Cuento «El demonio de la plaga» por Luis Ruelas Silva

Hay muy poco que hacer contra los demonios. Una vez que se manifiestan en la tierra, solo se puede rezar y esperar una muerte tranquila

 

He aquí el recuento de mi propia agonía, las cuitas de aquel que vio al demonio a los ojos y sufrió en carne ajena la furia de Dios.

Yo era un paje cualquiera, fue gracias a mi maestro, Daemon, y su necesidad de un ayudante, que me revestí con los ropajes de cuero negro. En los tiempos en que la plaga comenzó a asolar el pueblo, ya había sido educado en las artes médicas, los secretos de las hierbas curativas, los ungüentos alquímicos y los brebajes mágicos. Aprendí el nombre, orden y manera de preparar las hierbas que llenarían mi máscara. Fui reprendido en repetidas ocasiones hasta comprender la importancia de sellar bien mi vestimenta, cubrir con cristal los ojos de la máscara, coser las mangas y arrastrar las faldas de la pesada túnica. Aun habiendo sido tratado con el cariño propio de un padre, durante todo el entrenamiento me rodeaba un hálito de miedo, nerviosismo y arrepentimiento. A pesar de todo, completé la enseñanza y pude unirme a mi maestro en su dura tarea.

Jamás podríamos haber previsto la magnitud de este castigo infernal. La enfermedad se propagó rápidamente, apenas pasadas tres semanas desde el primer caso, era posible encontrar un enfermo en cada hogar, pues una vez que el mal se infiltrara en el hogar, se volvía irrefrenable, padres, madres e hijos sufrirían un mismo destino. Su padecimiento no parece un mal terrenal. Gritan de dolor y deliran en fiebres, sus cueros se llenan de llagas dolorosas y pústulas negras. Era aterrador en la mayoría de casos, pero siempre, sin excepción, el panorama era triste. Mi tarea era ardua y nada agradable, reventaba pústulas y las cubría con ungüentos, mi máscara era salpicada por el oscuro fluido del que estaban llenos los dolorosos granos. Cualquiera podría pensar que atender niños era lo peor del trabajo. Sin embargo, en mi experiencia, la tragedia más grande era ver a padres enfermos y condenados rogando a Dios para evitar a sus hijos el desamparo, la condena de vagar por las calles mendigando comida y alivio.

Desempolvamos libro tras libro en busca de respuestas, si algo prometía aliviar un dolor o desaparecer una herida, lo anotábamos o arrancábamos la página para levarla con nosotros.   Por tanto, nos vimos en la necesidad de la experimentación; cada cama se convertía en un taller nuevo, un crisol donde probar nuevas técnicas y pócimas. Al principio todo era sencillo, abrir el libro y seguir las recetas, pero las páginas se agotaron y así los viejos maestros de la medicina nos habían abandonado a nuestra suerte. Antes de la plaga, dedicaba mis días a preparar las pócimas y ungüentos, pulverizar las hierbas y comprimir las píldoras para las consultas diarias de mi maestro.  Para entonces conocía las propiedades secretas de cada una y podía aplicarme a crear nuevas mezclas. Entonces pusimos manos a la obra, un enfermizo entusiasmo me llenaba, averiguar qué efectos tendría cada combinación me emocionaba. En cada hogar, mi corazón se debatía con mi deber. Daba las nuevas mezclas esperando no causar un mal mayor, santiguándome mientras mentía para consolar al enfermo. Aquel miedo provenía en parte por los métodos que usaba, mientras mi maestro era sencillo y proponía baños aromáticos, yo lo hice durante un tiempo, pero conforme avanzaba en las pruebas, opté por mezclar las hiervas más potentes: amapolas, semillas de manzana, ajenjo y demás plantas que eran bien conocidas por matar. Mi visión siempre fue que al demonio se le combate con fuerza y con fe en Dios. Y así, día a día, mi maestro y yo nos encargábamos de visitar a todos los enfermos de la aldea para tratarlos cada uno con sus propios métodos. En algún momento, yo sentí la llama de la rivalidad arder dentro de mi pecho. Me gustaba imaginarme como el hombre que había salvado a todos de la plaga, el humilde paje… no, el gran médico.

