Cuento «Ficción a la mexicana II» por Filemón Zacarías

* “Íbamooooos a la moliendaaaaa, de pronto veo venir muy cerquita de mí, yo vi a una culebra mirando hacia mí, yo gritéeeeee ¡Ay la culebra, yo griteeeeeeé ¡Ay la culebra!”.

—¿Recuerdas, güey?  —dijo José, mientras ponía guacamole a su taco. Esa canción estaba sonando cuando mataron a Colosio.

—Sí, ya llovió de eso —contestó el otro con el rostro encendido por la salsa y el refresco que apuraba a grandes sorbos. Grandes gritos ofrecían sus mercancías a todo pulmón:

—“¡Órale, joven, bara, baraaaaaa! ¡De a diez, de a diez! ¡Lléveloooo lléveloooo!”.

Y la mañana se llenaba de voces y colores que le daban sabor a la urbe. Pagaron y empezaron a caminar llenándose de información: periódicos en el estanquillo de la esquina, anuncios de bailes en localidades de la periferia, grafitis, posters de luchadores y vedettes mezclados con propaganda política, un mosaico multicolor. Mientras cruzaban la avenida en el puente peatonal, miraron a lo lejos una gran mancha humana que se acercaba en medio del polvo y smog del medio día. Se detuvieron y empezaron a adivinar:

—Una manifestación —dijo Pedro, mientras un sordo rumor se empezaba a escuchar.

—¿Seguro? —le contestó su compañero–. Para mí que es una peregrinación.

A lo lejos, podían escucharse los cláxones y los silbatazos de los agentes de tránsito. Uno de los amigos sacó un cigarrillo y empezó a fumar, el otro se acodó en el barandal del puente y empezó a hablar en un monólogo interrumpido de vez en cuando por el fumador:

—Se acaban de cumplir veinte años de la muerte de Colosio, y algunos creen que este pedazo de historia sería diferente para todos si no hubiera ocurrido. Que la gran crisis de los noventa y el “error de diciembre”, tampoco.

—Es el mismo pinche PRI, no mames, hubiera sido lo mismo, ahora gobierna otro, ese cabrón ya está enterrado, y todos seguimos igual de jodidos, “El hubiera no existe”.

—Pero, cabrón, piensa en la aparición del EZLN, el FOBAPROA, lo de Ruiz Massieu, lo de Aguas Blancas, esos años estuvieron muy cabrones —los dos parecieron entristecerse un poco pero el fumador concluyó con una simple frase—: igual que ahora.

La muchedumbre ya estaba muy cerca, en la avanzada venían unos danzantes “concheros”, el humo de copal y el smog, otorgaban a la estampa urbana una rara mezcla de misticismo y asfalto, hirviendo bajo el sol de la una.

—¿Ya ves, güey? Te dije que era una peregrinación. Y tú piensas que en esta pinche ciudad solo hay manifestaciones.

 El desfile multicolor tardó casi un cuarto de hora en pasar bajo el puente. Los amigos asomaban sin asombro al fervor religioso de su pueblo. Uno de ellos sacó de su mochila su cámara y acumuló todo un archivo para su tesis de sociología, el otro fumaba sin parar  y miraba absorto cómo se desvanecían las volutas de humo en el cielo gris del Anáhuac. ¡De pronto! Pasaron corriendo junto a ellos dos mozalbetes y le arrebataron la cámara huyendo como exhalación entre los autos allá abajo. Los persiguieron bajando el puente, pero no los alcanzaron. Le avisaron a una patrulla que tomó datos y compartió por radio la descripción de los ladrones pero no había más que hacer. Les dijeron lo de siempre: “Levanten su denuncia en la delegación, jóvenes”, y se acabó.

En la calle cubierta de basura y de sudor proveniente de muchas partes de México, cada ser humano y cada vestuario tenía una historia tras de sí, cada “huehue” y cada “tocotín”, había tenido que hacer un gran esfuerzo para acudir ese día a cumplir su obligación heredada siglos atrás. “Sí, México puede debatirse en su crisis eterna, pero la fe pervivirá mientras la nobleza de la raza transite los caminos dictados por los ancestros” —pensó el estudiante de sociología, mientras aceptaba fumarse un cigarrillo. Se despidieron al llegar al paradero. Eran casi las dos de la tarde, en el nuevo horario. 

 Cuando iba en el camión rumbo a su colonia. El estéreo le devolvió la melodía pegajosa y con ella, el recuerdo de Colosio, ¡Y de su cámara!:

*“Huye, José, huye, José,…”.

—¡Cáiganse con todo, hijos de la chingada! —se escuchó.

—¡Órale, cabrones, saquen las carteras y celulares! —gritaba uno de los dos asaltantes con pistola en mano. Todo había ocurrido tan rápido que sólo el chofer y los pasajeros del frente eran los que se estaban dando cuenta de que eran asaltados, pero los que venían al fondo ni se percataban. Los gritos subieron de tono mientras uno de ellos pasaba entre los asientos para recoger su botín:

—¡Que no oyen, cabrones! ¡Órale, saquen todo, rápido o se los carga la chingada!

Para entonces José ya se había fijado en la playera del que encañonaba al chofer, en sus pantalones raídos y en los tatuajes en su cuello. Sí, era el mismo que le había arrebatado su cámara y el destino lo había puesto de nuevo en su camino, pensó.

Eran solo dos y ellos eran tantos, pensó.

Así que cuando el primero intentó esculcarlo para quitarle su cartera, lo enfrentó, lo tomó

con fuerza de la mano armada y empezó a forcejear con él, gritando con todas sus fuerzas:

—¡A ellos! ¡Ayúdenme! ¡A ellos!

Estaba venciendo a su atacante, pero nadie se movió, lo tiró al piso del pasillo, pero nadie intervino, empezó a golpearlo y nadie le ayudó, cuando quiso sujetarlo con algo para poder pararse, sintió algo caliente bajo su hombro, intentó moverse y entonces la vio, era una mancha espesa que inundaba su pecho, un líquido caliente por donde escapaban sus sueños, volteó hacia donde escuchó el estampido y el otro asaltante bajaba a toda prisa del camión, donde nadie se movía, excepto el reloj del nuevo horario. Se incorporó con dificultad y dio unos pasos tambaleante, cayó encima de las carteras y los celulares que el atracador había tirado en su huida. Desesperado, se tapó la herida con las manos trémulas y volteó a ver a todos los demás pasajeros inmóviles queriendo preguntarles ¿por qué? Pero su voz ya no salió… sus ojos se quedaron fijos mirando al chofer mientras se le escapaban  para siempre las ansias de estudiar las entrañas de su pueblo, sus orígenes, sus traumas y su enajenación. Aún tuvo tiempo para un último recuerdo mientras la música seguía su letanía de sepulcro:

“El hubiera no existe”.

*“Íbamooooos a la moliendaaaaa, de pronto veo venir muy cerquita de mí, yo vi a una culebra mirando hacia mí, yo gritéeeeee ¡ay la culebra, yo griteeeeeeeeeé…”.

*»La culebra”. Banda Machos.