Cuento «El hombre que desaparecía juguetes» por Jaime Zarate León

El tráfico se hacía cada vez más denso; el volumen de vehículos aumentaba por segundos; motociclistas apresurados zigzagueaban entre los carros; ciclistas en medio de la vía obviaban la ciclovía y marchaban a la par del tráfico en la calzada; peatones a punto de saltar la calle y cruzar muchos metros antes de los semáforos por entre el humo de los grandes camiones. Un policía de tránsito, solitario él, buscaba darle orden a semejante tropel; algo conseguía mientras el semáforo en rojo detenía el tráfico en una intersección con gran volumen de tráfico. El amarillo desataba la locura y todos a uno saltaban cual canguros alocados en busca de su destino.

Arturo observaba todo aquello en medio de meditaciones insolubles, postrado tras el volante en un carro de modelo que pasaba de los diez años; gris su color, de líneas rectas y poco agraciadas, con apenas unos rasguños, producto del paso afanado de motociclistas que recostados sobre el coche dejaron su impronta de soberbia, egoísmo y afán juntos. Al reemprender la marcha sin excepción el vehículo de adelante siempre le tomaba buena ventaja, acción que permitía a los demás pasar adelante suyo con una velocidad digna de leopardos; se decía si mismo que no era un conductor de este mundo… no era la única acción que lo desconcertaba por decir lo menos. En la vía está reflejado el carácter de la sociedad en la que se vive hoy en día, meditaba, mientras esperaba un nuevo cambio de luz… Desde el ciclista que va rumbo a su trabajo ataviado de su casco protector, luz trasera intermitente, su chaleco con bandas reflectivas a la espalda y correctamente montado en la ciclovía; pasando por el vendedor o mensajero tal vez, que con su moto atareada con un cajón enorme a sus espaldas serpentea por entre las calzadas y las hileras de autos. Una madre con su coche busca apresurada pasar la calle, impaciente mira el semáforo que inerme él, le muestra un color rojo que la desespera; el trabajo no da espera y de seguro ya va tarde. En cada esquina que se detiene Arturo observa una jungla diferente; hombres en un overol verdoso ofrecen bebidas, niñas con caramelos de marcas irreconocibles se acercan a las ventanas para ofrecer su producto, seres desaliñados y quemados por el tiempo; más que limpiar esparcen el polvo en los parabrisas de los coches a expensas del distraído conductor, que sólo atina a gesticular desesperado su renuencia a tan distinguido servicio; tarde es y la mano extendida del sujeto no le deja duda que tiene que ofrecerle una moneda so pena como mínimo de ganarse uno que otro madrazo… cabe destacar que sus clientes preferidos para estos hombres y mujeres; pues también están ellas presentes con sus utensilios de limpieza, son las mujeres; asustadizas muchas de ellas, que por lo general van en coches pequeños con los vidrios arriba, lo que no les impide realizar su tarea para luego extender la mano.

La variedad de carros no es determinante en cuanto al comportamiento de sus conductores, sólo el poder de aceleración y la pericia u osadía marcan la pauta del accionar. El vehículo de gama alta hace alarde de su poder de marcha, quien dirige el timón hace valer los millones sobre los que está montado y en fracción de segundos está frenando en el semáforo distante que en rojo lo detiene en el siguiente cruce; poco le importa… allí repetirá la acción, hasta encontrar un poco de libertad y dejar volar su pie en el pedal. Los que no tienen poder de marcha se valen del atrevimiento, marchan con poca deferencia para con los demás y si tienen que meter la nariz de su carro por un espacio que se cierra lo hacen con tal de pasar por delante del otro o no dejar cambiar el carril a quien así lo requiere.

Son apenas unas de las pocas cosas que en el transcurso de pocos metros se vive en cualquier tramo de vía de la ciudad y, Arturo enfrenta día a día en su labor. Mayormente lo toma con calma; la conducción de su vehículo la hace mirando más allá del tercer carro que tiene por delante, toma referencia al que tiene atrás y mantiene atento los costados de su “juguete” como le dice a su carro; sabe que esta actitud requiere constancia y tolerancia, quizás el ejemplo pueda sembrar en un atarban algo de cortesía, lo duda realmente pero no se desanima.

