Perla dijo a Roy que sus sueños la acosaban. No pasaba día en que no recordara esos hechos absurdos. Tenía una memoria tan prodigiosa que reconstruía con detalle rostros y situaciones. Del mundo cotidiano apenas fijaba algo, poseía una desmemoria absoluta, lo más nimio lo olvidaba: llaves, fechas, números, objetos sucumbían ante sus ojos sin obtener una ubicación precisa. Sin embargo, los sueños se imponían. Llegaban con toda su fuerza, con su carga enigmática, con su simbolismo inexorable; y ella los reverenciaba. Para preservarlos tenía que contarlos. Y Roy, era el idóneo, al que tenía a mano, el que la escuchaba porque así recopilaba material para sus libros. Esas historias muchas veces terribles, le daban temas para tramas exitosas.
Era tal la sensación de indefensión, que Perla revivía las sensaciones de placer o dolor, los aromas, las visiones. Una escena, mientras picaba el apio para la comida, le llegaba súbitamente. La intensidad de las imágenes superaba a la realidad. Un día rompió varias botellas de vinagre en el súper al recordar un sueño, asustada; trastabilló y cayó encima de los anaqueles con gran estrépito. Contaba sus sueños para conjurarlos, decía a sus amigas. Los buenos, tan escasos, eran resguardados con fervor. No necesitaba viajar, ni transformarse. Estaba en todas partes, era todas las personas, vivía todas las aventuras, disfrutaba todas las tormentas; en un tiempo había querido ser actriz, pero más allá de actuar en obras locales, de asistir a talleres y festivales, jamás se atrevió a emprender en serio una carrera que exigía toda su energía, por eso halló en los sueños su pasaporte abierto. Y todo sin moverse. Permanecía agitada de madrugada, soñaba una y otra vez. Ella misma respondía cuando le preguntaban en reuniones sociales ¿y tú qué haces? “Soy un recipiente de sueños”. La gente reía nerviosa ante lo que no entendía, lo tomaban a broma y no tenía que explicar más. Sus días, lejos de ser monótonos, eran intensos. A veces le venía un sueño añejo, lejano, oscuro y se le imponía, ¿cuándo lo había tenido? Otras, lo continuaba con el pensamiento si había quedado trunco. Se le veía sonreír mientras realizaba sus tareas o se arrinconaba contra la pared si era angustioso. Su esposo le regaló varios libros de interpretación de los sueños. Los devoró. Pero poco le dijeron sobre sí misma, esas definiciones esquemáticas no resolvían nada que ella no supiera. Se soñaba mala haciendo cosas terribles, y soñaba a Roy como a un tipo mezquino y cruel. Eso era suficiente para permanecer enojada con él por días, sin que éste entendiera el motivo.
Un día soñó que se comía una paleta de hielo de grosella y sintió cada una de las lamidas, la sensación de placer y frío, de gusto y adormecimiento del paladar, de mezcla de dulce y dolor que fascinan; pasó varios minutos degustando el hielo. Lo comía en un risco del Machu Pichu, lejos de todo, sola y su glotonería, entre cóndores circundantes. Y ella feliz deleitándose indiferente.
La convivencia en pareja era normal. Salían a veces a divertirse, y los fines de semana se quedaban en casa a descansar, leer o ver películas en el vídeo. Disfrutaban los placeres tranquilos. Él tenía su estudio a unas cuadras de su departamento, iba allí a escribir desde muy temprano y volvía hasta la hora de la comida. Luego regresaba a trabajar hasta muy entrada la noche. Escribía guiones y artículos, con eso se ganaba la vida; además, escribía libros de cuentos y novelas. Ahí era donde su mujer le caía en gracia. La alentaba a soñar. “Ya que yo no puedo”. Solía olvidar cualquier sueño, a veces creía que ni siquiera lo hacía, que no tenía esa cualidad, había oído que todos soñamos aunque no lo recuerden, si por alguna razón, alguna imagen se fijaba, se desesperaba por no asir el resto de la historia; acaso una imagen, algún asunto difuso. Por eso en parte admiraba a su mujer. Cada vez para ella adquirían mayor importancia sus fantasías oníricas. Es increíble, decía, soñé con un flamingo enorme que paría y paría enanitos humanos y luego metía su cabeza por la ventana de un edificio y salía con una rosa en el pico. Algunas ocasiones sus sueños fueron tan vívidos que a Roy le asustaron, describió con precisión un lugar donde nunca había estado. Casi se le atora la chuleta a la hora de la comida; él, precisamente, había vuelto de un viaje a ese país, y había estado en ese sitio sin mencionarlo.
