Cuento «El suplicio de las noches» por Cristian Abigael Aguilar

En aquella ocasión, habían pasado horas, tal vez sólo fue la angustia, mi desesperación por esperar y no aguantar. Nunca fue fácil ir a ese sitio, imaginar que al comienzo era ocasional, una cosa que se presentaba cada dos o tres meses, que no duraba ni veinte minutos, que todo se fue extendiendo en horas y barullo.

¿Cuántas veces las hizo gritar? Pero esas mujeres se dedicaban a dar falsos deseos, con algo de dinero le decían papi, galán, tigre; y su piel como un veneno adictivo: “eres bueno, no pares, contigo me dan más ganas de ser puta”.

¿Cuánto esperé?, ¿por qué lo hacía? Precisamente recibía las bofetadas sin ninguna objeción, a lado de una puerta que conducía a mi propia trampa, una donde no supe el momento en que caí en ella: otra fiera con su presa, y aguardaba a que bajara la guardia para dar el primer zarpazo, me seguía sin percibirla y me engulló poco a poco, arrancando la carne con cada promesa.

Y ese tipo de mujer es una lengua extensa, seductora, que se mira y siente en el sexo: protuberancia de una bebida que nunca podré ser. Cómo deseaba ser ella; todo por él, me repetía. Qué extraños credos lleva uno en la boca.

Ahí, casi todas las chicas me conocían, con el tiempo me tomaron cierto cariño, más maternal que lujurioso. Me preguntaron la razón de mis acciones, no lo hacían como si fuera a ajustar cuentas con ellas, era más en el sentido de que también han sido presas, y quieren saberse acompañadas; algunas se confesaron conmigo, como la tarde le habla a la noche de estrellas, una dominando a la otra; soltamos lágrimas como las botellas sueltan las suyas y luego volvían a su oficio.

Una de ellas, la que tenía más fama entre la clientela, era su preferida, y en una noche se me acercó como para saber qué cosa pasa:

 

– Hola hermoso, ¿por qué tan solito?, ¿quieres compañía?

– Gracias, pero no gusto de tus placeres.

– Entonces ¿por qué estás aquí? Siempre te veo entrar con tu amigo y terminas en ese rincón. Lo hace muy rico, como pocos y…

– ¿Lo crees?

– ¿A qué te refieres?

– Que lo único que puedo hacer es traerlo a este lugar y esperar a que esa puerta se abra.

–¿Estás llorando?

– No importa.

– Calma. Pronto acabará.

 

Me abrazó como si fuera un huérfano con demasiada mala suerte. Recibía mis lágrimas pues en ese instante era un pañuelo, sin embargo, no podía secar ciertas cosas. Y todas ellas, ahora que lo pienso, eran pañuelos, pero hay grandes pesares que no se pueden quitar, ni con ellas ni otras ellas.

A partir de entonces nunca más volvió a estar con él. Ponía de excusa que tenía varias citas y no podía cancelarlas, menos hacer esperar a esos clientes de años, “tienen preferencia y privilegios”, era lo que siempre le escuchaba. Fue la única que tuvo un acto de compasión, demasiada tristeza debió ver en mí para no hacerla más grande, fue una suerte con la que corrí tan sólo una vez pues las demás lo aceptaban con gusto y ansiedad. De vez en cuando ella me traía un trago y se ponía a platicar sobre los sueños que una vez tuvo, sobre que lo que podría hacer todavía y los que quisiera realizar, lo más seguro es que algo de ella debió ver en mí, algo que se repite en otros nombres. Pero esa noche no la vi.

Que la espera trae consigo recompensas, lo dudo, yo, por ejemplo, esperaba que esa puerta se pusiera en acción, a que el picaporte mostrara movimiento rápido, un giro inesperado que trajera consigo otros olores, dichas, consuelos, que acelerara mi corazón, a que diera paso a las voces apresadas por su frío cuerpo. Que toda esta estancia no se volviera castigo, lo pedía muy en el fondo. Espero, pero no significa nada. Y luego el ruido que me tomó por sorpresa:

– Hasta luego, estuviste cabrona.

– ¿Nos podemos ir, Cristian?

– Claro, la vieja que pagaste estaba rebuena. ¿Puedes traerme la próxima semana?

– Sí…

 

Aquel lugar, en la parte alta, era un sin de fin de pasillos, quién sabe ahora. Abajo era simple: mesas, pista y un tubo metálico, por lo general, muy oscuro. Imaginar que al principio sólo las quería ver bailar, emborracharse, escapar, encontrar su pedacito de cielo, nada, vaciarse. Repito, lo ocasional se volvió hábito y poco a poco fueron aumentando sus deseos: tocarlas, sexo oral, un privado; nunca imaginé que con el tiempo quisiera estar con una diferente cada noche, sacar sus retorcidas fantasías a flote, nadar en una marejada de carne femenina. Pero ¿por qué fui el estúpido que lo acompañó? Lo amé desde esta transparencia, agonía, dicha rota, el vuelo de sus primeras palabras, su mirada, el confort, lo amaba, y, es cierto, se aprovechaba de mi debilidad, como también lo hizo con ella, una carga difícil.

