Cuento “Estamos todos” por Fabricio Muñoz

En medio de la más profunda soledad, sin conseguirlo, Andrés intentaba encontrar algo de tranquilidad. Fijaba su mirada en el anciano del espejo. Una barba espesa y blanca, lentes pequeños y un particular suéter azul le daban una presencia especial. Le llamaba la atención la aparente confianza con la que se miraba, un narcisismo senil que le daba la apariencia de anciano sin complejo por serlo; sonreía y le sonreía a Andrés, pero rápidamente cambiaba su expresión. Las tenía casi todas, desde la más triste, hasta las mas alegre e hilarante, pasando por ira, la melancolía, la nostalgia y la confusión. En determinado momento los ojos de Andrés se encontraron con los del anciano, pero también con muchos otros ojos, otras miradas expectantes y ansiosas por verse al espejo o hablar con Andrés. Todos estaban ahí, todos habían llegado con él y a todos de alguna manera u otra creyó conocerlos. 

Una habitación, una oficina, un escritorio, una camilla, paredes blancas, paredes verdes, paredes sin color. Andrés caminó de un lado a otro, miraba al espejo y encontraba nuevamente al vanidoso anciano, se sentó y miro a su costado, extendió su mano y vio la mano delicada, de una mujer pequeña, probablemente la más pequeña del mundo. Por qué había tantas personas. No esperaba que esas fueran las condiciones. A pesar de eso, pensó que esto no era extraño para él. Hizo silencio, todos empezaron a hablar con silencios susurrados e incompresibles.

―Por favor, cállense todos ―dijo molesto el anciano, una mirada cansada, segura de sí misma se rindió sobre el mismo―, quiero hablar solamente con él.

Andrés contrariado, supo que se refería a él. Fue en ese momento que la seguridad de conocer a todos los presentes acudió a su profunda ensoñación, cada nombre e historia pasada la conocía, por eso estaba ahí, por fin recordó qué decir.

―Señor Antonio, estoy cansado de…

―Yo también estoy cansada, quiero saber cuál es mi propósito, qué hago aquí, qué hacemos aquí ―interrumpió la mujer más joven.

―¿Y tú quién eres? ―preguntó Antonio.

―Soy Laura y necesito hablar, decir lo que pienso. Estoy desesperada. Ha sido mucho tiempo el que he estado encerrada ―dijo Laura. Andrés llevó sus dos manos a su cabeza, metiendo sus dedos entre el cabello y bajó su mirada hacía el suelo mientras se balanceaba lentamente.

―Andrés, ¿desde cuándo está ella? ¿Es nueva? No la había oído nunca ―dijo Antonio. Andrés ya se había enderezado y fijaba nuevamente sus ojos en el anciano.

―Sí, apareció ayer, no sé por qué y temo que sigan apareciendo, cada vez que…

―Yo también soy nuevo ―se escuchó una voz infantil―. Soy Juan, pero mi Mamá me dice Juanito ―Andrés hizo una pequeña mueca parecida a una sonrisa―, pero mi papá nunca me dice nada, ya no está, se fue y nos dejó. ―Una pequeña lágrima caía por la mejilla de Andrés, de Antonio e incluso de la mujer joven.

―¿Hay alguien más que sea nuevo? Necesitamos prepararnos, ponernos de acuerdo. De lo contrario todo puede salir muy mal.

―No nadie. ―Muchas voces hablaron casi al mismo tiempo.

―Pero quiero decir algo ―insistió la voz de Laura. Los ojos de Andrés mostraban angustia―, cuál es mi propósito.

―Entonces yo también quiero decir algo.

―Yo también.

―Y yo.

Todos hablaron al unísono, voces diversas, agudas, graves, melancólicas, coléricas, alegres. Andrés hacía silencio. Fijó su mirada en el pisapapeles que estaba encima del escritorio y entró en un estado catatónico intentando separar y aclarar las voces e imágenes que veía, ahora no solo en el espejo, sino también en cualquier superficie reflejante. Un sofá sucio, un sofá limpio, una puerta entreabierta, un diploma de psiquiatría, él en el espejo, el anciano en el espejo, el reflejo de la mujer joven. Intentó gritar, decir algo, pero las palabras que se oían eran las de Laura, Juan, Santiago, Mercedes Alfonso, Tulio; se sintió cada vez más ahogado por las interminables palabras.

―¡Cállense! ―gritó Antonio, y el rostro de Andrés ahora era firme. Y continuó―: El doctor está a punto de entrar, todos afuera ya mismo, hablaremos de esto después.

Andrés creyó dejar de hablar. La puerta se abrió y entró un hombre con un suéter azul oscuro, gafas rectangulares, un portafolio en su mano derecha y hojas de papel en su mano izquierda.

―¿Cómo está, señor Andrés? ―dijo el doctor.

―Muy bien, doctor, sin ninguna crisis en los últimos días.

―Eso vamos a ver ―dijo el doctor sentándose frente a él y con los ojos fijos en los de Andrés continuó―: ¿Con quién estoy hablando hoy? ¿Andrés, el señor Antonio, el irreverente Santiago o la noble y falsa Mercedes?

―Doctor, creo que hoy… estamos todos.