Al entrar en un hogar condenado, se podía sentir un ambiente lúgubre, como si la oscuridad respirara y llenara con su fétido aliento cada rincón. Desde la entrada hasta la habitación donde convalecía el condenado, el camino se transformaba en un descenso abismal, mientras uno más se acercaba, podían olerse fétidos aromas y escucharse desgarradores ritos. Los enfermos eran aislados en cuartos oscuros y húmedos, solo los más nobles disfrutaban de habitaciones iluminadas y bien ventiladas, aunque nunca supe decantarme por cual era mejor solución, pues los adinerados enfermos sufrían por la luz. Resultaba notable que la plaga prefiera la oscuridad, como si los demonios que los enferman anhelaran la oscuridad del averno.

Cada habitación que tenía asignada una mesa frente a la cama, llena con los frascos con polvos, alcoholes y extractos necesarios para fabricar las pócimas. En caso de no haberme decidido por cual mezcla usar, dejaba una nota a la familia para que consiguieran los ingredientes que podría usar. De esta manera podíamos darnos el lujo de cobrar poco, pues mi maestro siempre prefirió ayudar al prójimo en lugar de enriquecerse.

Durante las curaciones, el miedo me recorría la piel y se mezclaba con el copioso sudor que chorreaba debajo de mi túnica. Rezaba mucho, oraba a Dios para que mis pacientes se recuperaran y los demonios de la enfermedad no me azotaran. Al final del día, cuando regresaba a casa, lloraba mientras seguía al pie de la letra las instrucciones sobre los baños curativos de mi maestro, después de tratar enfermos, yo mismo me convertía en paciente, uno que irónicamente teme envenenarse con sus propios tratamientos.

Pasaron los meses y la peste hacía sentir su yugo, las calles se llenaban de cadáveres y los hogares de pena. La falta de progreso me abrumaba, llegaba enojado a casa, molesto conmigo mismo por mi inhabilidad para encontrar un tratamiento que funcionara, una solución a los dolores, algo siquiera útil. El sueño de pasar a la historia como “el gran medico que acabó con la peste” se veía más lejano día con día. Entonces sucedió, tuve una revelación, tal vez no la había visto a causa de mi propia piedad, la bondad de mi maestro no me había dejado ver, todo era claro. Así fue que, durante una noche de insomnio y cavilaciones, tome las prohibidas raíces y las trituré, comprimí las pequeñas píldoras, y destilé las amapolas. Con eso sería suficiente, sería rápido y con las menores molestias posibles. Si, tal vez sería cruel, propio de un corazón duro y frío, pero era necesario, una solución definitiva… me repetí esto muchas veces frente al espejo de plata, sin embargo nunca logré creerlo por completo.

Al amanecer empaqué en frascos la pócima y las píldoras, estaba listo, decidido a terminar con la agonía de muchos. Antes de salir, ayude a mi maestro como todos los días; envolví los jabones y esencias de baño, le di las pociones calmantes y los ungüentos, pero algo nuevo llamó mi atención, un polvo blanquecino listo para envolverse en papel, al ver la duda en mi rostro, mi maestro me explicó:

-Es un extracto de hongos que he preparado, espero que le ayude a los enfermos a sanar mejor las pústulas -me explicó–. Pero cuéntame ¿cómo van tus experimentos, joven discípulo?

Le conté de mis diversos métodos y extractos, sus efectos y mis nuevos descubrimientos, intentando ocultar mi nerviosismo, mis dudas. Para intentar llenar e incomodo silencio siguió a la conversación, comencé a cuestionarlo sobre los efectos de las amapolas y sus derivados con la excusa de resolver mis propias dudas.

-Los he usado en los peores casos cono tantos otros médicos, es mejor que no sufran cuando no tienen salvación alguna, pero primero hay que agotar las posibilidades, todos nos merecemos la oportunidad de luchar hasta las últimas consecuencias -lo dijo cabizbajo con tono profundo y reflexivo. Parecíamos haber tenido la misma idea.

