Cuento «Guadalajara Ocupo» por Miguel Ángel Flores Hernández

I

 

Apenas había surtido. Por más que le rogué y rogué al inspector de comercio del ayuntamiento de Guadalajara, el muy cabrón me quitó mi bote con flores. Era gordo, chaparro y con barba de candado. Con un montón de carpetas amarillas bajo el sobaco, un chalequito beige, con el nuevo y minimalista escudo de la ciudad, masticando un chicle eterno. «Uy, mijo, ahora sí te cargó el pito. No se puede vender flores aquí, en el Andador Chapultepec. Son órdenes del chido; del Presidente Municipal», sentenció con una risa burlona, vociferado con el enorme boquitoqui que sostenía una antena un poco más alta que la del Cerro del Cuatro. «Ándele, mai, haga el paro. Voy empezando a vender. Me quedé sin chamba, y lo poco que me dieron del jale, lo invertí en las flores. ¿Si no qué voy a hacer?» lo cuestioné, tratando de llegar a su corazón; mismo que seguía custodiado por el escudo minimalista, bordado en su chalequito beige. «No es mi pedo, mijo. Estúdiele, supérese, no sea un puto florero valeverga. Ire, uno le dice, porque se pasó toda la vida chingándole para llegar a donde está. ¿A poco cree que estoy donde estoy de a gratis? » Preguntó con un rictus triunfante, mientras su chicle se volvió a asomar. «Pos de a gratis no. Sé de muchos conocidos que estuvieron toda la campaña electoral pegando calcomanías en los cruceros, tocando puertas en las colonias marginadas, -como cada trienio- prometiendo beneficios que jamás llegarán, bailando una canción modificada de reguetón, en la que se hablen maravillas del candidato, bajo el penetrante sol, y un asfalto que quema las suelas» pensé, pero no se lo dije, con la esperanza de que me devolviera mi bote. «Sí, tiene toda la razón, mai. Por eso estoy terminando la prepa, para poder llegar a sus puestos tan chingones». Tres mentiras seguidas: ni tenía un gramo de razón, ni estaba terminando la prepa, sino la universidad, y ni quería tener su puesto con todo y chalequito. «Ya te dije, mijo: te la pelastes. Y ya no la hagas de pedo, llégale o le hablo a una patrulla». Su chicle se asomó por última vez, imaginé que ya tenía el sabor de uno de Talpa, por tanta feroz masticada, y ninguna mordida.

 

II

 

Encontré empleo con una familia ricachona, que vivía en Providencia: paseador de perros. ¡Cárgueme la chingada, de florero a paseador de perros! ¡Cómo había mejorado!

Afuera de Casa Jalisco, dos policías estatales vieron cómo con la lengua de fuera, peludo y sediento, me paseaban tres canes Loberos Irlandeses, y se burlaron con la siguiente charla, mientras esperaba el siga:

-Mire nada más, mi comandante, ese pobre cabrón en chinga con los perros, y de seguro su patrón disfrutando de la vida. ¡Qué gacho eso de ser gato! -alardeó el policía regordete.

-Sí mi Pancho, el que por su gusto es buey, hasta la coyunta lambe. -Respondió el comandante. Ambos rieron. Secaron el chorro de sudor que se deslizaba por sus cascos como serpiente.

-¡Órale, pues, mi Pancho, no se haga pendejo le tocan las aguas! -Ordenó el comandante, casi imitando el ajetreo de la lengua de los perros, que para entonces ya les estaba pegando el calor.

-¡Uy, mi comandante! ¿De dónde?, si no nos han depositado. Con decirle que no he desayunado, todo por cuidar a estos riquillos. -Lamentó Pancho, señalando el interior de Casa Jalisco.

-Agradezca a Dios que hay trabajo, y del bueno. Imagine que lo pongan a cuidar perros. -Arremetió el uniformado.

-¡N’hombre! Que la boca se le haga chicharrón. ¡Jamás sería gato de nadie! -Sentenció el ahora orgulloso Pancho, como queriendo que la boca de su comandante sí se hiciera chicharrón, para por lo menos traer algo en el estómago.

La luz del semáforo se pintó color aceituna, me dio más hambre, y con mi pequeña manada, cruzamos la calle.

 

III

«Vengo por el empleo», entusiasmado me introduje a una tienda de discos. Por lo menos aquí no había perros irlandeses que mordieran de buenas a primeras, ni señoras copetonas que se preocupaban más por la dentadura de los monstruosos canes, que por la pierna izquierda del paseador oficial de perros por un día. «Vengo por el empleo», repetí gritando y mis palabras se perdieron en los estridentes acordes de Paranoid eyes, una canción por mas depresiva, que habla acerca del alcoholismo; refugio de un veterano de guerra. Eso lo sabía porque en una clase de semiótica me obligaron a analizar el disco The Final Cut, de Pink Floyd, de donde se desprende la canción. Cada estrofa era escupida por una bocinota Peavey. «No te escucho, hermano, pero lo que quieras de la tienda, te lo doy bara» fue lo poco que entendí a un calvo anciano, que tocaba su imaginaria guitarra eléctrica en el aire, sólo la soltaba para darle sorbos interminables a su cerveza. «Que vengo por el empleo» insistí. «Sí, a güevo, es Pink Floyd, te lo dejo bara» respondió. Subió a la música. Ahora tenía un micrófono invisible. Decidí husmear en la tienda. No exagero, es una tienda pequeña, ubicada en el Centro de la ciudad, cubierta en sus paredes con clásicos del rock, trash, punk, heavy, ska, folk, jazz, metal, bossa nova, dos discos de Julio Preciado, uno de Valentín Elizalde, y un montón de telarañas; fácil: cincuenta mil discos custodian las paredes amarillentas. Se acercó, con baba de cerveza, tambaleándose, sentenció: «la música de ahora no sirve para nada, hermano. No me da ni para comer. Por eso tengo que vender los clásicos. Te voy a dejar bara el que te guste, hermano. Oi nomás esa rola» volvió su guitara. Comenzó a llorar y paró sin aviso el empolvado tocadiscos. «Ya, ya no escucharé ese disco, luego me da la depresión y me la tengo que quitar bañándome con cerveza por una semana, y fumándome a la silueta de Juana. La depresión es lo que dura, hermano, una semana, se va por dos horas y luego vuelve». Bebió, esta vez, hasta terminar su cerveza. «La vida es guerra, hermano. La guerra es dios. Mi dios es mi alma. Alma, hermano. Así se llamaba. ¡Qué hermosa palabra: A-l-m-a! Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre, hermano. Pero aquello es el purgatorio» limpió la baba de cerveza de su barbilla, y señaló al techo. Continuó: «Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quién le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades». Estupefacto escuché con atención. «Yo compuse esa letra. Yo toqué en Pink Floyd, hermano» Sus lágrimas se confundieron con el amarillo de la cerveza.

«Bueno, hermano. Ya voy a cerrar». Eran las tres de la tarde, pero en su mirada ya se dibujaba el ocaso.

La guerra es dios, la-gue-rra-es-dios: repetía y repetía la frase en mi cabeza, para poder digerirla.

Esa noche no tuve sueño. Tampoco empleo.