto más próximo entre nosotros fue el beso en la mejilla antes de que ella saliera de la estación y yo regresara a los andenes para emprender el regreso a mi propia morada. Ni siquiera pude probar el sabor que tenían sus labios, pero eso no fue lo peor, lo peor de todo era yo. Ella era perfecta, adorable, deseable como se desea saber qué es aquello que habita bajo las sabanas de lo inexplorado. En cambio yo quería dejar un poco de lado el misticismo de enamoramiento en pro de algo directo; no es que niegue la fruición provocada por todas las implicancias del ritual de cortejo, el coqueteo o el intercambio de miradas que se presentan como una probabilidad, pero estoy cansado de que todo sea una promesa que podría o no volverse realidad, me hubiera gustado que su mirada llevara en sí mismo el hecho.

Lo que busco, lo que deseo, o al menos así es en este momento de mi asquerosa existencia, es la más honesta e hiriente verdad, una mujer en la que no quepan la tibieza ni medias tintas, que me diga “quiero tirarme a ese tipo” para que después vuelva diciendo “me lo cogí” y ni ella ni yo tengamos algún conflicto al respecto.

Quiero alguien en la que pueda depositar toda mi confianza, alguien a quien pueda decirle: “Me ligué a esta chica, ¿quieres hacer un trío?” o que ella me diga: “Traigo a este morocho, quiero que los dos me den al mismo tiempo”. ¡Al diablo las insinuaciones! Nada de indirectas o mensajes ocultos. Soporto la verdad, no la intención de ocultarla y mucho menos al momento de involucrase en una relación con otra persona. El sexo puede ser sólo sexo y lo que quiero es una chica en la que no quepa duda de lo que somos.

Puede que suene algo pervertido hablar casi absolutamente sobre el coito, pero si abordo el tema es porque éste es uno de los dos tabús primigenios, aunque el punto al que quiero llegar va más allá. Lo más importante y lo que anhelo sobre todo es no tener ningún temor. No quiero temer perderla, decepcionarla. Quiero que conozca lo peor de mí, lo incorregible de mi ser y, aun con ello, que no dude en compartir lo peor de ella. La confianza más pura y absoluta. Conocer la humanidad más descarnada y aun así abrazarla. Un estado de igualdad real. Dejar de lado los planes teóricos, desdibujar las fronteras entre palabra y acto.

No quiero el velo tenue del erotismo sutil, sino lo el grado más extremo de una relación amorosa. Tan desnuda y franca como El origen del mundo según Courbet.