La primera vez contemplé mi cadáver como todos los hombres. Con los años, lo encontré en el mismo lugar; yacía con la antigua lozanía al cielo, aunque a unos pasos de un bosque de olivos.
Apenas vi unas escoriaciones en sus brazos y quise buscarle un mejor sitio antes de que cayese el sol.
Una pira de varios días habría sido fácil con tanto pedernal en la tierra. También pensé: «Si ya cargo con este muerto, ¿para qué complicarlo?». A los cuatro vientos solo había llanura levantando polvo y la arboleda, toda presta a lo que quisiera hacerle al muerto.
Cuando lo hube tomado, quise juntar la broza para una yacija, pero lo recosté en uno de los troncos de la orilla. Y me pregunté, mirando a sus ojos, si lo trataba bien porque temía que se levantase y tentara en mi contra o porque –a pesar de las muchas estaciones desde la última vez que lo vi, de los olivos que habían crecido cerca de él– todavía se parece a mí.
Solo escuchaba la brisa.
En la mancha que dejó en el polvo, unos destellos llamaron mi atención. Era una trinca de discos apenas más grandes que una dracma; no diré que eran iguales, porque unas líneas muy finas los diferenciaban, duros como piedras, al fondo de mis manos.
Yo no entendía, siempre lo supe sin égida y ahora estas piezas arrojaban luz a mi cara. Acaso si lo hubiese levantado aquella vez… Como no había visto nada parecido, me apresuré a envolverlos con el retal de cuero que había hallado a pocos pies. Dejé el muerto y partí.
Al voltear, ya no distinguía a la arboleda del horizonte.