Cuento «El refugio» por Aldonza González

Eva estaba sentada frente a su escritorio, con las manos en las sienes y un libro abierto frente a ella. Intentaba estudiar pero el ruido que le llegaba del salón la sacaba de su lectura cada dos o tres líneas. Su madre había escogido precisamente la víspera de su examen final para invitar a los chavales que vivían en el piso de arriba a tomar unas copas. Y estaban montando tremenda bacanal.

El reloj daba las 9 de la noche. Eva bostezó y volvió a concentrarse en su libro. Si no aprobaba con buena nota, adiós a todas las esperanzas de conseguir una beca para la universidad, esa que se encontraba lejos de casa y con la que podría poner unos cuantos buenos kilómetros de por medio entre su madre y ella.

El estruendo de una carcajada grupal le hizo apartar de nuevo los ojos de su lectura. Se levantó y se acercó a la puerta, pero no se atrevió a abrirla. Se limitó a negar con la cabeza, maldiciendo entre dientes a sus vecinos, a su madre, al alcohol y a sus circunstancias.

—Tu hija es muy bonita. ¿Cuántos años tiene? —escuchó decir a uno de los jóvenes.

—Diecisiete. ¿Te gusta? Si quieres la llamo y que se tome algo con nosotros —dijo la madre, arrastrando la lengua al hablar.

Una fuerte taquicardia se apoderó de Eva cuando oyó que su madre empezaba a llamarla y que las voces se acercaban a su habitación. Sin pensárselo dos veces, cogió el libro, abrió la ventana y saltó hacia el patio de luces, con tan mala suerte que se golpeó la rodilla contra un cubo de basura. A pesar de tener la pierna magullada y el pantalón de chándal roto, corrió hacia la salida y siguió corriendo calle abajo. Una vez llegada a la esquina, se percató de que el esfuerzo le había acabado de fastidiar la rodilla. Cojeó todo el camino hasta la boca del metro más cercana. No sabía a dónde ir, pero le daba pánico volver a casa. Su madre estaría furiosa y los babosos del primer piso seguro seguirían ahí, esperando para intentar propasarse.

Llegó al andén y se sentó en una de las bancas. Una agente de seguridad la observaba desde lejos. Le llamó la atención que Eva dejara pasar varios trenes sin siquiera molestarse en mirar a los pasajeros que desfilaban frente a ella y cuando vio que, después de 15 minutos, seguía ahí, se le acercó. Se fijó en su rodilla ensangrentada y en el libro que sostenía en las manos.

—Hola —le dijo— ¿Estás bien?

—Sí, gracias —respondió Eva con timidez.

—¿Qué estudias?

—Física. O por lo menos eso intento. En casa, no se puede.

—¿Sabes? Yo también alguna vez pasé por eso. Quería ser mejor, estar mejor, pero no me dejaban. Es difícil ¿no?

—Sí, muy difícil —dijo Eva, haciendo un esfuerzo por no llorar.

La oficial guardó silencio un momento. Después buscó en sus bolsillos hasta encontrar una tarjeta que entregó a la chica.

—Existen lugares que apoyan jóvenes en tus circunstancias. Aquí, por ejemplo —dijo señalando el nombre impreso en la tarjeta—. Si les sabes explicar bien tu situación, tal vez te dejen pasar la noche ahí. Tienen biblioteca y habitaciones de huéspedes. Podrías estudiar y presentarte mañana a la escuela. Ya luego te preocupas por solucionar las cosas en tu casa.

Eva titubeó un poco pero se convenció de que era mejor pasar el examen y luego enfrentarse a su madre. Si volvía a casa ahora su madre pasaría toda la madrugada atormentándola y, probablemente, ni siquiera asistiría a clases al siguiente día. No podía perder esa oportunidad. No ahora que estaba tan cerca. Le dio gracias a la mujer y se puso de pie para coger el metro.

—¡Cuídate mucho! —le gritó la agente desde el andén cuando Eva se subió al vagón.

El trayecto duró menos de lo que esperaba. Después de recorrer cuatro estaciones y de andar diez minutos, encontró la calle y el número señalado en la tarjeta. Parecía una casa grande a juzgar por el gran muro blanco detrás del que se escondía. Tocó el timbre. Un hombre corpulento le abrió la puerta y, nada más entrar, Eva supo que se había equivocado.

Cinco años después, una mujer de pelo cano enmarañado y aliento a alcohol recorrería las calles del centro, con la mirada perdida y el rostro hinchado. Caminaría, como cada mañana, chocando con los transeúnte, implorándoles información sobre su hija desaparecida. Del otro lado de la calle, una joven que alguna vez soñó con ir a la universidad recibiría un cliente tras otro, ante la atenta vigilancia de sus captores.