Cuento “El Rojo” por Jasmín Cacheux

A través de la ventana se filtra el primer rayo de luz de la mañana, lo sé porque reconozco el olor de la cortina cuando comienza a calentarse, supongo que es una de las ventajas de estar a ciegas por sesenta días. Todavía soy El Rojo, sí, El Ruletas, El Colorado y respiro; mientras pueda respirar y la sangre bombeé, aquí sigo.

Me internaron hace quince días, los conté sin pensarlo: el primero, al día siguiente de cuando me encontraron en el suelo del baño, hecho un ovillo, con un alfiler en el ojo izquierdo, sangrando; de ahí en adelante, los días se sumaron: en el número cinco me arranqué la aguja del brazo en la sala de urgencias y la hundí hasta el fondo en el ojo derecho deseando con toda mi fuerza que tocara la cabeza de El Amarillo, el intruso que vive adentro, pero no fue así, sólo me produjo un dolor conocido, semejante al que me trajo aquí por segunda vez, intentando retirarme el párpado para que la cola de El Amarillo no me lastimara tanto, porque su orina arde. Todo fue inútil, sólo sangré hasta gritar como no lo hice aquella vez en el cobertizo, cuando vi a mi padre montar a Luna, pantalones abajo, babeaba con los ojos en blanco. Me quedé ahí hasta que llegó la noche y comenzaron a buscarme, gritaban mi nombre, un nombre, y yo que había hecho una cama en la paja, ya no quise moverme. Al día siguiente, entré por la puerta de la cocina y vi echada a Luna comiendo unas sobras, tomé leche y sin mirar a la hermana de mi padre, le dije que quería irme de vuelta a la casa de mi abuela, que ese no era mi padre. Tuve que esperar el tren más de seis horas para regresar con la abuela. Los días transcurrieron —como en cualquier pueblo— tranquilos, aburridos y tibios, pero la noche en que cumplí doce años desperté sudando, en sueños yo era quien montaba a Luna y babeaba hasta que ella aullaba de placer, mi ropa interior estaba mojada y la cama fue testigo de lo que en ese momento no sabía que era el pecado, pero yo era el diablo, me lo dijo el cura, porque cómo podía inventar una cosa así sobre mi padre, ese hombre bueno, viudo, que se hacía cargo de su hermana enferma y una granja abandonada. Sí, yo era el diablo, había algo malo en mí y lo encontraría si miraba con atención en el espejo. Esa tarde al llegar a casa de la iglesia quise decirle a la abuela que aceptaba el internado, que estaba de acuerdo en hacerme hombre, pero la abuela ya no me miraba, se mecía en su silla de descanso con la boca abierta y un par de moscas dibujando círculos en su cara. La enterramos al día siguiente y yo busqué por la casa los papeles para irme al internado, aún no podría irme. La edad de afuera no era la de adentro. 

Cada día me bañaba en punto de las cinco cuarenta con agua fría y hacía todo el ejercicio posible y aun así soñaba, mojaba la ropa, volvía a bañarme, sin importar la hora. Así cumplí 16 años, no me gustaba hablar con la gente, ¿quépodía decirles? ¿Que yo era el del padre que en su granja se montaba a una collie, que había sido mi compañera y ahora no sabía qué era? Si es que no estaba muerta, como la abuela y sus moscas en la cara o la hermana de mi padre que se sentaba en mi cama a meter su mano en mi entrepierna y frotarme del vientre hacia abajo, repitiendo: “no te muevas, esto es una punta, si te mueves te corto el pellejo, te lo corto, te corto el colorado”.

Una noche dejé de soñar, porque no podía dormir, me vi al espejo, yo era El Ruletas, “Pones una bala en la recámara, maricón, la cierras, giras y te la pones a un lado y gatillas, si no te toca, note toca”. No me tocó y hasta después de la secundaria me dijeron El Ruletas, sentía que la sangre se me congelaba, pero yo no temía jalar al gatillo, hubo alguna detonación —¡claro!—, y el juego ganó a un par de compañeros que según los demás ya eran cartuchos quemados, pero no a mí. El primero de los cartuchos que se quemó, me hizo verme al espejo por un largo rato, fue ahí que encontré una mancha de sangre en el ojo izquierdo, nada particular, hasta más tarde que pude ver con claridad una cola amarilla, estaba adentro, se movía. Tomé un pañuelo para saber si era una sensación creada y lo coloqué sobre el párpado, el pañuelo se resbaló y entendí que era a causa del movimiento: siempre había estado dentro de mí. Volví a fijar la vista en el espejo y creí ver su cabeza, una cabeza pequeña, diminuta, con los ojos saltones, también mínimos, se movía y ardía. 

También me conocían como El Rojo, me apodaron así desde el día en que en el colegio me sorprendieron en la alberca tirándome del trampolín de 30 metros de espalda, sentí la espalda roja al salir, pero tenía todo el cuerpo rojo, como si algo adentro me hubiera estallado. Me llevaron a enfermería y dijeron que parecía sólo una reacción al cloro, pero se me quedó El Rojo. No me molestaba. Para mí, desde aquel día todo tuvo sentido, en el ojo vivía El Amarillo y yo era algo como su contraste.

Cuando pude hablar con el médico que me atendió por el ojo izquierdo, le expliqué con detalle lo que sucedía, pero su actitud indulgente me hizo saber que no sólo no me creía si no que desconfiaba de cada una de mis palabras. “Te dicen El Rojo y adentro de ti vive un animal que se arrastra y le llamas El Amarillo… Muy bien ¿Y recuerdas tu nombre?”. Traté de explicarle que eso no tenía importancia, que finalmente el corte que me hice en los testículos sólo fue para impedir que se siguiera alimentando de mí El Amarillo, pero no quiso creerme, me mandó a casa con una bolsa de medicinas y la prohibición de acercarme al espejo, pero no quise evitarlo, me puse frente a uno y vi que se movía con rapidez entre mis ojos, la cola, la cabeza, los ojos me lloraban y El Amarillo corría y me pisaba las membranas de los ojos y sus orines me quemaban las mejillas, hasta que por la nariz comenzó a escurrirme un líquido blancuzco que sólo yo sabía que era su cuerpo. Tuve que hacerlo, tomé el alfiler y entré, seguro le pisé la cola porque de inmediato el agua siguió corriendo por las mejillas y el calor se volvió insoportable, comencé a sangrar y El Amarillo se salió, lo vi irse, luego desperté en el hospital. Al tercer día sentí su cola en el ojo derecho, quise retirarla para que no se reprodujera y me acerqué con cuidado a cerrar la puerta, tomé la aguja del brazo y fui al baño, no había un espejo y me fui al excusado, con el reflejo del agua era suficiente: enterré la aguja esperando tener suerte y hacerlo de un único golpe. No lo he conseguido, por eso estoy aquí, imaginando que es la primera hora del día, esperando a que me digan que ya no soy El Rojo, que soy El Amarillo, que mi nombre es otro y por favor, que mi padre está muerto y que su hermana tampoco consiguió salir de la casa en el incendio ese que dicen que tuvo su granja, en el que me cayó esa punta de paja chamuscada en el ojo izquierdo, cuando me retiraba.