Cuento «Goya» por Herzel García Márquez

En la calle del Moro no amanecía verdaderamente hasta que Goya comenzaba a agradecer a su dios. Su danza alegre y sus plegarias tan piadosas eran contempladas con simpatía y curiosidad por los turistas que inundaban la playa buscando las olas para surfear. 

Otros, aquellos que eran lugareños o bien que ya se consideraban locales por llevar más de un mes varados en aquel paraíso, la miraban con total familiaridad; sonriendo murmuraban para sí mismos: “ya empezó Goya con sus brincos, ya es hora de mi café con pan”. 

El rito de Goya duraba media hora, no más. Ese tiempo comenzaba justo en el momento de dejar su cubeta en la banca, se concentraba completamente en iniciar su adoración y todo comenzaba a dar pequeños brinquitos con las manos levantadas mientras vaciaba sus pulmones con palabras amorosas y agradecidas a su creador.

De fuera y de lejos parecía que cada mañana vivía una especie de encuentro privado con una fuerza que le dotaba de vigor. Goya parecía entrar en un trance maravilloso; para terminar, abría los ojos, juntaba las manos en su pecho y daba tres besos al aire como cierre de ese encuentro. 

Entonces Goya parecía renovada. Su rostro moreno parecía más terso y más que quemado, lucía besado por el sol. Entonces acomodaba el manto con el que cubría su cabeza y que combinaba con los vestidos de la virgen de la capilla que está en su barrio, tomaba la cubeta para llevarla sobre su cabeza y atravesaba la calle para guiarse completamente por su olfato. Ese aroma a café podía llevarla con los ojos cerrados hasta su pedacito de banqueta en donde se ponía cada mañana después de adorar a su creador. Goya vendía figuritas de madera. Es una madera muy dura por lo que hay que valorar mucho el trabajo. Goya ponía mucho énfasis e interés en que uno valorara el talento que había atrás de cada pieza. “Cada una es única, tiene su propia personalidad”. 

A Goya le gustaba contarles a sus marchantes sobre sus piezas. Le gustaban todas, pero definitivamente quería más a unas. Les contó de un oso que tenía un pescado labrado en el hocico y que, por lo que le había contado a Goya, gustaba de retozar largas horas en un prado lleno de hojas que tiene muy buena entrada de sol. 

Goya hablaba de los lugares y costumbres de sus compañeros de madera como si ella hubiera conocido muy bien aquellas montañas o ciudades. Esa era la oportunidad que le daban sus amigos porque ella nunca había salido en sesenta y cinco años, de esa playa y esa calle donde, desde chamaca ha venido a trabajar. 

A nadie le ha contado cómo consigue las piezas. Solo cuenta sobre sus relaciones con cada una de ellas y cómo le duele cuando vende una, pero sabe que es como con las personas, hay muchos que vienen, pero siempre se van. 

La calle es complicada y mientras Goya más envejece y más sola se queda, más difícil se le pone todo. Por eso prefiere vender muy temprano y aún así nunca faltan los problemas como con el chino, un chavo que va pidiendo monedas por la calle y que a veces, llega muy enojado y empieza a patear a los amigos de Goya. Siempre hay uno que sale lastimado y eso a Goya le duele muchísimo, porque se imagina el dolor que sienten y le duele más que no pueden hablar ni llorar, por eso ella lo hacía por ellos. 

En el fondo, sin embargo, Goya se alegra, porque así difícilmente alguien lo querrá comprar. Entonces le da un periodo de cuarentena y si nadie se lo lleva, lo pone junto a su cama, en el altar. 

Hoy fue distinto. Hoy otra vez se encontró con el chino, pero se puso lista y le gritó al policía desde que lo vio acercarse; caminó deprisa sin quitarle la mirada al chino; vio que se acercó y temió que se encontrará con sus piezas, con sus muñequitas, que ahora estaban a metros de sana distancia, huérfanas de su protección; Goya dio un giro para regresar corriendo a espantar al chino, pero no lo logró. 

Goya sintió muchísimo más esta vez que cualquiera de las anteriores. Nunca una figurita le había dolido tanto, le dolía en todos lados, en lo distraída, en lo fácil que entraba en trance cada vez que pasaba la calle como si se encontrara en un umbral que la llevaba automáticamente a adorar y no a fijarse por dónde iba; le dolió en la defensa del taxi y en los huesos que estaba segura iban a tardar mucho en recuperarse como para poder volver a bailar. 

Los turistas se acercaron y junto con los lugareños recogían los pedacitos de esa muñequita que habían ido a parar por toda la entrada del café. Parecía una bolita de nervios con sus brazos extendidos hacia arriba como si quisiera que uno la salvara, que uno la escuchara y la viera bailar.