Cuento “En el monte hay un sueño” por Felipe Ortiz Vanegas

Cuando iba camino al pueblo, Antonio recordó que esa mañana había vuelto a soñar con los perros enfurecidos que destrozaban las bolsas de basura apiladas en la esquina donde terminaba, o empezaba, una de las tantas trochas que se desprenden de la única calle pavimentada de la vereda. 

De unos años acá, y a raíz de alguna escena de las películas que podía ver en el único canal que su destartalado televisor transmitía, tenía una imagen patéticamente negativa de los perros; los figuraba batiéndose coléricos en medio del frío de la noche por hacerse a la esquina donde hallarían alimento; así suponía que se ocasionaba aquel desastre de cáscaras, pañales y papel higiénico esparcido por el suelo, que exhibía frecuentemente el puesto de basuras. 

Pero, más que los perros, a Antonio lo consternaban los gallinazos que, en su sueño, cubrían el cielo, como atestiguando lo que sucedía abajo; no en la basura, donde los canes enseñaban sus dientes biselados y en los amoratados hocicos hervían esa espuma blanquecina y pegajosa que de vez en cuando humedecía el pavimento, sino a lo lejos, allá donde el monte espeso y enmarañado parece establecer reticente sus límites con la humanidad. 

A pesar de su contextura magra y desgarbada, Antonio caminaba como si llevara sobre sí un enorme peso. Era viejo, y junto con los bultos de papa que usualmente cargaba, llevaba el peso del tiempo, que se posaba sobre sus hombros como queriendo enterrarlo. Además, también cargaba con el peso del tiempo de su hijo Sebastián, enterrado quién sabe dónde; porque cuando un hijo muere tan joven, y más aún cuando es asesinado, heredan a los padres el tiempo que les faltó por vivir, y es entonces cuando los rostros de estos se pueblan de sinuosos surcos y la mirada se les vuelve mustia; el pelo se les enluta de blanco y las manos se les tornan trémulas.

Y Antonio caminaba triste, como arrastrando sus pasos; dejando tras de sí una estela de amarga aflicción. Bajo tierra, yacían sus padres, esposa y amigos; había visto sus lánguidos cuerpos descender y ser cubiertos, palada tras palada, por la misma tierra que los sostuvo en pie cuando estuvieron vivos. Pero no fue así con su Sebastián; un día se lo llevaron a la guerra, traspasó la polvorienta trocha de su vereda y jamás regresó, ni siquiera en un osario. Antonio no pudo ver el pálido rostro de su muchacho en el ataúd; ni humedecer con sus lágrimas las áridas manos entrelazadas sobre el pecho de su hijo; no cambió las flores marchitas de la tumba de Sebastián. 

Por eso los gallinazos poblaron sus sueños; porque ninguno de los señores que se llevaron a su hijo supo decirle quiénes lo mataron y dónde estaba su cuerpo. Era la guerra, muchos mueren, hay que moverse rápido, no hay tiempo para entierros. Pero esas aves mortuorias no saben de guerras, ni de tiempos, ni de padres ni de hijos. Danzaban circularmente en el cielo onírico de Antonio, y de tanto en tanto, algunas se abalanzaban a tierra y se perdían entre el denso ramaje del monte. Y Antonio imaginaba el cadáver, aún pueril y endeble, de su muchacho, siendo devorado por esas sombras caliginosas que se disputaban la pútrida carne. 

Y el sueño se hacía cada vez más reincidente. Los perros desgarraban sus gargantas con ladridos furiosos y reñían hasta abatir al rival, y luego destrozaban las bolsas apiladas de basura, y sobre el suelo quedaba esa mezcla de olor a sangre, lixiviado y desechos. Pero allá, a lo lejos, los gallinazos atisbaban entre las ramas, y Antonio se sentía tonto porque llovía y le daba tristeza imaginar el cuerpo de su hijo, a quien no alcanzó a conocer como un hombre, entre la tierra enfangada —como si eso importara a los muertos— siendo engullido por las sombras. 

Poco a poco, el sueño suplantó lo real.  Para Antonio ya no había más campo, ni vacas, ni papas, ni flores. No necesitaba dormir para ver dientes afilados, manchas de sangre, rostros rugosos y vuelos circulares. Empezó a decirse una y otra vez que en el monte estaba Sebastián, y sobre él estaban las malditas aves; en el monte estaba un cadáver y sobre él las sombras. 

*

A Antonio lo encontraron una tarde en que las lluvias arreciaban sobre el pueblo. Llevaban una semana buscándolo, y era como si se hubiera esfumado. La gente había visto cómo el viejo Antonio iba decayendo lentamente, hundiéndose en el silencio y la soledad desde que su hijo fue asesinado. Iba por la vereda con pasos lentos y atormentados, convirtiéndose en un espectro del hombre fornido y alegre que fue. Y al igual que los espectros, un día, sin más, desapareció. Los habitantes del pueblo murmuraban, decían que las últimas veces que lo vieron estaba como enloquecido, no saludaba a nadie y tenía la mirada perdida. Sin embargo, Antonio era un buen hombre, nadie lo dudaba, y por eso salieron a buscarlo, pero no aparecía, se lo había tragado la tierra, decían. 

Fue una niña, lo suficientemente pequeña como para aún tener curiosidad de mirar al cielo, quien se percató de los centenares de gallinazos que volaban a lo lejos; allá, donde el monte emerge verde e indómito. El cielo plomizo del invierno se ennegrecía de tantas de esas aves que se dejaban caer como pesadas gotas sobre la tierra. Y la niña le dijo a su madre, y la madre les dijo a los vecinos, y así, todo el pueblo elevó las miradas hacia el cielo en dirección al monte y observaron el espectáculo. 

Luego, algunos hombres decidieron que no era normal lo que pasaba, que tenían que ir. Y así lo hicieron, partieron hacia el monte con sus perros de caza. Al acercarse, oyeron el sonido de los aleteos de las muchas aves que se dejaban caer en bandada. La lluvia copiosa dificultaba el acceso de los hombres, pero al fin, el filo de sus machetes les dejó internarse en el denso monte.

Vieron la tragedia. Los perros los alarmaron con fieros ladridos, y hacia allí se dirigieron. Era todo un campo de batalla. Sus canes se batían furiosos con otros que ya estaban allí y que querían apoderarse del cuerpo que emanaba esa putrefacción. Los gallinazos se arrojaban sobre los perros, como buscando espantarlos para hacerse con el festín. Y debajo de esa maraña de colmillos, garras y picos estaba el cuerpo, todavía reconocible, del viejo Antonio. Su sueño se hizo realidad. En el monte hay un cuerpo y sobre él están las sombras.