Cuento «El sereno» por Karen Delgado

Esta mañana aprendí un poema de Woolf con la esperanza de que me respondiera lo mucho que le gustó. Lo declamé. Nada. Mismo ruido de las olas y los pájaros silbando mientras amanece. La brisa es suave y no hay más que ruidos apenas perceptibles de fondo. Sin respuesta. Me quedo mirando de extremo a fin como si hubiera algo más allá de lo que mis ojos pueden ver. Es como hablar al aire, pero las palabras van dirigidas a algo más grande que una persona que no escucha. Un ente inmenso. Es común de mi parte narrar poemas o pequeños fragmentos que leo todos los días. Creo que es mejor no esperar una reacción. Puedo echarme en la arena y sentir el poco calor del sol y cada vez se vuelve más intenso. Es agradable sentir lo frio de la arena entre mis dedos a esta hora. Aquí apenas puedo notar que el tiempo pasa.

La primera vez que me presenté sin saberlo fue como entregar una hoja en blanco. Creía que para ir era necesario pasar por una puerta, como si fuese una taquilla que a cierta edad permite ingresar. No recuerdo muy bien todas las primeras impresiones, pero desde entonces ya conocía el sabor marino rozando mi tráquea. La arena densa como espuma vieja. En conjunto cristalina, si la arrojaba era posible que se desgranara completa sin llegar a su objetivo. Por más que haya escarbado en ella, no recuerdo haber encontrado el centro del mundo, es más, ni podía cavar más allá de lo largo de mi brazo. Y así, visita tras visita hasta que me resigné en que, mi mano nunca podría ser suficiente, por lo tanto, tendría que recurrir a alguna metálica y gigante creada por el hombre. Pensaba que el peligro comenzaba después de que dejaba de estar a pie mientras el mar me zangoloteaba de atrás para adelante y me iba llevando a lo profundo, sin premeditar, que lo hay, incluso sin estar dentro. Arenas movedizas y pequeños filos que no cortan. Flotadores en cada brazo con colores ajenos al natural. Tragos salinos accidentales, tráquea rasposa y ojos irritados. Tengo presente lo mucho que me incomodaba sentir algas entre mis piernas. Mi cosmos era muy reducido.

A una edad cerca de los veinte, vine de vacaciones y es la más memorable, lo volví a conocer. Diferente edad, nuevos tiempos, mismo lugar. No podía aseverar lo mucho que lo había extrañado, era raro, como si seis, siete o más años no hubieran pasado, aun así, mi corazón sentía añoranza y melancolía, días que fueron perdidos en la nada ya se habían vuelto en el olvido. Las cosas cambiaron, ya no había tantas conchas para recoger, mucho menos elegir. Se veían construcciones a lo lejos donde antes solo había espacios vacíos. El agua completamente azul, sin concentraciones de plantas. Si me metía, era poco probable que algo me golpeara ligeramente las pantorrillas. Podría describirlo como esas sensaciones que dejan sin habla por la impresión de que lo conocido ya no era nunca más. Hasta que respiré pude sentir una ligera sensación en mi nariz que barría todo desagrado. Olor a certeza y a vida. Había vuelto. Sonaba un piano de fondo en mi cabeza, mi cuerpo sugirió mezclarlo con el ritmo de las olas, creo que esto le dio una atmósfera que no hubiera esperado.

Esa ocasión vine con mi madre, ha sido la única vez que hemos viajado solo ella y yo. Pasamos su cumpleaños tendidas en la arena hasta lo único que nos alumbró fueron los candiles con velas de alcohol y la luna, un pequeño pastel con velas de cera que se volvían a prender por sí solas después de apagarse, ropa ligera y personas divirtiéndose en el fondo. Ni siquiera sentía hambre o ganas de ir a otro lado que no fuera estar ahí. Fue un día bellísimo. Nos leíamos una a la otra una pequeña selección de libros que llevé. Platicamos todas las cosas que no habíamos encontrado el momento oportuno y se dio solo. Hicimos casas en la arena porque era más fácil que hacer castillos, y formamos los rostros de nuestras mascotas: un perro lanudo de pelos blancos que se transformaron en algas secas y tres conejos de orejas caídas tuvieron ojos de conchas. Nos subimos a un mirador pequeño y ahí comimos sándwiches que ella hizo de cajeta. Lloramos juntas de felicidad. Sumergimos los pies disimulando patear las olas, esperando que regresaran y que no volvieran. La oscuridad en el agua generaba una especie de ansiedad por no saber qué podría estar cerca. Tomé té a esa hora, no puedo dejarlo y solo de noche no sentía que me ahogaba de tanto calor.  Enjuagamos nuestras sandalias. Ya era tarde. Cuando regresamos a casa, miró una foto que le tomé con la sonrisa más grande que le he visto y rompió en llanto.

