Cuento «Elegía a mis cuchillos» por Alfredo Alexander

Y, sin embargo, allá estaba en lo más alto de la colina nevada,

                                       inmóvil y vacía como una catedral.

                                                                               ANTONIO CISNEROS

 

Aún en Posadas saqué de la repisa el más fiel de mis cuchillos, lo cargué en mi bolso viejo y de un estrujón me despedí de mi padre. Le dejaría mi colección de cuchillos Tandil para el sano entretenimiento. El viaje sería largo, mi destino: Neuquén.

Mi colega Paslasuki (digo colega, puesto que estudiamos para ser plomeros) me arrendaría un terreno allá en su predio de Neuquén. También me dijo que me llevaría a conocer la nieve.

Ya en Neuquén, sin titubeos y con mucha ridiculez entoné a viva voz para deleite de “Pasla” y su hijo “el Paraguayo”, el himno oficial de la Provincia: “Neuquén es compromiso / que lo diga la Patria / porque humilde y mestizo / sigue siendo raíz”. Mis primeros clientitos y amigos del Collón Curá estallaron de carcajadas, solamente cediendo a la burla para enfatizar: “Si te oyera Berbel, resucitaría y de la mismísima Patagonia vendría a partirte el cráneo a puro ladrillo”; un novel cuasi sobrino añadió: “Muérase tío, deje el sentido arcaico del humor natal en Posadas, venga que le muestro el taller”. Excelente la atmósfera del taller, estimulante para la esmerada labor en la fabricación de cuchillos, elemento tradicional de este sector del país. Me detuvo un azorado “cuchillero”: no hay espacio para uno más, el negocio no nos permite un tercer obrero, mi amigo. Sin embargo, ya habíamos previsto esta deficiencia, no lo haríamos venir en vano; verá: le tengo un vetusto afilador de cuchillos, está técnicamente reparado, échele ganas que un taciturno corte entorpece un tierno asado y descalabra la correcta cocción de un chancho en el fogón. No hubo disentimiento alguno; lo que sí: levemente temeroso ante la nueva herramienta de trabajo. Recorrer las calles no me fue difícil, la distribución urbanística es buena y ello facilitaría mis jornadas: en la primera semana obtuve el nada menospreciable dinero de 800 pesos argentinos.

Ardua mi labor. El cantito fue modificado, retomé mis viejas manías recitando: “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”. De enero a julio me fue fenomenal, enviaba dinero a Posadas, para la manutención de mi padre. De agosto a setiembre todo cambió vertiginosamente: el panorama era bruno y sospecho que en julio de aquel año (que viajé a la zona norte para hacer turismo) se entorpeció la vida y nos descalabró la muerte. Aterrado nuestro querido Neuquén por el tormentoso asesino serial; el montículo de restos humanos socavados por un arma blanca había originado el más peculiar psicosocial. Por mi parte, retomar mi labor era más que imprescindible para esta carnívora provincia que se indigesta con carnes rojas. A buena cuenta, el trabajo no cesaba, al igual que los crímenes en la región. Retumbaba en mi mente el elemento en cuestión: ¡Cuchillo!, ¡cuchillo!, ¡cuchillo!; nocivo elemento, tradicional herramienta de fábulas y versos argentinos. Cada vez que empezaba a refulgir el cuchillo, puliendo su filo, abrillantando la sangradera, notaba el repudio y terror de las masas que me miraban en el vaivén de quien repudia y quien se aterra, de lo que representaba, de lo que yo era. Ergo, no soy el asesino serial, ello todo Neuquén lo sabe; soy yo quien sopesa de la nueva idiosincrasia neuquina, del acérrimo temple de mi amigo Paslasuqui, quien hasta ahora no me ha llevado a conocer la nieve. Se muere el gentío, el gentío se muere. Les queda un corte profuso en la yugular. Un gran gentío se muere, y yo continúo puliendo sus cuchillos. Es muy posible que alguno de mis clientitos sea el criminal, “el cuchillero”, el mismo que al llegar a casa se ríe con desdén a sabiendas que el peso de su imagen recae en el afilador de cuchillos; tan necesario como deleznable mi oficio por estos días tan hostiles. Los honorarios no son malos, no obstante, las condiciones de trabajo son inadecuadas. A medianoche del viernes tomamos unas mochilas con decorativos naturales del Paraguay, y arrimamos nuestros laboriosos e iletrados cuerpos a los Parques de Nieve Batea, mis manos maltrechas acariciaron la nieve y mi corazón estalló de gozo. Nuestro equipo de trabajo se bambolea entre la nieve y el esquí. Un tanto de tranquilidad lejos de la tertulia paranoica del centro de la ciudad, distantes de la infelicidad y tristeza de los deudos.

Para asombro mío, y me lo guardo con criminal desasosiego: ese fin de semana cesaron las muertes en Neuquén, ese ambivalente fin de semana por fin conocí la nieve.

 

 

Semblanza:

Lima-Perú / Alfredo Alexander Bustos Castillo, 23 años. Bachiller en enfermería por la Universidad Nacional del Callao. Colaborador de la revista literaria El Bosque en su décima edición. He adoptado a un perro, un gato, y un axolotl.