Cuento «El consuelo» por Francisco Argüelles

Salieron de consulta con el médico. Pablo ayudó a Inés a subir al auto porque el peso de su vientre complicaba su movilidad. Inés tenía ocho meses de embarazo. Habían esperado siete años desde que tuvieron a su único hijo. Iban conversando de regreso a casa.

 

—Angelito está muy contento porque va a tener un hermanito —dijo Inés a Pablo.

—Esperemos que no se ponga celoso cuando nazca el bebé —contestó Pablo.

—Oye, no te vayas por la colonia Iturbide, ya ves que han pasado cosas muy feas por ahí.

—No, mujer. Me voy a ir por Lázaro Cárdenas, aunque el tráfico va a estar pesado.

—No importa.

 

Y se fueron platicando. Hablaron como otras veces del nombre del bebé, que ya sabían que era varón; de escuelas donde el niño podría hacer el kínder y la primaria; se preguntaron si debían construir otro cuarto o decirle a Angelito que compartiera el suyo con su hermano. Del dinero y de los gastos también hablaron. Pero en ese tema la conversación se convirtió en una discusión áspera porque a Pablo no le estaba yendo bien e Inés no trabajaba. Después de unos minutos en silencio, Pablo acarició una mano de Inés y le pidió que no se preocupara por eso de momento. Él prefería concentrarse en lo guapa que ella se veía ahora que el bebé estaba por nacer. Pasó de acariciarle la mano a levantarle el vestido para apretar suavemente uno de sus muslos.

 

Llegaron a su casa. Inés se adelantó y subió las escaleras para ir directo al baño. Pablo escuchó el ruido de la televisión que provenía de la recámara de Angelito y se fue directo a su propia habitación para disponer la cama. Cuando Inés se reunió con él preguntó por Angelito y Pablo le dijo que el niño estaba en su recámara viendo la tele. Se acostaron. Eran las seis de la tarde, ya oscurecía. Después de un rato de caricias, ambos cerraron los ojos. A los pocos minutos Inés empezó a roncar suavemente y Pablo la miró con ternura. Volvió la vista hacia el techo como queriendo poner su mente en blanco. Los ojos se le empezaban a cerrar cuando escuchó un motor violento y unos rechinidos de llanta que lo alarmaron. Se levantó. Plegó lentamente el borde de la cortina para poder asomar un ojo por la ventana. Lo que vio le dilató la pupila: cuatro hombres armados con cuernos de chivo, veinteañeros, irrumpieron en la casa de enfrente, que era de su compadre Ayala. El chofer del convoy esperaba en una camioneta con vidrios polarizados.

—¿Qué ocurre, Pablo? —preguntó Inés somnolienta.

—Shhh, no hables fuerte, Inés. Hay un comando armado en la casa de mi compadre Ayala.

—¡Jesús! —exclamo Inés mientras trataba de sentarse en la cama.

 

Pablo observó al chofer de la banda: usaba lentes obscuros y estaba encaramado en su asiento fumando un cigarro. Pablo aguardó intentando buscar –o más bien encontrar– a otros vecinos que también fueran testigos de lo sucedido, o a alguien que enfrentara al comando.

Vio a su compadre salir delante de uno de los bandidos que le apuntaba por la espalda con el cuerno de chivo. Con los brazos arriba, el compadre Ayala lloraba y suplicaba. El verdugo le respondió con un golpe en la cabeza que lo hizo tambalearse.

 

—Hijo de la chingada —murmuró Pablo.

 

Durante unos segundos a Pablo se le vinieron a la mente recuerdos de cuando siendo niño iba al parque a jugar con su compadre. También se acordó de cuando llevaron serenatas a sus primeras novias. Sintió un sudor frío en la cabeza: se acordó de su pequeño hijo. Inés intentó mirar a través de la ventana, pero Pablo se lo impidió, alejándola del cristal:

 

—Ve a ver al niño, que no vaya a salir —ordenó Pablo.

—¡El niño! —exclamó Inés agarrándose el cabello.

 

El compadre Ayala fue trepado a la cajuela de la camioneta. Después vio salir de la casa al segundo delincuente que tiraba del brazo a la esposa de su compadre, quien lloraba con desconsuelo. El delincuente ayudó a la señora a subir a la cajuela donde ya se encontraba su compadre.

 

—No está, no está —gritó Inés desde el cuarto de Angelito.

— ¡Pero si escuché que estaba viendo la tele!

 

Pablo se horrorizó cuando vio a los otros dos delincuentes salir de la casa de su compadre con dos niños. Uno era su hijo Ángel y el otro el hijo de su compadre. Los pequeños caminaron hacia la cajuela con las manos en la nuca y el rostro serio, sin entender lo que pasaba. Angelito miró pavorido hacia la recamara de sus papás. Pablo sintió que la angustia lo carcomía. También sintió mucho miedo. No supo qué hacer. Dudó si decirle a Inés que el niño estaba siendo secuestrado junto con los Ayala. Ella en ese momento entró al cuarto. Pablo se alejó de la ventana y se dirigió a su esposa.

 

—Pablo, el niño no está —dijo Inés, agitada.

—Inés…

— ¿Qué ocurre?

 

Pablo la miró con ojos vidriosos y se quedó callado. Deseó profundamente regresar en el tiempo para entonces poder entrar al cuarto de su hijo al llegar a casa esa tarde, asegurarse de que estaba y permanecería allí.

 

—Es que… el niño estaba en la casa de mi compadre y los hombres se lo están llevando también —contestó Pablo afligido.

 

Inés estalló en llanto. Sintió el peso del mundo encima. Él trató de contenerse pero no pudo. Empezó a sollozar. Pablo bajó la cabeza y su vista se encontró con el voluminoso vientre de Inés. La abrazó.

 

—¡Sal y tráelo! —exigió Inés y evitó el abrazo de Pablo.

 

Pablo tenía la boca seca. El sabor de la angustia le entumía la garganta. También tenía mucho miedo, un miedo que no podía confesar a Inés.

 

—Esta gente no entiende, me van a matar.

—Diles que nosotros no tenemos nada que ver con los asuntos de los Ayala.

 

Pablo guardó silencio. Entonces Inés salió de la habitación. Él quiso asirla pero la desesperación de ella se transformó en una fuerza mayor. Inés corrió hacia las escaleras y Pablo fue tras ella. Inés gritó el nombre de su hijo. Antes de que ella pudiera abrir la puerta, Pablo estiró el brazo para taparle la boca y la jaló hacia atrás. Perdieron el equilibrio. Pablo siguió tapando la boca de Inés con fuerza. Tenía la palma de la mano y los nudillos mojados de lágrimas. A lo lejos se escuchó que la camioneta del comando arrancaba y se marchaba.

 

— ¿Por qué no saliste, Pablo?

—Vamos a recuperarlo.

 

Inés abofeteó a su marido. Y ahí se quedaron tumbados detrás de la puerta. Llorando. Pablo se aborreció cuando un pensamiento vergonzoso le brotó de pronto como un  consuelo: al fin y al cabo ya viene otro hijo en camino.

 

Semblanza :

Francisco Javier Argüelles Vivas (Ciudad de México, 1983). Es investigador en el área de ingeniería de yacimientos petroleros.Actualmente reside en Austin, Texas.