La mañana siguiente emprendimos a otro lugar. Estábamos en el Caribe y ahora iríamos cerca del Golfo, a una pequeña isla donde el sol parecía ser solo de ahí. Cuando amanecía podíamos ir a una esquina ver la puesta y de tarde, ir a otra y ver donde se ocultaba dando un atardecer único. Las personas se ponían en un pequeño muelle sumergiendo los pies y sus bañadores llenos de arena entre las costuras. Ahí hay peces pequeños que aún nadan entre piedras con moho, llegué a ver peces globo y otros alargados que desconozco sus nombres. Para llegar había que hacerlo en ferry, lo que lo hacía aún más genial. Estuvimos cerca de dos días que se sintieron como nada. Recorrimos el pequeño pueblo con miras a encontrar algo distinto, solo había pobladores vendiendo artesanías, bares con un toque místico, amantes por todos lados, gente de diversas las regiones y vida nocturna. Conseguimos viajar a los pequeños atractivos que rodeaban la isla. Muy peculiares: un ojo de agua, cabañas, sitios con flamencos y aves, comunidades de iguanas de todos tamaños sin recelo a la gente en busca de comida, miradores que solo daban a más océano y nos daban vista de vez en cuando a delfines. Así fueron nuestros últimos días. Inolvidable.

Viví cerca del mar algún tiempo. Mi casa quedaba a quince minutos en transporte. Era muy pequeña, todo el día le daba el sol y eso la hacía un horno de microondas que no rotaba. Eso sí, fui muy feliz ahí. Apenas teníamos una parrilla que calentaba con luz eléctrica y todo lo perecedero en hieleras. Comíamos siempre en cojines mientras mirábamos televisión. Mi espalda era fiel testigo de las marcas que dejan las hamacas. Lo único que nos refrescaba era un ventilador que giraba a menos de noventa grados. Los fines de semana eran días de pasar todo el día en la playa. Nuestras pieles se tostaron tanto que éramos de un color uniforme. El baño de mi casa siempre tenía arena en las esquinas. Sábado era día de voleibol. Domingo de juntarnos con los amigos de mi familia, corríamos y tratábamos de ejercitarnos. Siempre me dolía el rostro de tanto reír.

 En esa época estaba en la transición de la niñez a la adolescencia, por lo que todo era prácticamente nuevo en cuestiones de amistades y salidas a todos lados sin padres a la vista. La escuela era un chiste, no prestaba atención. Mis amigos y yo, solíamos salir a caminar todos los viernes en la noche a la avenida más transitada y solo echábamos chistes malos. Nos gustaba tanto estar juntos que de vez en cuando nos organizábamos con la colectiva de la escuela e íbamos a recoger basura y colillas de cigarro, para mi entendimiento, era una forma de agradecer lo plena que me sentía. Regresábamos a casa tarde con el cansancio de todo el día y esperando vernos al día siguiente o simplemente esperar al lunes. También sufrí el primer amor, pero nunca lo relacioné con el mar, nunca fuimos.

Aunque no conozca amores conocidos que hayan surgido aquí, considero que después de venir, espiritualmente, nada vuelve a ser igual, se ama distinto. El mar está estrechamente relacionado con el amor. Hay quienes vienen a proponerse matrimonio y unirse para siempre. Promesas eternas. Por ahora, mantengo una ilusión de que cuando vuelva, habrá quien recargue su cabeza en mi hombro y miraremos juntos el atardecer tendidos a la orilla. Contándonos intimidades, compartiendo besos, cuidando nuestras pertenencias a lo lejos mientras el mar nos llega a la cintura, el momento, abrazos de semidesnudo y luz. Bebiendo agua de coco al caminar y predicándonos compañerismo siempre. 

Mi pasión por escribir surgió aquí, en uno de los lugares más comunes a la hora de relatar historias. Observaba personas leyendo acostados en camastros, como si prefirieran imaginar que ver lo que tienen enfrente, cuando yo lo intenté, entendí que era lo mejor que podía hacer en solitario. Ahora escribo con pluma y papel todo lo que observo mientras remuevo pequeños granos de mi hoja. En el mar se cuentan y crean historias de naufragio, de reencuentros, enfermedades terminales, amores de verano, de las últimas veces que todos los amigos se juntan antes de irse a la universidad y de sirenas y tritones. Se dicen cosas del azul de los ojos, aunque estos solo sean café oscuro. Se dicen cosas de perderse en el mar con desdicha, aunque no se llegue ni al pecho. Y se dicen cosas que afirman: el mar es lo más cercano a Dios. Un lugar común para los poetas. Definitivamente.

