Cuento «Extinción» por Antonio Velasco

Hace tiempo que presiento que la extinción total se acerca. Puedo oler su hedor agrio, sentir sus frías manos de muerte envolvernos suavemente, tratando de sumergirnos en la profunda oscuridad del olvido. Se aproxima distraída, cautelosa, casi sin advertirlo, hacia nuestra posición que creíamos segura y privilegiada; y nosotros, temerosos y angustiados, poco podemos hacer para evitar el trágico final que nos aguarda.

No han escapado a mi memoria los lejanos y apacibles tiempos en los que la palabra preocupación nos era todavía desconocida; cuando alocadas bandadas de pájaros pintados de brillantes colores arribaban desde lejanos mundos y hablaban de las deleitosas fragancias y exquisitos sabores que allí reinaban. Me sacude todavía el recuerdo del viento que nos hacía bailar y silbar al vaivén de su fulgente excitación.

Retorna a mi mente atormentada el recuerdo de nuestro padre, siempre portando su estar amable y paciente, alimentándonos alegre y majestuoso. Recuerdo la lluvia fría y pulcra enseñándonos a crecer poderosos y alegres. ¿Y cómo olvidar las noches, ya fuesen turbias o serenas, siempre reconfortantes y vivas, envueltas en los más insondables placeres? Fantásticas y trepidantes eran las historias que nos narraban las estrellas esparcidas por los fastuosos cielos de azabache.

¡Qué tiempos aquellos! Tiempos sencillos, armoniosos y de vivos colores que ya no volverán. Recuerdo incluso, a pesar de mi avanzada edad, las melodías revueltas pero serenas que correteaban por los prados y se posaban sobre los mares plateados; deliciosas melodías tejidas con esmero por centenares de rumores y ecos que suscitaban mis hermanas y hermanos la mayoría de ellas hoy desaparecidas.

Sí. Me abandonaron. No. Miento. Ellos no tuvieron culpa alguna. La verdad es que alguien se los llevó contra su voluntad, arrojándome al tenebroso tormento de la soledad. Fue obra de la extinción. Ella actúa de manera pausada, sin prisa alguna, sabiendo que, tarde o temprano, logrará alcanzar su cometido. Cometido que nunca llegué a comprender porque ni yo ni ninguno de mis hermanos actuamos nunca de manera pretenciosa, sino todo lo contrario. Siempre supimos que éramos parte de un todo superior, de un cuerpo noble y majestuoso que, al darle nosotros vida, nos la devolvía este con creces reforzando nuestros nudosos contornos y avivando nuestro espíritu, creando una simbiosis eterna.

Acude a mi mente angustiada cada vez con mayor frecuencia la idea que algo debimos hacer mal y que la brutal extinción que padecemos obedece a algún tipo de castigo.

Hace demasiado tiempo que siento que todo a mi alrededor me es hostil. Y, por lo visto, no soy la única víctima de este sentimiento sombrío. Las gentes que me rodean parecen sufrir las mismas congojas y turbias dificultades. De hecho, en este preciso instante, hay dos hombres sentados sobre una estructura alargada y marrón que, debo decir, me resulta vagamente familiar, hablando de la nefasta calidad del aire que se ven obligados a respirar en todo momento. Sus semblantes adustos y sus expresiones descontentas subrayan su enfado y resignada situación de desamparo. Visten unos monos verdes y gorras blancas. Dicen sufrir ambos cierta enfermedad que se ve agravada debido a la polución que se ha instalado en el lugar y que no cesa de perseguirles allí donde se dirigen.

-¡Oigan! Eh, ustedes -les grito con ilusión, pretendiendo intervenir en su conversación para aportar una solución a su terrible problema y a la vez al mío.

Parece que no me oyen. Pero no desisto con facilidad y lo intento de nuevo con idéntico resultado. A pesar de hallarme junto a ellos, hacen caso omiso a mis llamadas. Es como si no me vieran. Nunca alcancé a comprender por qué me es imposible comunicarme con los humanos. Es un hecho que me enfurece.

Aprovechando que no me oyen, debo decir que definitivamente estábamos mucho mejor sin ellos, porque me hallaba todavía entonces junto a mis otros hermanos. Sí, lo sé. A pesar de que no son del todo de mi agrado, también los humanos son mis hermanos, al igual que todo ser viviente, y me odio al sentir cierta animadversión hacia ellos, pero no puedo evitarlo. Todos tenemos defectos, ¿no es cierto?

Debo decir que mi ligera enemistad tiene motivos que creo justificados. Poco tiempo después de su agitada llegada, mi antigua familia empezó a desaparecer como por arte de magia. Las periódicas visitas de las aves fueron menguando paulatinamente, alegando estas con desconcierto que cada vez les era más difícil localizarnos, hasta extinguirse del todo; las milenarias y sabias estrellas, guardianas de cuantas historias conoce el firmamento, se ocultaron tras un brumoso y tétrico manto anaranjado; los pequeños animales que habitaban el césped que bañaba los fértiles suelos se esfumaron amedrentados al cambiar los nuevos inquilinos este antiguo recubrimiento por uno nuevo, duro y gris, que apenas deja penetrar la lluvia, antes fuente de vida, ahora nociva debido a su ligera acidez. Por otro lado, a mi amado padre le es imposible dar conmigo ni alimentarme durante la mayor parte del día al hallarse desterrado tras los altos y gruesos muros que me rodean desde hace tiempo, los cuales han crecido gracias al esfuerzo de mis nuevos hermanos; y la sonrisa de la luna no es más que un recuerdo borroso y agrietado en mi memoria. La brisa ya no corre y el plácido rumor del mar hace largo tiempo que se acalló.

En ocasiones me pregunto si la extinción que nos azota y los humanos no irán de la mano; si no serán, de algún modo, cómplices. ¿Podría la extinción ser la sombra que guía los pasos de los hombres? Pero, ¿por qué iban mis hermanos humanos a condenarse a sí mismos a la destrucción? No me hagáis caso, creo que la falta de luz me hace delirar.

La debilidad cae sobre mí por momentos debido a la amarga soledad y a la falta del alimento que preciso, afectando a mi crecimiento y esbelta figura, que se degrada y marchita poco a poco. Siento una pesada asfixia que me aprisiona, como si algo no fluyese correctamente en mi interior. Estoy tan cansado.

En un último arrebato llamo de nuevo a esos hombres, con la esperanza de que se apiaden de mi condición y podamos llegar a un acuerdo. ¡Oh, me han mirado! ¡Parece que me han oído al fin! Se levantan y se acercan. Vaya, ahora podremos hablar. Pero… ¿qué es ese curioso instrumento que sujeta uno de ellos? Tiene un cuerpo compacto y un saliente alargado y fino, recubierto de afilados dientes metálicos. Tras una leve acción del hombre, la máquina ruge ahora, furiosa.

Ambos conversan y ríen al tiempo que uno de ellos acerca cuidadosamente la máquina a mi figura. Me abrasa. Creo que no desean dialogar.

 

Semblanza:

Antonio Velasco García (1988). De Pineda de Mar, provincia de Barcelona (España). Graduado en Geografía y máster en Planificación Territorial y Gestión Ambiental por la Universidad de Barcelona. Mi relato titulado “Crónica de un remordimiento” resultó ganador del Primer Certamen Literario Solidario de Fuencarral (Madrid), categoría Adulto. Mis relatos “Abismo”, “Cultura”, “Héroes”, “Historia de un hombre”, “Karma sideral” y “Mar de fuego” han sido recitados en el programa de radio “Racó de món” de Radio Mollet (Barcelona).