Cuento «El regreso del pistolero» por Jesús Marín

Vine a Durango a matar a John Wayne. El mejor pistolero de estas tierras. Y en mi oficio no hay lugar más que para uno. Los parroquianos de la cantina Belmont se quedan boquiabiertos. Ésta es una película de vaqueros. El hombre está ahí, frente a ellos. Nadie pronuncia palabra. Algunos con la cerveza a medio camino. Diez de la noche y la tranquilidad a punto de quebrarse. Hasta el volumen de la televisión, empotrada en un rincón del local, se opaca al escuchar la voz de aquel hombre, con barba de varios días, moreno, requemado por el sol, con un jorongo que le cubre medio cuerpo, ocultando donde tiene las manos y lo que esconde debajo. Una tejana negra, chamuscada, disimula parcialmente sus pormenores. Me dijeron que aquí me podían informar. Pregunta despacio, soltando las sílabas poco a poco, mientras masca tabaco entre sus amarillentos dientes. ¿Dónde está el gringo? Quiero demostrar cuál de los dos es el más chingón. Con un movimiento rapidísimo pone la mano izquierda sobre el mostrador, tan veloz que el cantinero apenas tiene tiempo de atrapar.

El vaso de cristal que se tambalea ante la ráfaga de viento helado, de frío viento de muerte. La otra permanece agazapada en el jorongo, como esperando su oportunidad. El cantinero apaga la televisión. El rostro le parece familiar, lo ha visto en alguna parte, pero, ¿dónde? Sírvame algo para el cansancio, amigo. Ordena más que pedir. El cantinero le pone una cerveza sobre la barra, el hombre la bebe, hace gestos y la escupe sobre el piso, ¿qué demonios es esto?, el mezcal generosamente vertido en el vaso parece calmarlo. Ah chingón, esto sí esta bueno. Ya con más dominio del lugar, se dedica a mirar uno a uno a los clientes, a ver tú, el ciego, el de la guitarra, toca algo. No le responden. Las fotografías en las paredes lo miran fijamente. Hombres a caballo, vaqueros sonrientes, indios impasibles, generales revolucionarios, hombres valientes. Y esos, ¿quiénes son? Gente que pasó por esta cantina. Gente que filmó en Durango, señor. Mire aquel güerito, el grandote, es el hombre que usted busca… No terminó de señalarlo cuando aquello se convirtió en el infierno; mano y pistola actuaban en mortíferos relámpagos.

Fueron seis disparos. Lo cierto es que bajo el jorongo se escondía un cinto de cuero, una funda a la altura del muslo y dentro una Colt, brillante, plateada, de lado izquierdo. De lado derecho no necesitaba. Una Colt igualita a la que tiene el cantinero en la pared detrás de la barra, justo entre el sombrero de Gregory Peck y el penacho de Pluma Blanca. El vaso de mezcal por los aires y para cuando retoma vuelo para estrellarse, la pistola en la zurda, como por arte de magia. Luego dijeron que ya traía la pistola en la mano desde que entró. Pero entonces con cuál tomó su mezcal. Nadie supo dar razón. El miedo es lo más cercano a la ceguera. Tras la humareda, el rostro del cantinero emerge por encima de la barra, inundado por un color amarillo cenizo. El ciego levanta por encima de sus cejas los lentes oscuros, tratando de mirar algo más que oscuridad, la guitarra en la mesa, olvidada. Los parroquianos, cada uno tratando de mostrar menos miedo que el otro, intentaban hablar. El hombre da varios giros al revólver tomando con punto de apoyo el medio aro alrededor del gatillo. Barre el humo del cañón con un soplido. Enfunda sin dejar de mirar en derredor, se dirige al tipo que acababa de balacear. Lo sabía, eres un cobarde. Ahora a ver si siguen diciendo que eres el mejor pistolero del oeste. Se acomoda la tejana, suspira y lanza una moneda al mostrador. La moneda gira en el aire, el hombre se dirige a la salida. El taconeo es lo único que se escucha. El rasgueo de sus espuelas confirma que allá afuera debe haber un caballo esperándolo. La moneda nunca acaba de caer. El olor a pólvora invade la cantina. En la pared, seis agujeros, mudos testigos. Seis plomazos formando un pequeño círculo. En el suelo yace John Wayne, con el rostro destrozado. Trascurridos unos minutos, el cantinero es el primero en reaccionar. Coge el teléfono: ¿pueden enviar una patrulla al Belmont? En la pared, el rostro del asesino de John Wayne lo mira sonriente. Debajo de la foto, Tunco Maclovio. Julio Alemán, 19… No termina de hablar cuando una bala surgida del cuadro le destroza la frente. Así mueren los traidores, parece decir el Tunco desde su prisión de papel.