No sé por cuánto tiempo mantuve la ridícula farsa de ser algo en su vida, lo sé, es absurdo, yo también me lo digo, todo ese tiempo me contradecía. Ser único, especial, un lugar, y qué tonto, me sigo diciendo. Esas puertas nunca se abrieron para mí. Y esperaba.

Me habían llegado varios avisos del banco. Había empeñado varias de mis cosas y mis amigos ya no confían en mi palabra de que les devolvería pronto el dinero. Hicieron bien en no otorgarme más su confianza, la perdí. Hipotequé la casa por ese tiempo, no me queda más pertenencia. Fue fácil deshacerme de lo propio, aunque, realmente, siempre he sido de perder. Todo el tiempo fui un perdedor, calladamente un perdedor.

Ya de salida, aquella noche conducía el carro, le gustaba mucho manejar. Me sentía seguro cada vez que tomaba el volante; sujetaba mi mano cada vez que podía, era de uno de esos detalles con los cuales fue derribando mis muros, piedras solas, que era soledad lo que habitaba ese cuerpo mío. Sentía la ternura, calidez, la suavidad de la rudeza que se parecía a la caricia de un depredador; nacía en mí el amor, así lo nombré. Conducía el carro aquella noche, lo recuerdo bien, comenzó a platicarme acerca de su trabajo, lo pesado que resultaba estar en la granja, estar al pendiente del alimento, los clientes, algo que salía de imprevisto, le molestaba que salieran cosas a último momento. Me llamaba, no quería tomar solo. ¿Y por qué yo? Me decía.

No, el viaje no duró mucho, cuando me di cuenta ya estábamos cerca de su casa. No quería entrar, lo sentía, ya se había vaciado y todos los hombres buscan vaciarse, desechar las ganas contenidas del reproche, lo cursi, expulsarse. Ya de era noche, no había más motivo, ¿qué más hacer?

– ¿Qué música tienes?

– Una que no te va a gustar.

 

Fue pasando, una a una, las pistas hasta que se detuvo en una melodía triste y pesada:

– ¿Quién es?

– Adanowsky.

– ¿Y cómo se llama la canción?

– No.

– ¿No?

– Se llama no la canción.

 

Meditaba, su mente se llenaba de algo, lo podía asegurar porque lo vi en sus ojos. Me acerqué, se apartó un poco, volví a acércame y nos quedamos así. Nos abrazamos. Duraba poco la canción, juraría, lo digo, que no fue así. Y pasó algo que no debió pasar, me besó. Estábamos sincronizados, me alcanzó para toda la vida ese beso, nada y nadie podía decir lo contrario. Y lo que vino después tampoco lo esperaba.

– ¡Qué te pasa, puto!

– Nada, lo siento. No era mi intención.

– A mí me gustan las viejas.

 

Bajó rápido, traté de detenerlo. “¡No te acerques!”. Es lo que llegué a escuchar antes de los golpes, ya en piso me cayeron las patadas peores que relámpagos y por un rato no supe de otra cosa.

Todavía era noche cuando reaccioné, me dolía todo, me costaba ver. Creo que una de mis manos me fallaba y mis piernas no respondían del todo bien. Dejó las llaves cerca, tal vez fue algo de arrepentimiento, así que subí al carro, con dificultad pero subí. Iba despacio pero ya en la autopista sentía que el motor se forzaba, que las cosas se perdían instantáneamente, que algo no respondía del todo bien. Había algo así como un zumbido que se repetía: llegaba y se iba, llegaba y se iba, y la luz… No recuerdo más.

Me encontraba en otra parte, más ligero, traslúcido, ya no iba a las sensaciones, era de mañana, no puedo asegurar si era la siguiente, pero veía a un hombre leyendo el periódico, estaba tomando un café y comía tostadas, alguien con tiempo y que quiere disfrutar la vida, estaba muy arreglado como para ir a trabajar. Cuando pasó a la sección de nota roja, alcancé a leer: Otro accidente automovilístico.

 

Semblanza:

Cristian Abigael Aguilar (Tlaxcala, 1991) es un bato que trata de escribir. Ha tomado varios talleres literarios, aficionado a la escritura. Tiene sueños de publicar y de darse a conocer con sus narraciones. Estudió ingeniería civil en el Instituto Tecnológico de Apizaco (ITA). Un desconocido.