Estaba sentada, como todas las mañanas en la misma mesa de siempre, una mesa por demás caótica, entre las tareas de Imanol, los recibos de luz, las salsas picantes de la cena de anoche, mis cuadernos y el celular que no deja de sonar. Yo, cansada, mal dormida y pensando, supongo, en terminar las tareas del diplomado, la investigación que no tiene ni pies ni cabeza y la comida de mañana para todo el salón de clases.
Y entonces volvieron los cólicos de mierda. Malditos cólicos. Detesto la menstruación, en realidad no tiene una función en mi cuerpo. Estoy condenada con la endometriosis, los quistes en el ovario izquierdo, un ovario que no cumple función alguna en mi cuerpo, salvo el de ocupar espacio. No iré al médico. No tengo dinero y los médicos me quitan tiempo. Tampoco iré al nutricionista, ni al dentista. Ni a nada. Me quedaré aquí mirando la pantalla de mi computadora esperando el fin de semana para ver una peli o dos de Adam Sandler, las mismas de siempre. Y reírnos de los chistes de siempre. Y que Imanol diga que detesta mi risa. Estoy pensando en los chilaquiles que comeré el sábado o el domingo y no en este plato soso de avena.
¿Qué hago con mi dolor? Quisiera que se calle, que deje de dolerme pero eso no pasará. Si el dolor continúa tendré que dejar las tareas para otro momento y ni qué decir de la investigación. La pomada azul suele aliviar un poco todo, la busco porque sé que también está en la mesa, pero no sé exactamente dónde. ¡Esto es una mierda, todo es un desastre!, al fin la encuentro al lado del hummus y los panes de pita. La tomo, pongo un poco entre mis manos y froto con rabia mi vientre. La perra ésta se pone a ladrar. ¡Ya, Jacinta, ¿a quién carajo ladras?, si tú no escuchas nada!, ¡para ya!, ¡cállate!
El interfón comienza a sonar, seguro me dirán que hay que pagar el gas, la luz, el internet, cualquier cosa. Señora –me dice el portero– sí, dígame (en el fondo es un “¿sí, ahora con qué va a joderme?”). La buscan, me dice. Y salgo sin bañarme, con las chanclas mal puestas, apestando a crema azul y a sangre. En realidad me importa poco cómo me vean, ni quién sea la persona que me busca.
Y veo a un mocoso de unos ocho años en la puerta de mi casa con una mochila, un libro y una hojita donde viene mi dirección, mi celular y el nombre de Imanol. ¿Quién eres?, le pregunto. Yo –contesta– y me sonríe.
Me quedo mirándolo y él a mí. Soy yo, ¿te acuerdas? Me fui un 22 de diciembre, dos días antes de Navidad. La Navidad que maldijiste a todos y que no paraste de llorar. No le entiendo, no sé de qué Navidad me habla.
Soy yo el que nunca pudo ser. Y vengo a verte a ti y a Imanol. ¿Tú?, ¿quién es tú? –le pregunto– Me abraza tan fuerte que me pongo a llorar (a mí no me gustan los abrazos y menos de un extraño). Pero lloro con un llanto lejano, en realidad, grito con mi llanto. Y me seca las lágrimas.
Es él. El que se fue aquel diciembre. Ya sé quién es.
Y sé a qué viene. Viene a conocernos.
A su madre y a su hermano menor.
Me toca mi vientre y me pregunta, ¿te duele mucho?
Me agacho para verle mejor y le contesto: ¿cuál dolor?