Cuento «El carro de don Roberto» por Mariana Jaramillo

A mis 4 años solo pensaba en ir al colegio, aprender canciones, ver televisión y jugar con mis muñecas a la profesora, a la secretaria, al apartamento o al restaurante, y aunque no entendía muchas cosas, ya tenía tres obsesiones: las toallas higiénicas que usaba mi mamá, los tacones y el carro de don Roberto.  No sabía quién era pero en mi casa hablaban de él siempre. Yo sabía a la perfección cuál era el carro, reconocía a lo lejos el ruido del motor de ese Volkswagen rojo, y sus asientos que eran distintos de los de otros carros.  Cada vez que lo veía gritaba “El carro de don Roberto, el carro de don Roberto” y le decía a mi papá o a mi mamá que quería montar en ese carro, moría por estar ahí, sentada en esa silletería plastificada color verde botella. Soñaba con irme adelante y que entrara mucho viento por la ventana.

Yo no conocía a don Roberto, pero mi mamá me llevaba a escondidas a su casa, cuando él no estaba. Me daban calados y yo jugaba en un patio grande con una lora y una jaula con otros pajaritos. También a veces me dejaban jugar en el jardín de la entrada, donde había un árbol de florecitas blancas y moradas que yo arrancaba para ponerme en el pelo o jugar a la comidita. Cuando iba a esa casa me decían que debía estar callada, así que yo no podía cantar, ni hablar, ni recitar, solo ser juiciosa y comer calados. Casi siempre salíamos de la casa de don Roberto pasitico, sin despedirnos, y mi mamá siempre me alzaba para que no hiciera ruido al caminar, en especial si tenía puestos mis taconcitos rojos o mis zuecos. Muchas veces, al salir de esa casa, estaba el carro de don Roberto y mi mamá me decía que me callara o me tapaba la boca para que no empezara a gritar. Después de eso yo lloraba mucho porque no había podido subirme en el carro.

Cuando íbamos a la casa de don Roberto mi abuelita Lucha, que era muy alta, muy suave, blanca y tenía una cola grande como de pato, le decía cosas a mi mamá. Yo no entendía, pero una vez oí que le dijo: ”Yo ya le he dicho a él que deje la pendejada, que la niña es muy avispada, muy inteligente, y que no tiene la culpa, pero usted ya sabe, mija”. Mi abuelita me tomaba medidas para hacerme vestidos y los uniformes del colegio y yo le escarbaba el jardín con  todas sus matas  y ella no me decía nada.

Yo seguía yendo a mi colegio, pero a veces ese colegio me aburría y me quería pasar a uno que me gustaba más que se llamaba Arco Iris: me gustaba más porque era cerca de la casa de don Roberto. Un día por fin pude empezar a ir al colegio Arco Iris, tenía mi uniforme nuevo amarillo a cuadritos blancos, que me había hecho mi abuelita Lucha. Ese día llegué muy contenta pero todo lo que pasó fue horrible: Yuri Andrei me mordió durísimo en la espalda y sus amigos me empujaron y me hicieron caer por las escaleras. Yo no quise volver al salón y me senté a llorar en la entrada del colegio, con dolor en la espalda por el golpe y el mordisco, hasta que mi mamá me vino a recoger. Yo esa tarde, a mis 4 años, decidí que aunque ese colegio quedara cerca de la casa de don Roberto, prefería mi viejo colegio.

Un día yo estaba cantando duro en el jardín de afuera de la casa de don Roberto “Lunita consentida colgada del cielo, como un farolito que puso mi Dios…”, llegó un señor y me dijo “usted canta muy lindo” y yo le dije “¿quiere que le cante los pollitos?, también me sé esa” y el señor me alzó y mientras yo le cantaba me abrazó. El carro de don Roberto estaba ahí parqueado en el andén y yo le dije “mire, el carro de don Roberto” y él me dijo “¿quiere dar una vuelta? Y sin soltarme, alzada, me llevó a dar una vuelta en el carro y ahí supe que ese señor, don Roberto, era mi abuelo. Fue lo máximo, porque don Roberto apagó el carro y nos fuimos rodados por la avenida tobogán, llena de curvas y bajadas. Me entraba mucho viento fresco por la ventana y él me miraba sonriente y me decía “fresquito, ¿no?, ¡cosa Rica!” Y se reía duro y yo también porque me sentía dichosa como en una película.

Al volver a la casa yo ayudé a bajar las bolsas con los panes. Nos sentamos en la mesa y mi abuelita Lucha me dio calados.  Llegué a la casa a contarle a mi papá que había montado en el carro de don Roberto y también se lo conté a mi tía Aleyda, que se rio mucho.