Son las cinco y treinta de la madrugada y el sol aún no deja ver sus rayos acariciadores; la oscuridad, el frío y una densa niebla dan marco al trayecto que toma esa madrugada. Toma el carril de la derecha por norma… a pesar de los buses y taxis que suelen detenerse a menudo, no falta el camión de carga que estacionado es descargado o cargado no hay diferencia, por coteros parsimoniosos ajenos al atasco que hace el vehículo sujeto de su trabajo. El mayor rendimiento comparado con los otros carriles es notorio a pesar de ellos. De vez en cuando tiene que tomar el carril del centro para retomar su carril a la derecha ya que alguno de estos por decirlo de alguna manera, obstáculos, está parqueado inamoviblemente en cualquier lugar. La direccional izquierda de su coche parece decirle al conductor que viene por su izquierda que acelere, que no lo deje ingresar y así consecutivamente con los demás. A fuerza de constancia logra cambiar de línea no sin forzar la acción y sigue avanzando. En una de estas acciones al regresar a su carril un automóvil de gama media de manera abrupta pasa a su lado y se coloca diagonalmente al frente de su carro; de dicho vehículo emerge un individuo impecablemente acicalado; trasciende a un olor a colonia con fragancia a madera seca. Las maneras y el vocabulario del conductor desdicen de la vestimenta; palabras de grueso calibre se escuchan en medio del tronar del ambiente, Arturo sin entender la razón de semejante alharaca, pliega el vidrio de su puerta y, pregunta. —¿Qué le pasa, se ha vuelto usted loco? No he tocado su carro, ¿por qué el escandalo? El individuo sigue con su sartal de groserías y amenazas; no escucha nada y a nadie. Los pitos y la gritería de los demás que pasan al lado, no lo inmuta… Empieza a formarse un trancón y Arturo tiene prisa; además pocas ganas de discutir. Se baja del carro para tratar de saber la razón de tan inmenso drama, le da una vuelta al vehículo del sujeto y no encuentra ninguna huella de golpe o algo parecido. —Su carro no tiene nada señor, por qué molesta —le dice al sujeto. El individuo lo mira con asombro como quien observa un espanto. —¿Cómo que mi carro no tiene nada? —le responde. Se dirige al costado derecho del carro en busca del supuesto golpe, para enrostrárselo a Arturo. No encontró nada; el negro brillante del flamante carro lucía impecable. El pobre hombre no entendía nada. Arturo, rosa con la punta de los dedos de su mano derecha el baúl del carro negro y sube a su carro dispuesto a marcharse, el conductor del carro negro no salía de su asombro; se rascaba la cabeza buscando una explicación que por supuesto no tenía. Al subir a su carro Jaime encuentra el camino despejado, el carro negro ya no estaba y pensó que el hombre con su enojo entre su ego se había marchado; cuál no fue su sorpresa cuando en su ventana el rostro de un hombre colorado gritaba más incoherencias. Bajó el vidrio con calma a la vez que le decía al hombre. —Pensé que se había marchado, su carro no está ya. Sin pensárselo mucho, Arturo puso en marcha su vehículo y se marchó del lugar, no sin dejar de observar por el retrovisor el rostro estupefacto del elegante pero grosero individuo…

En el transcurso de ese día, por extraño que fuera en su cotidiano rodar por la ciudad; pues nunca hasta ese día los incidentes con otros actores de la vía eran cosa rara. La última vez que tuvo un incidente se remontaba a unos seis años atrás, cuatro en una misma jornada rondaban en lo surrealista; todos con razones sin sentido.

A eso del mediodía se encontró con un motociclista loco que le gritaba desde el fondo de su casco —¡viejo imbécil! La vía es de todos, si no puede quédese en su casa. Imaginó que el hombre se molestó porque no quiso adelantar un ciclista imprudente para dejarlo pasar a él, para su sorpresa el de la moto se bajó y empezó a golpear con una de sus manos el costado derecho del carro retándolo a que se bajara. Aunque prevenido de alguna mala acción del hombre se bajó para tratar de calmar al personaje, se dirigió a la moto, la recorrió con una mano sobre la silla buscando algún daño, no lo encontró. Buscó al motociclista, que parado frente a su carro, pretendía supuestamente impedir su marcha, Arturo no quiso pararle bolas y se dirigió a su carro mientras le decía al encascado conductor —no tiene nada su moto señor, siga su marcha por favor —en un tono amable y cordial se dirigió al alterado motociclista. El hombre fue tras el en busca de furrusca. Ya dentro de su “juguete” y mirar adelante tras el volante, la moto ya no estaba, le señaló al alterado sujeto con un ademán de interrogación la ausencia de la moto. Con el camino despejado siguió su camino, dejando sobre la acera al motociclista en medio de unos gritos angustiados —¡Me robaron la moto, me robaron la moto!