Pero oh cruel fortuna, la providencia siempre aprovecha los momentos más difíciles para poner las peores pruebas. Al salir de la consulta, recibí aquellas palabras que hicieron tambalear mi decisión y hacer que me preguntara si estaba listo. Una anciana arrugada venía jadeando clamando por ayuda, nos contó que sus vecinos habían enfermado y ahora presentaban las funestas pústulas negras. La manera desesperada en que la anciana pedía ayuda, me hizo contener el aliento. Las despreocupadas palabras de mi maestro “tú encárgate de ellos, yo tengo la tarde muy ocupada” hicieron que un frío me recorriera la espina. Algo se comenzaba a romper dentro de mí y ya no volvería ser el mismo.

Mientras caminaba, intentaba convencerme de que aun había esperanza de intentar en su lugar las fórmulas de mi maestro; pero muy en el fondo sabía que no podría. Me encomendé al señor tantas veces como pude, hasta que llegamos a la casa. La anciana abrió trabajosamente la vieja puerta de madera. Vi al padre tendido en la cama, el cuarto estaba oscuro y húmedo, la fetidez resultaba intolerable. Podía ver las lágrimas surcando su rostro mientas profería delirantes exclamaciones. A la menor señal de dolor le daría el extracto de amapola por pura compasión y las píldoras seguirían inevitablemente.

-El pobre lleva así desde ayer, ocultó su enfermedad hasta que no pudo más -dijo la anciana con voz rasposa y melancólica-. Su hija debió enfermar poco después que su padre, ya tiene las bolas negras creciéndole en bajo las axilas. Pobrecillos de los dos.

Le pedí a la mujer que me guiara hasta el cuarto donde estaba la hija, tuve que vencer el impulso de negarme a entrar, justo ahora debía ser valiente. Cuando entramos a la habitación una única cosa llamó mi atención: a pesar de la enfermedad, el rostro de la muchacha irradiaba la misma belleza que la hacía famosa entre los muchachos de la ciudad. Era como si entre aquella lobreguez aun existiera una luz de piedad divina, pero a medida que me acercaba, el ponzoñoso aroma de las sábanas, los movimientos convulsivos, la fiebre y los delirios que salían de su boca, terminaron por acabar con la poca esperanza que aún conservaba.

-Gracias señora -le dije a la mujer-, ¿es usted su vecina, verdad? Hablaré con usted más tarde para indicarle el tratamiento necesario. Por ahora déjeme con ellos y vaya a lavarse, no queremos que usted también se contagie.

La anciana asintió con la cabeza y se retiró en lúgubre silencio.

Entonces lo hice, un nudo me atenazaba la garganta mientras abría los frascos y obligaba al padre a beber la pócima y tragar las píldoras. Sentí, sin embargo, algo de satisfacción al ver que el efecto llegaba como lo había anticipado la noche anterior. Los estertores finales se presentaron a los pocos minutos y yo estaba satisfecho por el éxito. Mi corazón palpitaba agitado, el remordimiento comenzaba aflorar en mis adentros, así que, sin dejar tiempo a que la duda consumiera mi valor, con manos temblorosas, sellé las botellas y me dirigí ansioso a la otra habitación. Entré a tientas, apenas prestando atención. Me acerqué a la figura recostada y vacié la pócima en los rosados labios, luego forcé a la pobre criatura a tragar las píldoras. No quería presenciar aquel momento, aun sabiendo que esperar. Preferí cerrar los ojos y canturrear alguna oración.

Está de más decir que mis esfuerzos fueron in útiles. A los pocos minutos mi vista estaba posada sobre aquel angelical rostro.

Al verla tan quieta, y tomar vaga consciencia de mis acciones, rompí en llanto y no pude evitar lanzarme al lecho para abrazarla.

De súbito, a mis oídos llegaron suaves sonidos que hilaban palabras y pensé que yo mismo deliraba, pero no era así, venían desde encima de mi cabeza, la sangre se me heló al instante.

-No, por favor, buen doctor, me he ensuciado y huelo mal. No debería acercarse tanto, ni siquiera con la túnica puesta -me quité la máscara, asombrado, y ella, habiéndome reconocido, sonrió-. Eres tú, el muchacho que tanto tiempo anduvo tras de mí, es una pena que ahora me veas así.

