Cuento “Embotellamiento” por Jorge H. Quintero Orduz

La mañana se había convertido en algo que no entendía. Mamá discutía con papá, él decía que teníamos que irnos, que algo peligroso estaba pasando en la ciudad; dijo una palabra que no había escuchado y que, por el miedo en su voz, no pude entender, era insotunible o insontunible; la situación era insontunible dijo.

Antes de que papá regresara de su trabajo, más pronto de lo habitual, mamá no me había llevado a la escuela. Yo estaba feliz de no ir. Todo el día iba a poder dormir y jugar con mis propios juguetes, pues eran muchos más que los que había en la escuela y lo mejor era que no tenía que compartirlos con nadie.

Mamá angustiada por la actitud de papá le decía que no podíamos irnos como si nada; que debíamos avisarles a los abuelos para que vinieran con nosotros. Un viaje con los abuelos, eso me hacía más feliz. Ellos me daban muchos regalos aún cuando no fuera mi cumpleaños o navidad.

Mamá le gritaba a papá que estaba loco, también le suplicaba que le explicara lo que él había visto de camino a su trabajo, parece que había visto algo de lo que no quería hablar. Cuando papi quiso decirle, los dos se dieron cuenta de que los estaba escuchando. Me enviaron al cuarto a preparar una maleta como las que me dejaban empacar cuando iba a casa de uno de mis amigos; papá repitió varias veces que empacara pocas cosas, que no llevara ningún juguete, pues a dónde íbamos había muchos.

Cuando subí por las escaleras para ir a mi cuarto, vi por una de las ventanas que la calle estaba sola, no había nadie, ni los vecinos sacando a sus perros o cortando el césped; ni mis amigos, nada. Quizá todos estaban en la escuela. Nunca había estado en mi casa a esas horas.

Saqué del baúl del cuarto una maleta pequeña que el abuelo me la había regalado un mes antes de que terminaran las vacaciones. Metí mis dos camisas favoritas, dos shorts y la ropa interior que mamá me había comprado un día antes de mi fiesta de siete años. Después de ir al baño para tomar mi cepillo de dientes, bajé a la cocina donde aún estaban. Ya no discutían más. Estaban esperándome para salir de viaje.

Ellos no llevaban sus maletas, me dijeron que tenían ropa a donde íbamos. Estaba tranquilo de que no siguieran peleando, pero mamá se veía más preocupada que antes, sus manos le temblaban y permanecía en silencio. Al salir de casa, los dos veían a todas las direcciones como si esperaran que alguien saliera de alguna esquina o de alguna de las demás casas del vecindario.

Cuando llevábamos un tiempo de camino, papá detuvo el auto. Mamá lo volteó a ver con lágrimas en sus ojos, ellos alcanzaban a ver algo que yo desde el asiento trasero no podía. Me quité el cinturón de seguridad para lograr ver, pero papá se giró hacía mí, su cara no era de enojado, estaba triste, nunca había visto esa cara en papá. Me quedé quieto.

Escuché un sonido, no supe qué lo hacía, era como si muchos gatos hubiesen sido atropellados y estuviesen maullando de dolor afuera; cada vez se hacía más fuerte ese feo ruido. Papá y mamá vieron hacía atrás, algo golpeaba la cajuela del auto, lo empujaba. Mamá me vio rápidamente, me sonrió, dijo que jugáramos, sacó de la guantera una manta que papá guardaba para cuando viajaba conmigo; ella dijo que el juego se llamaba: el fuerte del silencio. Me cubría con la manta y debía quedarme en silencio, si hacia algún ruido perdía; papá también iba a jugar con nosotros, ninguno podía hacer ruido. Mami puso la manta sobre mí. Escuché cómo salían del auto los dos y empezaban a gritar, se alejaban.

Cuando me quité la manta para ver dónde estaban, vi por la ventana cómo muchas personas los seguían, gemían al perseguirlos. Pensé que jugábamos al fuerte, pero ellos jugaban a otra cosa.

Una última persona se quedó atrás, cuando me vio empezó a acercarse al auto, tenía la cara roja, era como si se hubiese derramado encima un bote de pintura roja. Sentí miedo. Tomé de nuevo la manta y me cubrí. Recordé lo que mamá dijo antes de irse: en el fuerte del silencio, si no te escuchan, no te ven.