Cuento «Grotesco» por Dan Álvarez

Las palabras se cortan y ceden ante accesos de tos. Espérames frustrados. Un-momentos frustrados. “¿Un vaso de agua…?”, silencio. Tos. Siempre lo mismo. La puerta se abre, gruñe; el interruptor chasquea, seco, y de pronto la luz incandescente y enfermiza inunda el marco de la puerta. Una sombra inclinada sobre el lavabo. Saliva que se mezcla con agua. El agua corriendo, rompiendo la luz enfermiza en su camino a un abismo de plomería que se resquebraja.

Todo en casa se rompe. El silencio se despedaza ante la tos. La paz se fractura cuando la frustración deja ver sus venas hinchadas e inoxidables. Una plática tranquila se desvanece en el hoyo negro temporal.

Tos, más tos.

Sobre el lavabo, mi madre, su sombra y dos manos. La madera del mueble truena ante su peso, mientras trata de respirar, mientras trata de dominar los espasmos. Pero una energía oscura los alimenta desde dentro. Energía que crece y consume vida.

Menos voz y más tos. La escena cambia. Ya no reconozco el gruñir de la puerta en el hospital, ya no reconozco la llave que trae agua caliente o fría, ya no la reconozco a ella, ni al espectro de lo que una vez fue mi papá. Pero reconozco las manos de ambos, unidas al borde de la cama, entrelazadas hasta el último instante. Finalmente el electrocardiograma se hunde en el silencio, la línea verde que parece querer saltar en cualquier momento no lo hace, y el oxígeno deja de fluir por los cientos de tubos transparentes que la mantenían con vida. Mi padre tiembla, y luego del último apretón, cuando sus dedos se juntan por última vez, la cara de mi padre se hunde en una mezcla de sal, tristeza, sollozos, arrugas y piel.

Días después, veo un suelo inmundo que acumula polvo. Conforme levanto la mirada, escucho al fuego crepitar, consumiendo vida para dar calor. No somos más que conversiones. Somos átomos reutilizados. Puestos a trabajar una vez más, en la infinita máquina universal que se desordena en entropía positiva. Veo una rejilla rota, una parrilla de metal herrumbroso que se parte por la mitad.

— ¿Qué es el hierro colado, papá?

Lo escucho inhalar. Segundos después, demasiados segundos después, exhala. Su mirada me ve cansada y se levanta del sillón en la oscuridad. Sus pasos se fusionan con el fuego quejumbroso. Se planta a mi lado y fija su mirada en la mísera parrilla.

— Es… un tipo de hierro, hijo. De menor calidad. Hecho con viruta de hierros pasados. Hierro reciclado, refundido, puesto a trabajar luego de haberse usado en algo más. Es el hierro que usas cuando no necesitas que algo sea fuerte o que dure demasiado, porque es menos maleable, más rígido, débil por naturaleza. O quizá por el achaque de la experiencia.

Camina hacia el sillón de nuevo. Hacia la oscuridad que lo acaricia, noche y día. Quizá no fue así, pero lo escucho decir:

 

A veces pienso que ese hierro soy yo
fundido
reutilizado
arrastrándose por una segunda vida que ya no le pertenece.

Y yo agrego:

No sin una razón de ser,
no sin mamá