Existía una promesa de venir con quienes había adoptado a mi familia. Alguno de ellos se fue y todo terminó, nada haría que volviera. Tenía grandes ilusiones de estar aquí que juntó mucho dinero para que nada le faltara. No conocía el mar, lo planeó y postergó tanto. Por esto no soy capaz de mirar con extrañeza a quienes no lo conocen, las circunstancias que cada uno atraviesa solo las cargamos en la espalda.  Ya hubo quien no lo hizo terrenalmente y si ahora lo hace, espero lo disfrute tanto como no lo pudo hacer. Todo riesgo es inmoral, que las circunstancias y el azar decidan nos dará muchísimas oportunidades. El océano lo dice: ¡Arriésgate! Solo hasta entonces se sabrá si valió la pena.

Contemplar el mar en esta tarde me llena de júbilo. El paisaje es despejado y, justo acabo de recordar una ocasión en que mi familia y yo vinimos. A lo lejos se veía una tormenta que pensamos no llegaría tan pronto contra nosotros. Ese día sentí tanta violencia de su parte, como si estuviera enfadado. Tanta estridencia.  Como si cada ola tuviese personalidad y hubiera sido el momento de la rebelión. Nos encontrábamos sumergidos en la orilla, comenzó a acercarse cada vez más y más la nube gris, casi negra. Salimos rápido y la lluvia nos alcanzó. Navajazos que no penetraban el cuerpo. Estuvimos a salvo cuando llegamos a nuestro pequeño auto. Había un huracán en días próximos y nosotros quisimos ir porque no sabríamos cuántos días tendríamos que esperar para volver.

Aquí, en esta orilla, me reencontré con mi padre cuando el vino a trabajar y mi madre y yo seguíamos estando en la ciudad. Viajamos secretamente y mamá lo citó en la tarde, lo esperamos muchas horas, moríamos de calor y nuestro equipaje se llenó de arena, nuestras maletas oscuras parecían que en algún momento se iban a deshacer. Cuando dio la hora, mi papá corrió para abrazarnos con mucho esfuerzo, sus pies se hundían y sus botas de trabajo se llenaron de pesada arena. Nos fundimos en un abrazo de tres. Yo solo llegaba debajo de sus hombros y mis padres se besaron. Nunca lo olvidaré. Nos fuimos a la palapa donde papá vivía. No dormía por miedo a que una tarántula en cualquier momento me hiciera algo. Gracias a Dios, se inventaron los mosquiteros.

 Si el pasado no se puede cambiar, lo que hacemos para aprender de él es muy poco. Del presente, qué decir, arena entre los dedos. Estoy en este plano recordando todas las veces que vine y no las hice especiales, ni lo había considerado. Doy por sentado que he olvidado muchísimas. Tuvo que hacerme falta el mar para valorarlo. Comúnmente humano. Busco coincidir como lo hacen las gotas de lluvia al unirse al suelo. Golpeteo constante y resiliente. Aquí se unen todos los destinos posibles. El mar y yo estamos peleados porque yo me ofrezco a ser uno y, él me lo niega. Mi existencia tan torpe e imberbe y la suya tan sabia.

Ya es de noche y la luna cambió la marea. Agitada. Aunque no escuche perfectamente todos los sonidos, percibo manotazos que se superponen y se pierden mientras se unen, brisas salinas accidentales sin dirección. El viento baila con mis cabellos ondulados, de un lado a otro, de repente sin dirección alguna. Que el aire nos amarre. No hay miedo. Los animales salen de sus casas sin él. Lo salado de mis labios me avisan que necesito también de lo dulce y neutro para vivir. Qué tristeza no haber sido de aquí antes. No hay llamadas ni juramentos pendientes. Ni vacíos. Ni miras de dolor. Me inclino ante el sereno. Me pregunto cómo buscar una forma de vivir del amor sin movernos de aquí. Un sendero de conciencia. Una escuela sin doctrina, fiel heredera de la desventaja de nuestros ancestros frente a toda vicisitud. Al principio con ingenuidad, con extranjería y un poco de resignación conforme pasa el tiempo. Al final (y espero), con libertad. Hay vida. Una vida sin busca de beneficios ni confort. Un instante constituye un dogma a la perfección, un infinito llamado vida. El mar está ínfimamente unido con el destino. El mar siempre es estático. El mar es huérfano. Abstracto, sin ciencia ni filosofía. Le narro poesía y prosa, porque sé, y lo sé bien, que me escucha. La vida debería terminar aquí.


Semblanza:

Karen Delgado estudia Derecho en la Facultad de Estudios Superiores Aragón (UNAM) y la licenciatura en Derechos Humanos en la Escuela de Derecho Ponciano Arriaga. Participó en el onceavo curso de creación literaria para jóvenes ofrecido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana.