Ruegas que la muerte clave sus uñas en los talones y te retuerces por el calor de las fotos grises que se consumen. Los papeles quemados se enredan como serpientes apareándose en orgías. Vas atrapando arcos de luz y miras en las polaroids, esa mueca persistente del enojo que siempre tuvo. Ella continúa mostrando el ácido de la conciencia.
Entre la multitud de rostros que son el mismo, lleno de imperfecciones, y esas cejas anchas que la acompañan, se anega el piso de la habitación con la ceniza y el humo sabor plástico. Así es como pasas revista a sus cronológicos estados de ánimo, mientras las imágenes se distorsionan y se funden agitando el insomnio.
Intentas calmar la ansiedad que escala pantorrillas y se atora en la amplitud de vellos ásperos del pecho. La lengua de sus miradas te circunda, infectando la memoria. Ella en la luz, ella y la oscuridad de labios; la succión, la carne, nido de dientes como astillas, son el golpe a los pulmones. Toses. Ella sigue sosteniendo el cigarro en el amarillo de la boca. Tú, perdido entre la luz azul-roja de las flamas que filtra en las pupilas y el latir del corazón aminora su ritmo, convulsiona, se apaga, se esconde al fondo del tórax.
Se arrastra lenta y constante, la música que mana del estéreo que dejaste funcionando. Te resistes a recordarla feliz, y sólo ansías verla, estos últimos instantes, llena de dolor, de odio, agria, palpitando, dentro de esta música que alarga sus compases y que convertida en brisa llega a ti, ingresando a los oídos, para contrarrestar el incendio de la habitación que intenta derretir tus células. Todas las cosas de ella rodeándote, y el fuego en que se consumen, camina sobre tu piel.
A tus espaldas, astilladas voces gritan tu nombre. No quieres oír. ¿Es ella? ¿Ha regresado bajo la lluvia de esta ciudad enajenada? ¿Ella que intenta permanecer en las paredes, debajo de la pintura? ¿Ella que surge de las cenizas como un ave mitológica?
La música empuja el cuerpo hacia delante y atrás. El péndulo no claudica. El humo se violenta en la retina, enrojece la tarde y la voz. La voz de su recuerdo que no termina de arrastrarse hacia la nada: escala, se arrima, te persigue.
No tienes fuerza para darte vuelta y mirar alrededor. Todo arde en el cuarto en el que te has encerrado a quemar sus fotos, y alejar para siempre su recuerdo; ha sido tan devastadora esta lucha por el dominio de las voluntades, ha sido tan cansada, tan violenta, que sólo quieres alcanzarla en el sueño, donde se ha refugiado.
De nuevo el sonido que te nombra. Buscas de dónde proviene el eco. Se escucha en el interior de la cabeza. Cierras los ojos y miras hacia dentro del cráneo. La sangre circula en los capilares de los párpados, acentúa el rojo de la oscuridad. Muy dentro, a lo lejos, vislumbras luz escapar dibujando límites de algo parecido a una puerta. Caminas a tientas por las paredes de los nervios. Se agita el cerebro y el temblor alcanza tus pies. Conforme avanzas se hace necesario inclinar el cuerpo para no rasparte con la parte superior del cráneo. Cada vez te inclinas más, hasta acabar de rodillas. Escuchas con atención el aliento de la sangre recorriendo círculos concéntricos. El abrir y cerrar de las válvulas del corazón hacen retumbar el suelo como si caminaras sobre una balsa que flota en la marejada. Acaricias la textura del cerebro mientras te arrastras hacia la luz que filtra el quicio de la puerta.
Una vez recostado junto ella, escuchas las mismas voces surgir del otro lado. Intentas abrirla. No lo logras. Bloqueada por dentro, no te deja atravesar. Golpeas con los nudillos, nadie responde. Tratas de asomarte y la luz ardiendo en las pupilas. Las voces callan. Aferras la mano al frío del material que la conforma, la palpas. Golpeas con furia, gritas, empujas, arañas. Nadie responde.
Vuelves la vista hacia el camino que has avanzado en vano. Sientes que la oscuridad acecha, te va absorbiendo, se agarra a los talones y te jala a su interior. De nuevo golpeas la puerta, se aceleran los latidos y los golpes. El piso en el que estás recostado tiembla. Las voces del otro lado crecen un murmullo persistente…. Detienes los puños, acercas la oreja al metal. Silencio. Todo se mancha de silencio. Claudicas.
Cansado, te recuestas. Jadeas para recuperar el aliento y piensas en los pulmones, en el dolor de humo, en la rasposa nicotina. Te ahogas y toses. El humo te cierra la garganta, agita los párpados. Manoteas para abrir paso en la humareda. La puerta estática. Los murmullos incomprensibles. Pateas la puerta. Piensas desistir y regresar a la oscuridad. De nuevo hacia los ojos y su rojiza sensación, hacia la neurosis que ella dejó con su partida. Ya regresará, ya regresará, pero no sientes más el deseo de esperarla. ¿Quizá el sueño en que se encuentra pueda oscilar los mundos para encontrar otra salida de esa dimensión que la consume? Su silencio estático te golpea, y la puerta no cede, tal vez ella esté del otro lado. Tendría que estar. Debería. Ojalá estuviera.
El silencio mancha la piel, su masa se pega a los dedos, a los codos. Crecen sus pólipos oscuros sobre tu cuerpo. Rodean la cadera, el cuello. Retrocedes arañando el rostro. Arrancando la costra que te inunda. Los latidos ceden, el piso se detiene. Nuevamente los murmullos del otro lado…
—Alguien quiere entrar— logras entender al fin… y regresa el silencio a empaparte la garganta.
Enojado, tratas de tirar la puerta a golpes. El silencio se te mete a la boca. Los nudillos sangran. Detrás de ti, miras circular la sangre en los capilares de los párpados. Brilla el malva de la realidad que te sacude.
Agotado, abandonas la idea y retrocedes sobre el rastro que formaste sobre esta masa pegajosa. Mientras escapas, el espacio crece hasta permitirte quedar de pie, giras para quedar frente a los párpados. Caminas a través de las órbitas de tus ojos: azul, amarillo, rojo. Vuelves la mirada hacia la puerta y el resquicio de luz que escapa. Estás listo para poner un pie fuera, en el exterior, sobre la ceniza de las fotos, y escuchas con claridad muy dentro del cráneo:
— Parece que se ha ido— te detienes un instante, pero no regresas.