Cuento «Juan piruetas» por David Cabarcas Salas

Desde la última fiesta de toros, cuando se elevó por los aires y saltó  una bestia de dos varas, Juan Piruetas se juró a sí mismo alejarse de las corralejas. Lo hizo contra la voluntad de todo el pueblo. Muchos de  sus amigos  trataron de persuadirle y le ofrecieron ron de por vida. Entre ellos Andrés Bula; el alcalde, quien le prometió incluso un cargo público, pero Juan rechazó cualquier ofrecimiento; pues su determinación la había tomado hacía un mes, debido a que cierta mañana despertó azorado  porque  soñó   que un  toro  lo embestía  por la espalda y de una sola cornada lo levantaba y  luego él caía en la arena sin la posibilidad de levantarse, hasta que abrió los ojos con el corazón dando tumbos dentro de su pecho y sintió un crepitar reverso que se encendía cada vez más y le recorría toda la espalda, concentrándose en la parte baja de los  riñones como un martillazo seco que lo sometía a inclinar su cuerpo hacia la  izquierda.

Su decisión de alejarse la reafirmó horas más tarde, cuando su tía Merchi le leyó el asiento del pocillo del tinto y  vaticinó igual circunstancia que la del sueño.

Sin embargo, su determinación duró poco, pues  cuando llegó el siguiente noviembre de las fiestas,  el silbido  de la flauta de millo emergió de la plaza y se coló por las corrientes de aire para ingresar por los resquicios de las puertas y ventanas  junto con el estadillo de  la tambora, el llamador  y la gaita. En seguida sintió el olor a pólvora y el sonido de los instrumentos se introdujo por su piel, hasta atravesar la epidermis, cruzar los tejidos,  pasar por algunas arterias y  retumbar en cada órgano. Juan Piruetas no tuvo otra opción y se  decidió a dar –esta vez sí- su último salto.

Esa tarde se  ubicó en el centro de la corraleja y  esperó al animal de espaldas. Sabía el resultado de su designio y estaba dispuesto a aceptarlo; podría decirse que  su valentía repentina fue impulsada por el efecto del ron venezolano de contrabando.  Juan tenía la piel morena semejante al  tabaco barato que la gente fumaba en los palcos,  tenía  un suéter blanco con el rostro de la campaña  del último aspirante a gobernador y llevaba puesto un pantalón gris remilgado a la altura de las rodillas además de estar descalzo.

Sabía que esa era su última fiesta y que moriría según lo había dispuesto el destino. La gente lo animaba con vivas en su nombre, mientras en un extremo del maderamen circular, soltaban a la bestia. Juan se puso de espaldas al toro, sintió el rezongar del animal junto con sus pisadas, un bramido aterrador le hizo crujir la espalda y cuando lo sintió a menos de un metro; abrió sus brazos, se alzó en los aires y con un giro magnífico y mortal hacia atrás vio como el animal pasaba por debajo de él. Cayó de pie sobre la arena caliente con los brazos extendidos hacia el público y la vista al frente de un toro furioso que se movía ajeno, se detenía, escarbaba y lanzaba cornadas al aire mientras los manteros se terminaban de burlar de él agitándole los capotes.

La gente  ovacionó de pie y  sacaron a Juan en hombros. Había retado a la muerte y le había ganado, pero en su mente estaba  claro que  ese era su último salto y su última fiesta.

Al  siguiente año, el pregonero anunció las festividades taurinas y el sonido de la flauta de millo se esparció de nuevo por todo el pueblo.  Juan Piruetas más que llenarse de alegría, se sintió invadido por  la nostalgia. Estuvo a punto de desistir de su promesa, pero  se mantuvo firme. A lo lejos se escuchaba la algarabía, los tiros de mecha y la banda papayera. Se asomó a la puerta, vio a los demás saltadores que bajaban corriendo para ver el cartel, dio un paso hacia la calle, se remangó las botas del pantalón, pero el dolor en la espalda apareció y de inmediato abandonó su idea.