Al otro día don Roberto llegó a mi casa y me llevó de regalo unas muñecas preciosas en cajas individuales, cada una con su nombre y su profesión. Se llamaban Alice, Becky, Francis y Doris. Jugué mucho con ellas. Desde ese día me puse muy creída en el colegio porque ya podía decir que tenía abuelo y que se llamaba don Roberto. Ya podía ir a su casa y jugar, cantar, y gritar al llegar “¡abuelita Lucha, calao!”. Me acostaba a dormir en la cama de don Roberto y él me dejaba ponerme sus chanclas, que eran enormes y cheverísimas. También me podía sentar en su reclinomática a leer cuenticos. Don Roberto me iba a recoger al colegio y me regalaba cada semana una caja de chocolatinas Jet.

A veces, cuando don Roberto iba al colegio a recogerme en su carro, me hacía sentir muy creída. Muchas niñas de mi salón querían montarse en el carro de don Roberto porque era muy bonito. También me llevaba a las clases de natación y, si me enfermaba en el colegio, él iba por mí y me llevaba a su casa, me acostaba en su cama mientras mi abuelita Lucha me hacía remedios.

Lo que no entendía era por qué mi papá no podía entrar a la casa de don Roberto y siempre nos esperaba afuera en el carro o sentado en la verja del jardín.  A veces nos esperaba horas mientras yo jugaba, comía dulces que nos daba don Roberto, recogía retazos de tela que me daba mi abuelita Lucha para jugar con las muñecas. Don Roberto no se asomaba al carro y nunca preguntaba por mi papá.  Yo siempre quería que mi papá entrara conmigo pero él me decía que estaba cansado, que nos esperaba en el carro. Yo no decía nada. Me ponía triste porque mi papá no entraba donde don Roberto. Yo me sentía orgullosa de mi abuelo y al tiempo me daba mucho pesar y ganas de llorar ver a mi papá sentado en el carro o en la verja de la casa solo, sin poder entrar. Mi abuelita Lucha salía y lo saludaba, lo mismo que mis primos y mis tías.

Cuando estábamos adentro jugando con mis primos, subiendo y bajando las escaleras, corriendo y escondiéndonos por los cuartos de la casa, yo me asomaba por la ventana de alguno de los cuartos del segundo piso y veía a mi papá dentro del carro, quitándose las gafas y mirando para arriba, hacia la ventana desde donde yo le mandaba besos, y él me saludaba con la mano mientras me sonreía con una mueca tiesa. Otras veces mi papá se salía del carro a fumar y se sentaba en la verja de la casa de Doña Luz, que quedaba pegada a la de don Roberto. Yo salía corriendo, sudando, le entregaba una bolsita de retazos y después, cuando mi abuelita me daba mi taza roja de papitas fritas, yo salía para darle a mi papá. El me decía “gracias, negrita, vaya y juega con los primos”. Yo, mientras me recostaba en su brazo, le acariciaba la piel sobrante del codo y él se levantaba las gafas y se tocaba los ojos. Yo le preguntaba qué le pasaba y él me decía que nada, pero su voz no era la de siempre, firme y gruesa, sino temblorosa, quebradiza, y me decía “nada, negrita, gracias por las papitas, vaya y juega”. Yo me iba triste, sin querer irme de su lado, volvía a entrar donde don Roberto y desde allá miraba donde él estaba, fumando otro cigarrillo mientras se quitaba las gafas y con un pañuelo se secaba los ojos. Cuando se daba cuenta de que yo lo estaba mirando, me mandaba besos y me hacía señas con la mano para que entrara mientras en la cara tenía una risa templada. Me metía a la cocina a pedirle a Lilita, la empleada de mis abuelos, que me diera más papitas para poder volver a salir a estar otro rato con mi papá. Mi papá se metía al carro a oír futbol mientras nosotros salíamos y entonces si donde don Roberto había ponqué (compé para mí) me mandaban con un pedazo en un plato para mi papá. Yo me asomaba por la ventana del carro muy contenta y él me recibía el plato con la cabeza agachada mientras yo le decía “el compé está delicioso, papito” y él me decía que sí con la cabeza y miraba para adentro con curiosidad. 

Después de eso yo ya no quería jugar más y me sentaba en la mesa con los grandes o en la reclinomática a leer comiquitas de la revista Los Monos.  Mis primos me llamaban para jugar pero yo no les hacía caso. Ya cuando nos íbamos, mis tías, mis primos y mi abuelita pasaban por la verja y se despedían de mi papá pero nunca don Roberto; por eso a veces, cuando íbamos en el carro con mi papá a la casa de don Roberto yo me ponía a llorar, a gritar y decía que no quería ir: porque no quería escoger entre mi papá y don Roberto, yo quería estar con ambos.

Yo esperaba que un día don Roberto lo dejara entrar a su casa, así como me dejó a mí subir a su carro.