Cuento «Jardineras vacias» por Diego Valbuena

Antes de comenzar esta corta disquisición le recuerdo, Doctor, que los golpes en la puerta se hacen cada vez más intensos y que usted fue el que decidió dejarme acá, en el encierro de mi apestoso apartamento, porque tenía que ir a prepararle la cena a una de sus salinidades. No importa, nunca serán reclamos, usted y yo no somos nada.

Imaginé que esa curiosidad lo habitaba desde hace ya un buen tiempo, para ser más exactos desde 2013, el origen de todo lo que acá se discutirá. ¿Que qué es lo que hago yo? Perdone la respuesta tan escueta que le voy a dar, pero con la honestidad que usted me enseñó le digo: nada. Tal vez soy un ave carroñera de cuerpos núbiles, de pieles aparentemente tensas y tersas, pero no se deje engañar por la puerilidad, Doctor. Esos cuerpos están prohibidos, incluso para mí. No han sido muchas, no me difame, no piense de más, que han sido unas pocas las que han pasado por mis cobijas endurecidas por los orgasmos ajenos. Y no he tenido que hacer nada, excepto decir lo que quieren escuchar. Ese es el secreto. ¿Recuerda que alguna vez le conté que pasé por su alma mater y estudié una de las humanidades menos humanas y más científicas? Bueno, esos conocimientos, de apenas cinco semestres, me han servido para desnudar sin quitar la ropa, para luego quitarla y retozar. Se estará preguntando, así como yo lo hago ahora, por qué hago eso, y sobre todo para qué. En serio, Doctor, no lo sé. Son apenas impulsos que me surgen, es la gana, la puta gana de ir en contra del mundo. No gano nada con ello, ya se habrá dado cuenta. Ahora afuera escucho que me amenazan. No es la primera vez pero puede que sea la última.

Lo que sí le puedo decir es que me he metido debajo de esas faldas por puro morbo, por saber qué hay debajo, pero sobre todo adentro. ¿Sabe qué he encontrado en mi estudio antropológico? De nuevo, Doctor, perdone: nada. Adentro de esas cabezas elevadas e inquietas no hay nada. No hay deseos, no hay intereses, no hay conocimientos, no hay pasiones. Son espejos cóncavos que lo que hacen es refractar los deseos que yo les instalo en sus cuerpos. Dentro de ellas lo que veo es mi propio reflejo aumentado y deforme. Por eso nada perdura. Por eso renuncié a las jardineras y a los cuerpecitos lacerados por la moda de sufrir, porque a esa edad, Doctor, sufrir es un pasatiempo.

Otra cosa que he descubierto, y tal vez usted también la sepa pero prefiere hacerse de oídos sordos, es que esos pequeños cuerpos, que no lo son tanto en dimensiones como sí en posibilidades, es que saben a lo mismo que esos cuerpos que usted prueba en sus bacanales culinarias. Claro, usted, como todo un Doctor que es, busca el néctar del intelecto, de la confianza, de la autodeterminación. Usted sabe que yo no sé de propiedades. Usted es potentado de su existencia, de esos cuerpos que macera, de esas comidas que engulle. Yo no, Doctor. ¿Por qué ha olvidado eso? ¿Acaso porque en un punto nos dijimos que nos parecíamos o que podríamos ser el mismo? No se equivoque, y digo esto con el respeto que le tengo, pero usted y yo no nos parecemos. De ahí el camino hacia su última inquietud.

Cuando usted tenga mi edad y yo tenga genuinos deseos de acabar con la mía, usted será deseado por jovencitas con jardineras tres centímetros arriba de las rodillas y con cerebros vacíos que le intentarán endulzar el oído con lo que usted quiere escuchar: que saben de artes, lenguaje, literatura y que son reprobadas en cálculo y disciplina. Y cuando usted escuche esas palabras meterá la mano y querrá recordar algo que nunca ha olvidado porque nunca ha estado en usted, pues nunca le ha interesado, pero la curiosidad, ese veneno que va pudriendo desde las entrañas hacia la piel, lo inundará y en ese momento pensará en mí, o yo en usted, sentirá eso que acá no le he podido decir. Usted, por voluntad de su eterna juventud, se puede dar el lujo de rechazar los escarceos de esos cuerpecitos, pues he visto cómo las jovencitas se le arrojan encima, pero ahí usted se comporta como yo; como un viejo rancio, cansado y enfadado. Lo que nos diferencia es que yo nunca he dicho que no. Usted se lo repite como un mantra.

Doctor, a su edad eso era para mí tan importante que me había obsesionado por ello, parecer un jovencito como usted. Claro, con las diferencias abismales que tenemos. Cuánto me preocupaba por estar decente, presentable, desnudable. Cuánto me inquietaba no poder tener cuatro horas de erección continuas. Cómo me angustiaba cuando sólo podía alcanzar dos polvos. ¿Sabe para qué me sirvieron todas esas angustias? Sí, Doctor. Para nada. El tiempo es inexorable, y ya me lo ha escuchado decir hasta la saciedad, pero lo es. Lo único que hice fue comprenderme, en relación a la mirada de los demás. He sido vanidoso como usted, porque sus impulsos de practicar cuanto deporte de bajo impacto pero de mucha exigencia me ponen en su situación y entiendo que usted quiere conservar su bien más preciado: la eterna juventud. Usted es Dorian Gray. El otro secreto es que no parecía viejo. Yo fui igual de vanidoso por la misma razón pero con diferente fin del suyo. A las pubertas les gustan maduros, pero no tanto. Yo daba ese gusto. Hoy ya no. Hoy soy apenas un profesor, que con ese título a cuestas soy visto más como bufón de cortes decadentes, que brinca por el dinero mientras quienes me observan ríen y se sienten amos del universo. Usted es un romántico; yo, un perverso.

¿Cree usted, Doctor, que uno llega a ser así por contingencias? ¿No ha pensado que lo que usted ha escuchado de mí es porque así lo he querido? Recuerdo a la chica del escarabajo rojo, la primera salinidad que le conocí y con quien pude departir unos cuantos momentos. Yo la miraba, lo miraba a usted, parecían madre e hijo. Un hijo brillante, sobresaliente, divertido, ingenioso, siempre con el apunte adecuado, y muy muy follable. Creo que usted es tan perverso como yo, pero usted todo lo niega, o mejor, lo encubre con el halo de la propiedad. Usted necesita apartamentos propios, carros propios  y mujeres que ya son propiedad de otros. Usted sí puede ser el de aquella canción que me ha compartido. Usted llorará mientras que lo que yo haré es masturbarme o refugiarme en las pocas entrepiernas que aún me acogen. Yo le dije, Doctor, pero usted ya no me escucha. Mis sensibilidades son otras.

Deje de rezongar del alcohol y más bien acépteme las cervezas que tengo enfriando. Vea que desde hace un rato nadie grita afuera ni nadie le pega a la puerta.

 

Semblanza: 

Diego Valbuena. Estudiante de Maestría en Comunicación-Educación (Universidad Distrital Francisco José de Caldas – Bogotá, Colombia). Ganador del XXXVIII Concurso Nacional Metropolitano de Cuento (Barranquilla, Colombia, 2015). Ganador del Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá (2014). Ganador concurso Ciudad Narrada 2013 (Universidad Distrital, Bogotá). Primer puesto. Ganador del concurso Bogotá: Historias Paralelas (2008), proyecto ganador de Bogotá Capital Mundial del Libro. Ganador del Primer concurso de escritura de la comunidad literaria virtual Arihua.net (2005).