En seguida decidió ir al patio a afeitarse cerca al portillo de tablas que da al camino real y con la rigurosidad  propia de los cardiólogos empezó a  depilar su cara. Tarareó  la canción que tocaba la banda, se sintió estúpido por creer en sueños y sentaduras de café. Respiró un instante, se miró al espejo y un tirón largo  en el estomago lo instigó cuando se vio  untado  de jabón oro, el recuerdo de su último giro por el aire vino  acompañado por el ruido de la ovación,  chiflidos y palmas.

Pensó también en su hijo mayor quien estudiaba en Sincelejo, Juan se aplicó jabón, removió con la cuchilla los bellos más cercanos al maxilar inferior, enjuagó la máquina en la totuma  hasta que los pelos empezaron a flotar en el agua enjabonada, cuando retomó su vista al espejo, recordó que la escuela del pueblo se había derrumbado hacía cinco  años desde la última inundación y  no  se escuchaban los rumores de que la iban a arreglar.  Así que la mayoría de los jóvenes se habían marchado a las  ciudades o pueblos más cercanos, entre ellos su hijo.

Siguió con el juego del jabón y la cuchilla en su cara como si en realidad  estuviera esculpiendo un trozo de palo viejo. Estaba concentrado, no escuchaba y prefería perderse en sus pensamientos para no acordarse de las fiestas. Seguramente las mejores  en mucho tiempo, pensó, pues el alcalde había construido seis escenarios para que nadie se quedara sin disfrutarlas y había contratado a los rejoneadores y artistas de renombre de toda esa región.

De repente, su mujer que estaba en la tienda, escuchó  que un toro se había escapado de la corraleja y  en seguida salió a avisarle.

El animal  irrumpió una de las cercas del escenario y escapó con una sola cornada que derrumbó de inmediato la madera. Era de la casta de los Méndez y se llamaba “el Kamekaze”, luego bajó por el camino real, iba furioso y avanzaba como el fuego cuando se propaga por el pastizal. Un par de niños lo vieron venir y como pudieron se subieron a un palo de mango, el toro pasó sin verlos, amagó con voltear hacia  la derecha del camino rumbo a la plaza, pero por alguna circunstancia siguió hasta adentrarse al caserío del pueblo, allí rompió el portillo de tablas del patio de la primera casa que vio.

En ese  preciso instante, un estrépito hizo cortar a Juan Piruetas la parte inferior izquierda del mentón, sintió el   bramido que se acercaba a sus espaldas y como en sus mejores días, el crujir fuerte le recorrió  cada vertebra: la emoción revivió efímera. Pensó en elevarse de inmediato y dar su pirueta triunfal como desafío a las ardides de la vida,  pero no tuvo la  oportunidad siquiera de mover los pies, ni de escuchar a su mujer que en ese momento le gritaba.

 

Semblanza:  

David Cabarcas Salas nació en Barranquilla, Atlántico, el 28 de septiembre de 1985. Concluyó sus estudios de secundaria en la Escuela Normal superior La Hacienda de la misma ciudad. En esa institución obtuvo el título de Normalista Superior. Luego, terminó sus estudios superiores en la Universidad del Atlántico, en la cual se graduó como Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana. En el 2010 se radicó en Bogotá para desempeñarse como  profesor de español y literatura de la Secretaría de Educación Distrital. Posteriormente logró el título de Magister de literatura y cultura en el Instituto Caro y Cuervo. Es escritor y ha sido finalista del concurso nacional de cuento del canal RCN en el 2007, con el cuento: Espejo de burbujas. En la actualidad edita la revista pedagógica y literaria Eslabón de la Institución Villas del Progreso. Además Dirige el colectivo literario estudiantil  “Cadáver exquisito”. Ha participado en talleres de escritura creativa distritales y locales de la ciudad de Bogotá. En el 2017 obtuvo mención de honor en el concurso nacional de cuento de RELATA- Ministerio de cultura con el cuento La glorieta.