La exactitud de la descripción lo dejó mudo, ¿y si hablaba dormido? Otra cosa lo preocupaba: hacia tiempo, sentía que su relación no andaba bien, pero no sabía por qué; se empeñaba en fertilizarla, y ella también. Los silencios entre ellos le hablaban como un viento frío en medio del mar, como el azote tenue de una puerta, implacable. De las profundidades de los años, emergía una señal invisible que pugnaba por manifestarse cruelmente. Algo contenido que escapaba a sus fuerzas, a sus intentos por descifrarlo. Y eso lo sumía en depresiones y zozobra. Añoraba algo en ella que ya no existía, que habría huido sin darse cuenta. Ella tenía una sonrisa inocente y mordía un trozo de lechuga. “No podemos tener hijos”, dijo él, “¿te imaginas?: Roy, cámbiale el pañal que se me escapa el sueño” O: “no pueden ir a clases hoy porque soñé que temblaba la tierra y se caía el edificio”. Imposible, querida, me niego a subsidiar tus quimeras absurdas. Ella escupió un trozo de legumbre al plato, parecía no oír qué le decía su compañero. “Está soñando ahora, quiero decir: retorna al sueño antiguo, el de ayer, de hace un mes, el que sea. Tiene una memoria prodigiosa”. Perla corría todas las mañanas en el parque cercano. Lo hacía automáticamente sin pensar. Iba tan abstraída que si corría en la calle, seguro la atropellaban. Vivía sus sueños, y había aprendido a disfrutarlos. “Un sueño es como un reproche a la historia”, pensaba. Tenía a veces sueños tan fascinantes que se detenía, le llegaban abruptamente y se sentaba en plena pista obstruyendo el paso a otros corredores.
Se soñaba otra, y viajaba a su casa; se acostaba con su hombre y recibía sus golpes e insultos; soñaba con un aula llena de manzanas podridas; o que iba desnuda por la calle con solo un sombrero de atuendo, y le gustaba sentir las piedras en las plantas de sus pies. Soñaba las miradas de un ejército que detenía la batalla para verla pasar ante ellos; soñaba que era un gato subterráneo, un felino que se desplazaba bajo la tierra y esa tierra eran las mentes de sus ex novios. Soñaba con vestidos que se convertían en clubes para niñas, y bajo esas enaguas, ellas torturaban con alfileres a los diminutos presidentes de la República. Soñaba y soñaba. Y Roy comenzaba a preocuparse. “Ella es un sueño”. “Yo no puedo hacerlo, pero sin querer la creé a ella”. “No es real, por eso es una esponja de algo”. “La he soñado y es todo lo que hice; ahí se resumen los sueños que no tuve”.
Con esta absurda idea llegó esa noche a su casa. Ella no estaba; sobre la mesa había un mensaje: “Ove: Me fui a refrescar a una fuente, ¿sabes? Soñé con ello, y no lo pude remediar. La cena está en el horno. Nos vemos. Tu pastorcita”. Él se sintió flagelado. Absurdos pensamientos: “Está obsesionada”. “Quizá deba ver a un psiquiatra o a un psicoanalista”. “No sé si lo aceptará”. La esperó leyendo hasta el amanecer para planteárselo. Dormitaba sobre el sofá de la sala, y, al alba, se quedó dormido. Le despertó el olor de los huevos con tocino friéndose en la estufa. Se incorporó cansadísimo y aturdido. “¿Adónde fuiste?”. Balbuceó. Ella respondió que no lo sabía, no recordaba, pero tenía mucho sueño; le haría el desayuno y se iría a la cama. Intempestivamente, al caer la tarde, llegó por ella para ir al especialista. Ella protestó que era inútil, que tiraría su dinero solamente. “Nadie puede hacer nada”. Además “no quiero que lo hagan; soy feliz sola”. Él insistió y la subió al coche. Por primera vez la vio contrariada, ofendida, incómoda, ¿qué iba a decirle el psiquiatra? ¿Qué tenía una parte del cerebro hiperactiva y que sus impulsos eléctricos estaban enloquecidos; que había desarrollado unas neuronas inútiles para los demás? Eso: ¿que tenía cierto delirio, un sistema de defensa de la realidad y una inhibición de las fuerzas psicomotoras para oponerse a la objetividad y no saber disociar la imaginación del deseo? O, ¿simplemente, que su subconsciente era libre? Comenzó una serie de visitas semanales. Le hicieron estudios, electroencefalogramas, pruebas de todo tipo. Estudiaron su cerebro. No hallaron nada anormal. Ella seguía soñando y no quería contarle nada al doctor que empezaba a desesperarse. Su matrimonio iba bien. No tenía conflictos de infancia; no había sido abusada sexualmente de niña; ni tenía complejos; no era reprimida, ni tenía delirios de grandeza o de persecución. Nada.
