Cuento «Estela congelada» por Héctor Arturo Sánchez

El hombre se recarga en la pared de grietas irreparables, su brazo derecho se resbala en los ladrillos, casi es una gota que corre de forma horizontal.

Llega cojeando a la cafetería que sirve como refugio nocturno a indigentes y trabajadores de la zona que esperan la mañana para tomar el autobús rumbo a sus hogares. El aliento invernal azota las paredes de cristal. A esta hora esperan que los visite el sueño, el hambre o la muerte.

-Chaparrita, sírvame un cafecito, si es tan chula de amable. Usted, compita, ¿quiere uno? Pídalo, ándele. Chaparrita, que sean dos.

El Calamabres trabaja como parquero de un antro frente a Plaza De las Américas. Camina por la banqueta con dificultad. Tiene gran parte de la pierna derecha enyesada, pisa con la parte externa de los zapatos (lleva más gastada la zona exterior que cubre el dorso que la misma suela). Poco grácil, siempre se desplaza apoyado de lo primero que encuentra para no desmoronarse. Es uno de los pocos sobrevivientes a un levantón. También se salvó de morir de una golpiza a principios de la década, cuando la “gente movida” frecuentaba los bares y dejaban, a su criterio, muy buenas propinas.

-No mijo, yo nomás puedo caminar así, ya tengo callo en esa partecita donde piso, no me duele.

El primer sorbo del café es pausado, calculador, olfatea el aroma dulce y penetrante de la cafeína barata y el azúcar de grano. Luego abre la boca en señal de ardor en la lengua, deja ver sus encías. El Calambres utiliza el único diente que posee para regular el flujo del sorbo que calienta su faringe. La pieza incisiva se tambalea cuando pone la lengua encima de ella, su amarillento cuerpo tembloroso sufre una brusca danza dentro de la boca. Una lástima que esté solo, es un noble y estupendo diente.

-Sí mijo, fue una chinga bien dada. Iba saliendo el carro y me le puse atrás y grité: De aquí no te vas hasta que me pagues, rata. Para mi suerte compita, se bajaron los cuatro con un bat, y me pusieron una putiza; ahí no perdí mis dientes, ésos fueron en otro bisnes pero ahí quedó todo este lado del cuerpo cuando arrancaron de reversa y me arrastraron un chingo de metros.

Su voz es siempre alegre. Sus ojos aún muestran el brillo de la sorpresa por las cosas simples: un techo bajo una helada, el final del día y el sonido de las monedas estrellándose en el bolsillo. Por eso y más era querido por todos los trabajadores de la zona.

En el exterior de la cafetería, en medio de la noche, escuchamos a un vendedor de rosas que discute con su patrón.

-No, cabrón, te faltan cien baros, afloja o ya te la sabes.

-Ahí está, cómo la llora, güey, por cien barillos que según tú te sobran.

El vendedor saca de su bolsillo un arrugado billete para entregarlo a su jefe. El Muletas es el vendedor más exitoso de la zona, su capacidad de convencimiento con los jovencitos enamorados que salen de la mano o de la boca de los antros, es excepcional. Todo lo contrario pasa con su jefe. No se trata de su discapacidad en la pierna, sino de su arrojo carismático, vacío de pretensiones- una rosa igual de bella para la señorita – el varón que negara la flor a su amada, con o sin el consentimiento de ella, es considerado en ese momento como un frío, desalmado y poco espontáneo hombre.

-Qué tranza Calambritos, es un milagro que andes de espléndido -dijo El Muletas, atestándole un manotazo amigable y sólido en la nuca.

-Ora, cabrón… si andas necesitado de una lana ahí está El Valkiria, güey.

-¿Quién es ese compa?

-Pa´qué te haces, mijo, es el recepcionista del Pocket´s, se le voltea el calcetín y paga quinientos baros el palo, setecientos si lo lastimas.

-Nah, nah qué pues, Calambritos, sabe que no soy parejo en esas tranzas, pero es una buena lana…

-Ahorita se lo está chingando El Pony, ya sabes por qué, pero así de bien le va, esa lanita nadie te la da.

-Pues aviéntese la chamba Calambritos, usted que tiene la familia desparramada y con hambre.

-No, Muletas tas´ pendejo, da comisión por centímetro. A mí me vendría dando pa´l camión. No costea.

-Ah, jijo.

El Muletas se retira del lugar, paso por paso, rema la tierra con sus astas de madera, que poseen unos viejos corchos en la parte inferior que le dan agarre con el suelo.

-Ah, si no, mijo, como le decía, aquí se vive de todo, y de nada se reniega uno. Una vez llegó un comando armado al bar La Mulata, los guardias estaban bien azorrillados, yo antes parqueaba por allí, los conocía de vista. En cuanto llegaron amagando, estos putos dejaron sus puestos y se echaron a correr como cucarachas. No, yo les dije: vénganse, aquí no les pasa nada y los encerré en un corralito que había en el estacionamiento, les puse el candado por fuera y me hice pendejo. Cuando los dejé estaban llorando, no sabían cómo agradecerme. Después de un rato, llegaron varios sicarios preguntando por los guardias del antro. Les dije que no sabía, que no sabía nada, pero habían visto que corrieron para allá.

-Mira, pinche parquero, este pedo va parejo, o cooperas o madrugas.

-En serio, patroncito, no sé de qué me habla, yo no me meto en pedos ajenos.

Los dientes caían uno a uno, como cascada nacarada, como piedras de cal. Uno a uno. El molar. El canino.

-Me dejaron ahí tirado, como animal, yo ya no podía moverme, fue una buena chinga. Como pude llegué arrastrándome con estos vatos, aún estaban llorando, tirados en el suelo con las manos atadas a las rodillas. Les abrí el candado.

Ya, ya estuvo compitas.

Se levantaron, se secaron las lágrimas y salieron del corralito, ni las gracias me dieron. Nada. Como si no me conocieran. Ellos no podían estar en deuda con un parquero, no, no qué pena, me acomodaron un billete de 20 baros en el tramo.

Ora, pa´ los chescos.

Pero uno sabe que no lo hace por nada a cambio, yo los vi ahí en esa situación y no pude quedarme quieto. Es una mala costumbre, compita, pero qué le hace uno si le nace.

El último diente de El Calambres parece a punto de caer, pero se mantiene erguido, como un guerrero. Otro sorbo aún más profundo al brebaje. El diente resiste la embestida del mar café.

-Ah, ya es mi hora, ahí lo veo, compita, tómese su cafecito, nos aventamos toda la noche cotorreando, ni frío me dio.

Sale de la cafetería, las ventanas están convertidas en placas de hielo. Deja su café en la mesa y cuando intento alcanzarlo para que se lleve la bebida, sólo encuentro una marca de hielo que corre gradualmente por la pared, como un gusano que deja su estela congelada.

 

 

Semblanza:

Héctor Arturo Sánchez Martínez, Ciudad Juárez, 1993. Ha publicado cuento y poesía. Ha colaborado en las revistas Paso del Rio Grande del Norte, Ombligo, Albedrio. Coeditor de la Antología de narrativa juarense Paso del Norte de la editorial Paroxismo.