Las cosas empeoraron muy pronto. Antes de llegar a su destino un bus de gran tamaño lo envistió por atrás; no había razón lógica para que ocurriera tal cosa. La velocidad en la vía no superaba los veinte kilómetros hora, sin obstáculos importantes ni acción imprevista de su parte segundos antes. Descendió del carro en búsqueda de daños en su “juguete”, al observar, encontró sólo una pequeña abolladura que no revestía gravedad —No es de importancia, no valdrá mucho el arreglo —pensó. Para su sorpresa un personaje canoso que al parecer era el conductor del monumental vehículo se le vino encima reclamándole por lo sucedido —Como es que frena de improviso so atarantado, mire lo que me hizo hacer —señalando los daños del bus. Estropicios que no concordaban con los de su pequeño juguete, ya que presentaba unos daños considerables en todo el frente; estupefacto Arturo no se lo podía creer, cómo era posible tal cosa. La discusión del responsable se extendía por minutos interminables y el viejo canoso aumentaba su ira por segundos; Arturo no sabía realmente qué hacer, los daños de su carro no lo afectaban demasiado, si fuera por él se marcharía y dejaba el asunto así, pero el iracundo sujeto no soltaba prenda y pretendía que Jaime le pagara los daños; por supuesto que no pagaría por daños no ocasionados por él o por su supuesta mala acción con el conductor del bus. Recorrió el contorno del aparatoso vehículo, encontrando que se encontraba golpeado por todos lados, pasó sus dedos por una estrella de tres puntas unidas por un círculo plateado brillante; emblema del constructor del bus, regresó con el descompuesto conductor en búsqueda de una solución… no hallándola —será necesario llamar al tránsito (autoridad encargada de los asuntos de la circulación en la ciudad) —dijo al fin Arturo. El anciano pálido como la fría tarde bajó el tono de voz. —No creo que sea necesario, nos la podemos arreglar acá mismo, me das algo justo y no armamos más lio —le contestó en tono conciliador. —Ni de fundas crea que le daré dinero por algo de lo que no soy responsable —le respondió Jaime. Se enfrascaron en una discusión sin salida; los pitos de los carros que gritaban el despeje de la vía; el afán propio de una vía concurrida; un pequeño tumulto de gentes curiosas que aconsejaban, opinaban o se entrometían si saber realmente lo que pasó distrajo al anciano y a Arturo. Sin más el destartalado bus desapareció, los pitos cesaron, los curiosos no existían. Solos, el viejo y Arturo se encontraron tras el pequeño carro gris, se miraban sin entender qué había pasado, un frío helado los recorrió de pies a cabeza, Arturo subió a su carro y disparado cual cohete se alejó del lugar; esta vez no quiso mirar tras el espejo retrovisor, imaginó el rostro del anciano y vio un rostro cargado de mil arrugas que expresaban una profunda soledad.

Con los nervios de punta Arturo condujo rumbo a su casa; todavía tenía cosas que hacer. Los hechos hasta ahora sucedidos marearon su cuerpo, su mente y su espíritu. El miedo se apoderó de su cuerpo, un escalofrío incontenible lo sacudía, le parecieron horas estando a pocos minutos de su casa lo que tardó en llegar.

Faltando un par de cuadras, un pequeño en su bicicleta se le vino encima por el costado izquierdo luego de girar en la última esquina antes de llegar a su apartamento, le golpeó la puerta y cayó al suelo, ágil el chico se levantó sacudiéndose el pantalón; no le había pasado nada, sólo el susto. Arturo tardó unos eternos segundos en reaccionar. Descendió del carro, examinó al asustado muchacho y a su bicicleta, estaban en perfectas condiciones; respiró aliviado y no sin antes de regresar a su carro le dio su buen sermón al atolondrado y joven ciclista. Al retomar el volante, pelafustán y bicicleta ya no estaban.

Un enérgico sonido de alarma tronó en la habitación, la oscuridad era completa, un silencio roto y Arturo se despierta agotado, sudoroso y desorientado. —Un mal sueño como muchos que me acompañan estos días —atinó a decir en voz alta. Se duchó, lavó la boca, acicaló de ropas limpias y salió en búsqueda de su carro para salir a trabajar. En el lugar que ocupaba su “juguete” encontró a cambio una caja de cartón pequeña que al indagar presuroso en su interior se encontró con un carro color negro brillante, una motocicleta roja, un bus blanco destartalado sin dos ruedas, un ciclista y su carro gris todos en miniatura y una bolsa plástica negra eran su contenido. Al vaciar el contenido de la bolsa sobre el piso se escurrieron aproximadamente veinte figuras plásticas de sendos personajes que representaban a hombres y mujeres que personalizaban a obreros de una factoría cualquiera.

—¡El Bus! —gritó espantado.