Cuento «El olor del cempasúchil» por Federico Ballí

La esperábamos reunidos en el comedor. Nunca tuvo una hora de llegada fija. Se movía a su propio tiempo. Lo único seguro era que, sin falta, entraba en nuestra casa el primer día de noviembre. Desde que tengo memoria, ha sido así. Pasa sin pedir permiso y se va algunos minutos después con aire despreocupado. No habla, no hace ruido, ni siquiera nos presta atención.

Recuerdo que cuando era chico me daba miedo. Algo de su presencia me hacía sentir intranquilo. Muchas veces quise preguntar a mis papás por qué la dejaban pasearse por la casa sin decirle nada; muchas veces estuve a nada de reprochar todos los preparativos que le hacían. Siempre me acobardé. Frente a ella, mis padres parecían empequeñecerse. A pesar de su aspecto pálido y su baja estatura, en cuanto entraba, mi padre y madre abandonaban sus tareas y la observaban como hipnotizados. Yo me deslizaba hacia mi cuarto y permanecía ahí hasta que los escuchaba conversar, señal segura de que ya se había marchado.

Al crecer, mi curiosidad superó el miedo y poco a poco aplacé la huida a mi cuarto hasta que, un día, me quedé observándola con la misma fascinación con que lo hacían mis padres. Algo de magnético tenía su andar; algo de elegantes, las piruetas con las que se deslizaba por la habitación.

Mis padres nunca me dijeron nada sobre ella. Supongo que dieron por hecho que en algún momento lo entendería. Las pocas veces que la mencionaban era para recordar que se acercaba su visita. Mamá siempre era la encargada de los preparativos. Nos indicaba lo que debíamos comprar: frutas, flores y dulces que después acomodábamos como si quisiéramos deleitar el paladar mediante la vista. Esta vez, sin embargo, una fiebre repentina y un dolor de espalda obligaron a mi madre a reposar y fui yo quien se encargó de los preparativos.

Una plenitud infantil revivió en mí mientras acomodaba velas y frutas de tal forma que imitaran el patrón de las calaveritas de azúcar. En un inicio, se me ocurrió hacer un camino con hojas de cempasúchil; pero como mi papá, descuidado, las desacomodaba una y otra vez, decidí juntar todos los pétalos como si crearan una cama frente al altar.

Ella llegó cuando papá y yo reposábamos la comida. Mamá, que se había recostado en el sillón de la sala, se incorporó para acompañarnos. Los tres seguimos su hipnótica figura con la mirada. Su presencia era tan pesada que me dificultaba la respiración; sus brazos se movían como aire materializado; sus pies parecían seguir una danza de la que sólo ella conocía el ritmo. Se paseó frente al altar tres veces. Con los ojos lo devoraba todo: ahora veía los dulces, ahora las flores, ahora el patrón dibujado por velas y frutas. Me pareció escuchar una risa alegre. Se arrodilló en la cama de pétalos e inhaló como si quisiera recordar el olor del cempasúchil. Retuve la respiración. Todo duró un instante pero sentí como si aquellos segundos hubieran sido de más importancia que días enteros.

Ella se incorporó, dio media vuelta, lanzó una mirada en nuestra dirección y le hizo una seña a mamá, que se levantó para salir tras ella.

 

 

 

Semblanza:

Federico Ballí (Ciudad de México, 1986) narrador, poeta y ensayista. En el 2014 realizó su primera publicación con el poema “La sepultura del amante”. Ha colaborado con la revista Nocturnario con los poemas “Otoño de memorias” y “Un verso improvisado”; el cuento “Canción de cuna”, y el ensayo “Recomendaciones para un buen suicidio”. En el 2017 colaboró como dictaminador de cuento para la revista La Colmena. Ha asistido a cursos relacionados con cuento y creación de personajes en la Unidad de Vinculación Artística (UVA) de la UNAM. En la actualidad estudia en el Centro de Cultura Casa Lamm y se encuentra trabajando en su primera novela y en un blog personal relacionado con la literatura.