Por un momento, me quede pasmado de la impresión. Un sinfín de cavilaciones llenaron mi mente hasta quedar ofuscado. Mi corazón se alegraba mientras creía firmemente que había encontrado una cura, justo ahí, con la mujer de la que me había antaño enamorado y por la cual decidí portar la túnica negra, por quien guardaba el poco dinero que ganaba y con el cual esperaba cortejarla y darle una buena vida. Tal vez, la fe la había salvado, un milagro… Eso me decía mi palpitante corazón, pero la razón me decía otra cosa, que la fría ciencia no suele equivocarse, y fue esta idea la que terminó por desmoronar mis esperanzas. A pesar de que aquella hermosa criatura me dirigía palabras llenas de ánimo, podía notar como sus labios se tornaban azulados, y la dificultad para respirar se volvía cada vez más evidente. Me coloqué nuevamente mi mascara, intentando endurecer mi corazón, y le dije fríamente al oído “pronto mejoraras, no te preocupes, la medicina te hará sentir mejor, cierra los ojos y descansa”. Me acerqué lentamente y le di el resto de la poción de amapola que llevaba conmigo.  Mientras caía en el profundo sueño, yo rompí en llanto, grité conjuras de amor y eterna devoción, maldije a los demonios y ángeles por igual. Lo que siguió fue más oscuro, silencioso y mecánico, mis dedos sacaron el frasco con las píldoras del zurrón de cuero, el corcho cedió y, en silencio, dejé caer un puñado de aquellas partículas blancas en la garganta de la indefensa moza. Mientras aun me dedicaba dulces palabras, había resuelto el misterio de aquel milagro: Por alguna razón, ella era más resistente a la pócima calmante, por eso no había cedido fácilmente. El efecto adormecedor le calmó el dolor, pero las píldoras comenzaban a hacer su trabajo. En cualquier momento, estallarían los gritos y dolor lo podría sentí en mi propia piel, por eso me decidí a dejar de medir las dosis en pos de un resultado más pronto, algo que nos diera alivio a ambos.

Una hora más tarde, le comunicaba el triste deceso a la anciana y le ofrecía unas monedas para que les diera un entierro digno. Intenté consolarme toda la tarde con poco éxito. Al caer el ocaso, mi maestro llegó a su consulta, alegre y conversador. Fue entonces que dio inicio mi castigo.

-Joven discípulo, esta tarde debe ser de fiesta y jovialidad, he encontrado la cura y no es uno solo el testigo, una familia entera se ha recuperado gracias a mis baños y polvos. ¡Hemos descubierto la cura!

No supe que más me contó a continuación, pues una risa hueca estalló desde mis entrañas. La locura pura se apoderó de mí la noche entera. Entre gritos, llantos y carcajadas pase días postrado; atado de pies y manos con correas de cuero para controlar mis espasmódicas convulsiones. No sé si pasaron días, semanas o meses, solo recuerdo despertar con la boca llena de espuma y rodeado de gente murmurando sobre mis delirios.

Aquí es donde confieso, ante Dios, que no sé si culpar al demonio mismo o a mi propia locura por mis actos. Estoy seguro que con el tiempo la imagen de mi insanidad habría desaparecido y, tal vez, nadie se enteraría jamás de mi crimen, pero también estaba seguro que yo mismo no podría superar tal pecado caminando por la misma calle día tras día, reviviendo ese oscuro día.

Tales fueron las razones por las que terminé vagando en busca de perdón. Viajando de lugar en lugar, atendiendo a los pobres que son azotados por esta plaga y viven sin esperanzas de sanar. Algunos dicen que soy un santo que solo busca ayudar y otros que busco la muerte segura, ya no estoy seguro de quien tiene la razón. Solo sé que ahora puedo dedicar mis días a orar por las almas que arranqué de esta tierra cegado por mi terquedad. Así será hasta el día en que me una ellos en la oscuridad de la muerte, el día que estas funestas pústulas terminen de invadir mi cuerpo y las fiebres me suman en la desesperanza; hasta que deba beber la pócima y tomar las letales píldoras. Encomiendo mi alma a la misericordia de Dios y ruego por su perdón.

Ad expiandum omnia peccata peccavi et in hac die animam meam. Gloria Patri et Filio