Cuento «El ángel caníbal» por Víctor Elizondo

Mis sospechas eran ya incontenibles y algo debía hacer para descubrir qué estaba pasando.

Mi inquietud radicaba en la sola idea de que hacía tiempo que Dios había abandonado este mundo, así que me di a la tarea de investigar.

Hacía un par de años que mi mamá había muerto; de la manera más natural e irónica. A sus cincuenta y cinco años había sido diagnosticada con una fatídica enfermedad; horas después fue al templo a rezar para mejorar su salud. En pleno sacramento un temblor había sacudido la ciudad dejándola sepultada. ¿Era esta la respuesta a su rezo?

Con el pasar de los meses fui descubriendo cosas igual de desconcertantes y aterradoras. Los suicidios iban en aumento al igual que los crímenes impunes. La gente moría de amor mientras que los facinerosos vivían de crímenes. Sí, algo torcido, algo fuera de toda sensibilidad humana y de empatía, nos dejaba a la suerte. Su contemplación era nuestra tragedia.

Así, mientras menos creyentes rezaban, más personas abandonaban sus dogmas y religiones. ¿Era esto causado por Dios o por su ausencia?

Trabajé incansablemente estos años, hasta darme cuenta que trabajar era una nueva forma de esclavismo. Junté mis ahorros y los tiré a la basura, sólo así los verdaderos necesitados harían buen uso de este dinero. Guardé sólo algunos pesos suficientes para mi travesía.

Tendría que encontrar a Dios.

El conocido de un amigo sabía cómo llevarme con él. Y como quien le diera un par de monedas a Caronte, este brujo me embarcó al cielo.

―Ponte de pie ―dijo―. Vas a dar tres pasos para atrás, media vuelta, tres pasos adelante, giras de lado izquierdo, levantas…

Y dijo más cosas que ya no recuerdo, pero era la misma danza de conversión para los nahuales que había visto en otros rituales. En eso el hombre se puso frente a mí y abriendo los brazos, señaló el camino de entrada a ese otro lado.

El lugar no era tan espectacular como lo habían comentado en las sagradas escrituras, sin embargo, una estatua de Dios era singularmente maravillosa y llena de perfección: un pedestal de oro, dinamitado hábilmente por rubís, diamantes, jade y obsidianas, sostenían en una sola pieza de mármol ciclópeo la arremetedora figura del Dios del antiguo testamento, que le refulgía en una mano el estruendoso rayo y en la otra la naciente cruz dorada. ¡Obra de angelicales artistas seguramente!

Seguí mi camino y avancé firme a mi objetivo hasta encontrarme con un ángel, no más impactante que la estatua, pero sí del mismo colosal tamaño; y quizá era obra de mi imaginación, pero mi cordura aún intacta se doblegaba ante tal grandeza. El David ante Goliat.

―Pasa, siéntate, te invito a cenar ―dijo con total naturalidad mientras comía de su plato.

―Estoy aquí porque vengo a buscar a Dios ―dije con rectitud y aplomo como quien nunca duda de su misión.

―Me lo estoy comiendo ―contestó con esa misma naturalidad que empezaba a inquietarme.

―¡¿Qué?! ―pregunté desconcertado ante su respuesta, pero al mismo tiempo maravillado bajo el deseo del hambre.

―La mano de Dios ―respondió antes de masticar un dedo que mi estómago apetecía probar.