Las sesiones eran tan caóticas que terminaba ella psicoanalizando a sus doctores. Tuvieron que darla de alta al cabo de unos meses. Aceptaron, debido a su fracaso, siquiera a diagnosticarla, menos ya a intentar una cura. Perla ansiaba despojarse de esa carga para no distraerse y seguir soñando. Volvió a su vida de antes con Roy, y le dijo que no se preocupara: era inofensiva. Nunca soñaba despierta. Más bien repasaba sus sueños almacenados. Con una nitidez asombrosa, desistía de anotarlos. “Para eso tengo a Roy”, decía. Pero no todos llegaban al papel. Unos eran tan íntimos, tan oscuros, que prefería resguardarlos para sí. Un día, se enteró de una secta de soñadores en Argelia. El artículo venía en una de esas revistas amarillistas. No era de tomarse en serio, sin embargo, se propuso indagar al respecto. Tras seguir la pista por Internet, halló una página dedicada a la “Logia de los soñadores inmanentes”. Llegaban de todo el mundo, no sólo descifraban sueños, también hacían profecías. Realizaban sesiones de sueños colectivos; y tenían el plan de proyectar un sueño en vivo en una pantalla. Perla rió. No sabían nada. Eran unos charlatanes. En el Metro miraba a la gente y se preguntaba, ¿qué soñarán? Pensaba en la enorme cantidad de sueños, en la infinita diversidad de imágenes que podía fundar galaxias, mundos imaginarios, de saber ellos desplazarlos hacia la realidad como ella hacía. “Un mar de imágenes sobre nuestras cabezas”. Roy había mudado de teoría: su mujer no era un sueño; él era un sueño producto de la creación de ella. Tanta era ya su angustia ante la cada vez más compleja e incontrolable conducta de su mujer, que decidió tomar unas vacaciones, solo. Cuando se lo dijo, ella apenas reparó en ello, enfrascada en cazar una imagen onírica. Él no sabía a dónde ir, pero casualmente encontró la revista sobre la secta de soñadores en su recámara, y se decidió. Así, partió solo hacia Argelia. En un día soleado arribó a Argel. Se instaló en un hotel lujoso, desplegó todo su material sobre el lecho: libros, su Laptop, grabadora. Se vistió todo de blanco y se arregló la barba, pidió un taxi y salió en busca de la casa de los soñadores. William Blake se hacía llamar el líder. Era una especie de iluminado inglés, un lunático de los tantos que se creen redentores: alto, delgado, la cabeza rasurada, los ojos penetrantes y una sonrisa fingida. Fue difícil que le admitieran. Tuvo que hablarles de su mujer, de la que ya tenían noticias. Entró vigilado siempre; le confiscaron la grabadora, la cámara de video, sus papeles personales. La casa era lujosa.
En El Magreb había algunas propiedades así, con negros como sirvientes casi esclavos, y una decoración europea y suntuosa. Lo condujeron a una sesión donde los sueños eran contados por la concurrencia, algo que a él le era sumamente familiar. Ahí había jóvenes, viejos; niños, incluso. Tenían, decían, un aparato para medir la intensidad de los sueños. Otro para grabarlos. “No nos pertenecen”, había dicho el líder. “Nosotros sí a ellos”. “Nos usan para atisbar en este mundo”. “Aquella, la suya es la verdadera realidad”. Roy luchaba para no sonreír. Le echarían. Fingía un interés que distaba mucho de poseer, e incluso, fascinación. “Solo hay una puerta para entrar ahí” decía el payaso, “y un solo soñador lo logrará. El día que alguien lo haga, nadie ya podrá cerrar esa entrada”. Se tomaban tan en serio que esperaba ver a qué horas pasaría el cometa y lo obligaran a suicidarse con ellos. No sacó mucho en claro en esos tres días que permaneció entre los soñadores, respecto a la excepcional cualidad de su mujer. Ya ni dormía bien siquiera. Nunca vio funcionar la famosa máquina de los sueños, ni que proyectaran nada en la pantalla. Regresaba desilusionado y con más dudas. “Nadie puede soñar la realidad”, pensaba en el avión rumbo a su país, “ésta se basta a sí misma”. Recapituló su estancia en Éfrica. Blake, fuera de ser un charlatán pintoresco, le había resultado algo inaudito. No un místico inservible, sino algo tan banal, mundano y melodramático, como un chismoso profesional; en vez de una revelación científica o esotérica, le entregó un vulgar asunto delicado e íntimo, como la supuesta historia de un incesto; era lo que había confesado saber de ella. Una soñadora había reconocido a Roy; lo vio de pequeño; estaba tan perturbada que se encerró con Blake mucho tiempo. Cuando éste salió, buscó a Roy quien permanecía serio y misterioso, lo hizo pasar a una terraza. Le dijo algo tan absurdo y disparatado que Roy prefería la teoría Apocalíptica delirante de la secta a esa información sobre su propia vida. Según esto, ¡Roy era hermano de Perla! Y no era debido a clarividencia alguna que lo habían detectado; la señora le había reconocido apenas verlo. Los crió a ambos siendo niños a petición de la madre; luego, la niña fue robada y nunca supieron su paradero. Se percató de todo cuando en el congreso proyectaron en la pantalla el rostro de ella y lo presentaron a él como a su esposo. No podía creerlo. Quiso conocer a la señora, con la que habló largamente, y recordó su voz y algunas cosas vagas que se filtraban por su memoria. Partió disgustado de vuelta. Sin embargo, la duda había sido sembrada. Ahora tenía un motivo mayor para preocuparse.
