Cuento: «Estación Pantitlán» por Andrea Paola Lamego Soriano

Jueves, amaba los jueves.

Normalmente cuando regreso de la escuela, hay un ejército de asalariados esperando por el transporte subterráneo anaranjado y apestoso que pasa cada media hora por debajo de esta contaminada ciudad, de este cochino país tercermundista; pero, únicamente los jueves, a eso de las 6 de la tarde, la estación está sola. Tranquila y desierta. No hay mujeres gordas queriendo depilarse sus tres vellos de ceja ni chamacos pidiendo un dulce chillando y balando cual becerro en matadero.

Éramos el balanceo de la máquina, el pitido de las puertas, las luces verdes parpadeantes y yo.

Sin aviso, entró un día y se sentó a mi lado un muchacho muy guapo, con ojos grandes, cabello ondulado medio corto y una sonrisa encantadora. No sé porqué decidió viajar a mi izquierda si tenía el resto del vagón vacío. Sin embargo, lo hizo. Desprendía un aroma que obviaba su limpieza, tenía la ropa impecable y el cutis sin alguna marca adolescente.

Leía novelas rosas, lo cual no era nada bueno para mi creciente atracción física hacia el joven que parecía contagiarse; en un momento, ambos nos estábamos viendo, analizando nuestros movimientos y sonriéndonos con picardía. Él pasó su brazo por detrás mío y se aproximó aún más a mi cara, ladeé mi cabeza por pena, pero él redireccionó la suya hacia mi cuello, lo olió y besó, primero con ternura y luego con deseo. Un deseo que nunca nadie había demostrado hacia mí. En medio de la ceguera de hormonas, sentí levemente un mordisco. Lo percibí travieso y no le presté importancia, hasta que comencé a notar un ligero hormigueo por mis piernas que creí se debía a la postura que tenía. Pensé moverme, pero las extremidades tanto superiores como inferiores no respondieron a mi comando. Quise pedirle ayuda al muchacho que pausó su paseo por mi cuello, dándome cuenta que ni siquiera las cuerdas vocales podía mover. Estaba totalmente paralizada. Lo único que tenía movilidad eran mis ojos, que observaron con horror cómo el joven sonreía maliciosamente.

Entramos a un túnel y las luces parpadearon.

Ese muchacho que hace apenas unos segundos había tenido enfrente de mí, ni siquiera se le podía llamar humano ahora: sus dientes relucientes cambiaron a unos picos filosos en hileras desacomodadas, situados en un hocico maloliente a perro muerto. Todo rasgo de persona atractiva había sido reemplazado por características perversas que parecían salidas de mis peores pesadillas. Su tersa piel ahora tenía una sensación de costra fresca. Su cuerpo entero era una herida supurante andante, tenía 10 dedos largos y pegajosos en cada mano que hacían juego con dos pares de ojos como los de una raña. Rojos y brillantes.

–No te ves tan deseosa de mí ahora, reina– rompió el silencio la criatura –pero lo comprendo. Quedaste pasmada ante mis encantos naturales. No te preocupes, que lo cohibida te lo quito yo.

Sin un mayor esfuerzo que el que hace uno al mover un lápiz de lugar, la cosa abrió mis piernas de par en par y recorrió lentamente con sus dedos mis muslos hasta mi entrepierna. Mi corazón luchaba por salir de mi pecho casi tan arduo como mi mente trataba de escapar del monstruo aquél que me tocaba.

Maldigo la falda que traía puesta ese día, pues sólo le facilitó el acceso a mi desnudez al esperpento. Con sus garras retráctiles parecidas a las de un gato me arrancó el sostén barato que llevaba, junto con mi suéter de lana de la escuela. Rompió la liga que me sujetaba el cabello y quedé a su merced. Era una vil muñeca de trapo.

Trepó su pesado cuerpo a mi regazo y lamió con su lengua bífida y reptiliana mis brazos, mi estómago, mis pechos y mi barbilla. La piel estaba que se me rompía. Su mera cercanía me provocaba nauseas, pero no me podía alejar, no podía defenderme, no podía gritar, no podía huir.

La guía del metro dice que de Pantitlán a Hangares se hacen unos tres minutos. Idiotas. Fueron las peores tres horas de mi vida.

No se alejó ni un centímetro de mí en todo el recorrido. Tenía hoyos en toda su morfología, era el peor espectáculo que un tripofóbico pudiera experimentar. No hubo ni una parte de mi ser que no dejó oliendo a caño tapado. No faltó centímetro alguno de mi fortaleza que no fue corrompida al sentirlo dentro de mí, no dejó ni un orificio de mi cuerpo sin invadir por sus tentaculosos dedos y ventosas patas. Se veían por muchos lugares moretones con formas extrañas, líquidos de dudosa procedencia esparcidos en todo el piso…

 

TUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUT

 

Habíamos llegado a la penúltima estación de la línea 5; un mar de gente se abalanzó sobre la oportunidad de un asiento libre. La única persona que salió fue un muchacho fornido de ojos azules y cabello rubio que venía sentado al lado de una chica muy confundida y que parecía entumida.

–Pobrecita, seguramente se pasó su parada– exclamó una señora ya grande que tomó lugar en un asiento preferencial en frente a otra.

Dudé de mi sanidad durante muchas semanas, pensando si en realidad me había dormido o no, pero mi mayor miedo fue confirmado un día que, en el hospital La Raza, al otro lado de la ciudad, me dieron extrañados el ultrasonido que habían mandado verificar. Lo que gestaba dentro mío no era nada más y nada menos que una cosa pequeña y viscosa. NO era humana.

Jueves, odié desde entonces los jueves.