Cuento «Espósito» Mónica Castro Soto

Son las 11 de  la noche, el bar está repleto, veo algunas chicas al fondo. Es mi turno para presentar una canción escrita con cenizas de insomnio, una melodía rasposa y al mismo tiempo feroz. Mi voz es el centro de atención por tres o cuatro minutos, las chicas me lo han dicho, yo les creo cuando estamos juntos, después cuando se retiran, todo vuelve a la normalidad. Pero aquella noche, a las 11 de la noche, no volvería a ser el mismo cantante, feroz y melancólico, ni él mismo casanova de bar en bar, sucedió algo, tengo que contártelo.

Tomo un trago, y estoy acompañado por mi mejor público, un amigo de años duros y tristes como los míos, no somos tan viejos para beber. Mi amigo me recuerda esa noche que cambió mi vida para siempre.

Eran las 11, estaba sentado al centro del salón, con mi guitarra y mis letras, comenzaría a cantar, cuando al fondo del bar, estaban unas chicas, sobresalían por que las chicas bien no llegan a un bar como ese. Ella me miraba, un poco asustada, no porque yo la asustara, sino porque el sitio no era para una chica así.

Ella se fue acercando poco a poco al centro del salón, yo ya había terminado de cantar, y con miradas de timidez me convenció. Nos dirigimos la palabra, le dije mi nombre sin que ella lo preguntara, ella en cambió se propuso a sonreír con complicidad, soy Lana, me dijo. Platicamos unos minutos, después la invite a cenar, claro, ese bar no era el lugar correcto. Salimos de ahí, y mientras caminábamos las luces de colores se perpetuaban en el rostro infantil de Lana, me cautivó, su perfección no era física, sino el aura que se desprendía al mirarme.

Llegamos a un hotel, es claro que yo quería estar con ella, pero no la merecía. No pude hacerlo, nada, no pude tocarla más allá de sus manos y sus labios, eso fue todo, y fue para la eternidad. Recuerdo que su piel era tan distinta a las que había visto anteriormente, ni morena de fuego, ni blanca como una pluma, no había tatuajes, lunares, cicatrices de navajas, nada, era una piel limpia, algo amarillenta, era mi embriaguez o la luz nocturna de esos lugares.

Le canté una canción, ella me besó, y seguí con mi feroz voz hipnotizándola. Me dio su número, pero antes de eso, ella me pidió una sola cosa, peinar mi cabello, cuando escuché su petición, mi expresión fue de extrañez, que chica a media noche te pide peinarte el cabello. Hoy que lo pienso, es la acción más maravillosa que ha hecho una mujer por mí, peinarme el cabello, los minutos más relajantes de mi vida, un lapso de paz.

Mis lágrimas se derraman, mi amigo dice que es mejor desahogarse, y sigo con mi historia. Lana, ese era su nombre, se apellidaba Espósito, después de unas semanas, de esa noche cuando la conocí, su amiga me lo confesó. También la conocí por poco tiempo, un año, ella vino de intercambio, a la universidad, solo que tenía algo oculto, nunca nos lo dijo, nunca, su amiga lloraba cuando me lo contó. Era hija de alguien a quien no puedo nombrar, se dedicaba a… tú me entiendes, a vender… y Lana pagó la última factura, no tenía la culpa, o sí, ella lo sabía y nunca pidió ayuda, su familia estaba primero, pero era buena, tú me entiendes, me decía.

Lana Espósito murió de la forma en que no deben morir los ángeles, solo un corte fino en su piel, sobre el cuello, instantáneamente.  La usaron y la desecharon. Es lo que supimos, su familia nunca la pidió, nunca la buscó, su familia nunca se enfrentaría a la ley, eran extranjeros, haciendo dinero sucio. Nosotros la queríamos.

Me recojo el cabello ahora con canas, lo hago a un lado de mi rostro lleno de lágrimas, mi amigo me sirve otro trago, estamos en un bar, ya no hay guitarras, ni letras, solo unas chicas al fondo, a las 11 de la noche.