Otra cosa le había dicho ese hombre: que su mujer era una predestinada y debía traerla a Argelia. Ella era la llave. Según esto, su mujer era un raro eslabón en la evolución de los sueños: había sido hormiga en otra vida; lagartija, conejo, gato, serpiente y delfín. Y había llegado hasta aquí con sus sueños intactos, con eso demostraban que los animales sí sueñan, hasta este estadio superior. (Cuando supo esto, la risa casi lo evidencia, pero se contuvo). Tenía las experiencias más intensas y ricas de la creación. Ella era la elegida. A Roy esto le divertía. No así la otra versión, la del incesto.
Todo el viaje trató de recordar sus años juntos; y algo comenzaba a inquietarle. Un atisbo de duda, y se movía en su asiento o respiraba agitadamente. Con nadie más tenía comunicación Perla, salvo con él. Parecían conectados íntimamente, como si fuesen gemelos. Ella emanaba imágenes y él era el receptáculo; ella se condensaba en lo que él quería, y, viéndolo bien, ya alguien le había dicho que físicamente se parecían, como esas parejas que buscan a alguien similar a ellas hasta en el físico. Algunos, incluso, llegan a confundirse, repiten los mismos gestos, tienen los mismos gustos, y dicen las mismas palabras. Y el colmo es cuando se visten igual. Recordó que fue él quien no quiso tener hijos. Sin razón aparente, siendo uno de sus mayores proyectos, ¿por qué se había negado una y otra vez? Mientras la veía a ella, cortándose el pelo como él, cada vez sentía más desazón. Se dio cuenta que realmente no sabía nada de ella. Había una gran laguna en su vida. Y Perla nunca hablaba de eso. No tenía familia. Por otro lado, eran un complemento increíble, y eso se reflejaba más en los sueños; él no podía soñar, pero era quien los aprovechaba; y ella con él era con la única persona con quien los compartía. A punto de aterrizar, Roy estaba convencido. Casi corrió por los pasillos; dejó encargado el equipaje para después, y voló por un taxi. Un presentimiento le dolía en el estómago. Vio el edificio donde vivía y azuzó al conductor. Bajó corriendo, y el elevador tardaba eternidades; desesperado ya, optó por las escaleras. Corrió subiendo los escalones de tres en tres. Abrió la puerta de su departamento, buscó en la sala, en la cocina, en el baño, e irrumpió en la recámara, pálido. La cama estaba revuelta, ella no estaba. Lo que sí había era un recado en la cómoda. Temblando, lo tomó; decía: Ove: He estado soñando muy extraño. Éste es el primer y único sueño que escribo, ¿recuerdas que no podía hacerlo y tú lo lograbas por mí? Bueno, ya puedo. Soñé que tú y yo éramos hermanos y nos habían separado. Yo me convertí en muchas cosas. Me perdí en mis sueños. Cuando nos volvimos a ver no sabía quién eras, pero te tenía un gran cariño. Me eras familiar y nos casamos. He sentido como nunca mi animalidad. Fue un sueño muy confuso: Todo regresaba y se entremezclaban otros sueños que nunca había tenido. Tú te convertías en mí, y yo me perdía otra vez en un lugar donde ya había estado; pero lo hacía gustosa y con conciencia; hallaba un camino desconocido. Y aún así, sentí que tú y yo estábamos más conectados que nunca. Bien, te digo que no te preocupes; a veces te visitaré, tú no puedes ir a donde voy. No volverás a verme, al menos no de esta forma en que lo has hecho. Pero ¿sabes? Yo he elegido. Ah; lo último que soñé fue con una inmensa herida abierta. Tu quimera. Roy vio un hueco entre las sábanas, entre las colchas y la ropa de dormir de ella hecha bola, con la almohada todavía manteniendo la concavidad de la cabeza de Perla, como si su cuerpo aún estuviera ahí pero no expuesto a la vista; podía percibir incluso la respiración aunque no escucharla; la tibieza de su carne, la energía de su presencia… Entendió adónde se había marchado.