Cuento «El soldado» por Luis Ruela Silva

Over the top at the Somme.First World War / Primera Guerra Mundial.

El fango se tiñe de rojo mientras el choque del metal impregna el aire. La batalla se ha extendido ya varios días, los hombres siguen cayendo por montones. Sólo una cosa se mantiene en pie: los estandartes, uno a cada orilla de la planicie, y con ellos el orgullo de cada nación. Mi hacha la perdí anoche mientras me ocultaba en el bosque. Era temor. Sí, me daba miedo morir, pensar que no llegarían a tiempo los refuerzos, que nunca volvería a mi hogar, a mi granja con mi familia; sin embargo aquí estoy, luchando con la Claymore de un enemigo muerto y tuvo que ser suficiente con nuestro propio coraje. Fue nuestro capitán, cabalgando veloz al amanecer, quien me inflamó el corazón de nuevo. Con su rápido corcel atravesó el campo de batalla, cercenando las cabezas enemigas con su espada como flama.
El hombre que se yergue frente a mí es intimidante, lanza cuchilladas sin parar, parece que no se cansará jamás. Detengo su mellada espada con el roble de mi escudo casi hecho trizas y dejo caer la larga espada sobre su yelmo; su cráneo explota en un mar de sangre y esquirlas de metal. Antes de permitirme saborear la victoria siento que algo me rasga la pantorrilla, la partesana de otro soldado me destroza la pierna, yo escupo un improperio mientras giro dando un golpe ciego. La cabeza de mi agresor rueda por el suelo. Caigo a tierra viendo cómo la vida escapa por la herida con un ardor indecible; entonces lo escucho, al principio creo que es sólo mi oído, dañado por el cansancio y los golpes, mas no es así. El silbido de las flechas reclama la mirada de todos hacia el cielo. Veo el estupor en la faz de nuestros rivales que, como nosotros, no pueden creer la traición de sus hermanos. No demoro mucho en meditarlo, me tiro al suelo y uso el cuerpo decapitado para intentar cubrirme, siento el impacto de los dardos sobre el espaldar y la carne del muerto.
A la mortal lluvia, la sigue otra igual, y después otra. Sólo se escuchan los gritos apagados de hombres siendo atravesados por las gotas funestas de esa tormenta. Cuando por fin termina, retiro el cadáver de encima. Una última resonante pasa a mi lado y corta mi mejilla, provocando que me arrepintiera por abandonar mi celada en el bosque. Tiro mi despedazado escudo al suelo y uso el mandoble como bastón para ponerme en pie. Mis compañeros permanecen agrupados en un círculo, con los escudos en alto llenos de espinas como caja de costura. Cuando se abren veo a nuestro capitán de rodillas frente a su corcel muerto, una flecha brota desde su vientre como el retoño de un árbol que gotea savia roja. Mas a él no parece importarle, la arranca de un tirón, levanta su espada de entre el limo y la lleva a lo alto lanzando un rugido de gran valor, al menos eso quiero imaginar pues no logro escucharlo con claridad. Desde ese momento le llamarían Campeador, el León.
Una negra ola de metal se abalanza sobre nosotros, pero no hay pavor, nos erguimos fuertes. La espada parte desde mis hombreras para caer pesada sobre los acorazados hombres que intentan vencernos. Gigantes negros a mis ojos, demonios del averno. “¡Valor!” grita mi capitán.
Entonces llegan. Finalmente llegan. En estampida cargan desde nuestras espaldas cientos de jinetes con sus lanzas, partiendo las últimas filas hostiles como fuego en el bosque. Cojeando les sigo, apoyado en mi espada. Un sobreviviente pusilánime intenta sacar ventaja de mis heridas y me clava su hacha en el costado, me derrumbo de rodillas ante él y, mientras alza su arma para dar el golpe final, con rápida estocada le atravieso el pecho y cae muerto. Luego calma, entre el sueño, a la distancia, distingo cómo cae el estandarte enemigo a los pies de mi señor con espada nueva en mano y santiguándose. Hemos ganado, por la gracia de Dios, ¡hemos ganado!