Cuento «El minotauro» por Mauricio Vega Vivas

Mientras permanecía de pie, anonadado, delante de los muros de piedra caliza que le cercaban, alzó la cabeza y miró unos instantes hacia las alturas. Un cielo oscuro, cuajado de estrellas, cubría la bóveda celeste.

Permaneció inmóvil un momento más debajo de la antorcha encendida que alumbraba el pasillo, tratando de aclararse. Pensó en un sueño. Y decidió entonces simplemente aguardar para abrir los párpados de nuevo sobre su lecho, al lado del cuerpo tibio de su mujer.

Sin embargo, nada de eso ocurrió.

Vacilante y ofuscado, echó finalmente a andar. Al final del pasillo aquel torció a la derecha, y un pasadizo idéntico apareció delante de sus narices, largo y desolado como el anterior; alumbrado por la luz pálida de las antorchas.

Marchó, pues, un buen rato por los análogos callejones y pasadizos, donde resonaban sus pasos en medio del silencio más desolador, hasta arribar finalmente a una encrucijada. Sin pensarlo mucho, optó por el corredor que se abría a su izquierda; pero veinte metros adelante un muro clausurado le cerró el paso. Volvió atrás, y tomó con zozobra el pasillo alterno.

Casi una hora después, los pasillos enredados, las infinitas encrucijadas y los muchos muros clausurados, le convencieron por fin del género de lugar donde se encontraba.

Los altos muros de piedra caliza, tan altos como dos hombres de estatura regular, no le ofrecían mayor referencia. Ningún indicio sobre su ubicación geográfica o temporal.

Al cabo de deambular por aquel laberinto en penumbras, se percató de un par de anomalías que le hicieron detenerse. No sufría cansancio, ni padecía hambre ni sed. Pero tampoco las estrellas hacían su recorrido habitual sobre su cabeza. La noche era imperturbable. Idéntica de un minuto a otro. Ni calor ni frío. Sólo un cielo monótonamente claro, cuajado de estrellas. Y él al centro de ese laberinto monótono e inexplicable.

Sentado poco después debajo de otra de las antorchas ubicadas a lo largo de los pasillos, que ni menguaban ni se extinguían, hizo un último intento por abandonar aquella horrenda pesadilla, apretando enérgicamente los párpados. Pero nada distinto ocurrió tampoco. Abatido al fin, encogió las piernas y se cubrió el rostro con las manos, sumido en la desesperación.

Entonces escuchó por primera vez los bramidos de la bestia.

Poniéndose de pie de un salto, oyó atento. Aquel rumor oscilaba en el aire, arrastrado por la ventisca que se estrujaba por los pasillos y las encrucijadas.

Recargado ahora contra el muro, hurgó de pronto en los bolsillos de su pantalón. Dentro halló una llave grande y herrumbrosa, atada a un sucio cordón. No recordaba haberla puesto allí. Tampoco sabía qué abría o cerraba.

Como un lúgubre llamado, los bramidos de la bestia se repitieron, chirriando por los callejones desolados.

Un miedo irracional comenzó a apoderarse de su cabeza.

A poco, los bramidos se escucharon con más claridad. La bestia se acercaba. Sudando copiosamente, Marcial Garrido se enjugó la frente húmeda con un brazo, mientras el sudor empapaba ya su espalda, invadido por el terror.

Asomando la cabeza por la esquina del pasillo, titubeante y tembloroso, lo descubrió al fin. En el otro extremo del pasillo, el minotauro desollaba rabioso una presa.

Marcial corría ahora sin volver la vista atrás, tratando de escapar de la infernal criatura.

En su diestra, hecha un puño, sujetaba la herrumbrosa llave atada al mugriento cordón. Ahora sabía con certeza para qué podría servirle.

 

 

 

Semblanza:

Mauricio Vega Vivas (México, 1965) Es escritor y artista visual. Ha obtenido, entre otras distinciones, el Primer lugar en el Concurso de Cuento CASUL 2011, de la Casa Universitaria del Libro de la UNAM, con el cuento El pintor de retratos. Y el tercer lugar en el Segundo Concurso de Cuento Infantil Porrúa-Secretaría de Turismo Rincones Mágicos de México; con el cuento La ciudad bajo la ciudad. Que forma parte actualmente de su colección infantil Gusano de luz, y cuenta ya con dos ediciones.