Cuento «El día que a Dios le dio una crisis de ansiedad» por Ivonne Gamus

Cuando comenzó todo no cabía en él de la emoción. Su proyecto más grande lo hizo con tanto amor que dejó en cada una de sus creaciones una parte de su corazón. Y al terminar —algunos dicen que fue en el séptimo día y otros en el ­octavo—, descansó. 

Tan bien le salió que, antes de que se diera cuenta, las criaturas parecían moverse de forma autónoma, las estrellas flotaban, los planetas giraban en sus órbitas, los animales corrían y los humanos se reproducían. Siendo un buen emprendedor, que sabía que una vez echado a andar su negocio era mejor dar un paso hacia atrás y dejar que corra solo, se apartó un poco, y atendió sólo a aquellas suplicas o problemitas que siempre salen con urgencia. 

Pero conforme sus engendros crecieron, tales suplicas e hilos sueltos fueron en aumento. Que si un hombre quería más tierra que otro, que si una mujer había matado a la otra por envidia. 

Y, en la macroeconomía la cosa estaba peor: 

Los humanos se dividieron las tierras que él regaló a todos y crearon religiones, que lucharon en su nombre. Las razas se oprimieron unas a las otras, y los animales se comenzaron a matar por codicia.  Las vacas hartas de ser sacrificadas le pidieron dejar de nacer, y los pobres cayeron muertos por no poder comer el alimento que los ricos tiraron a manos llenas. 

Todos los días de esos años, incluso los fines de semana, Dios tuvo que luchar para poder mantener el negocio abierto y no declararlo en bancarrota. Los ángeles estaban exhaustos. No podían darle gusto a todos los que clamaban su ayuda, así que hicieron paro y exigieron un aumento de sueldo y una reducción en sus labores. 

Dios aceptó, pero eso sólo significó más y más carga de trabajo para él. En las noches se angustió, sus hijos se habían tornado en unos malcriados, niños consentidos incapaces de compartir el cariño con sus hermanos. Y, con amor, porque era la única forma que Dios conocía, trató de guiarlos, reencaminarlos por un sendero de paz y humildad. 

Les envió los más hermosos amaneceres que no sirvieron de nada; los seres humanos, sus hijos consentidos, los taparon con el humo de las fabricas en las que explotaban a sus hermanos. 

—Miren, les he dado todo, están sanos, vivos, pueden sacar comida de la tierra —les gritó entre líneas, porque por políticas que estableció en el principio de los tiempos, tuvo que evitar hablar directamente con ellos. 

Luego, calentó la tierra. Probablemente si se daban cuenta de que todo estaba por acabarse harían algo. Pero nada, algunos rezaron y otros clamaron al resto que era el futuro de todos lo que estaba en juego. La mayoría prefirió no salir de su comodidad, algunos dejaron de usar popotes y se pavonearon por ello, excepto por unos cuantos cambios insignificantes las cosas siguieron igual. 

Les mandó una pandemia para que frenaran: 

Pero no aprendieron. La discriminación fue lo único que aumentó entre sus engendros. 

Trató de hacer enojar a los oprimidos, y cuando lo logró, los opresores se negaron a ceder terreno.

  Hasta que por fin un día, gritó desesperado: 

—¡Suficiente!

Se retrajo para sí, como una madre harta y pensó: 

—Probablemente si los dejo solos, se vuelvan independientes, he hecho todo lo que puedo, es tiempo de soltar. 

Desde ese día, los seres humanos navegamos huérfanos por el universo, y cada vez que Dios nos ve empieza a temblar, por eso prefiere no hacerlo.