No imagino cuán borracho debió estar mi amigo para hacer aquello que hizo, pero me alegra que lo haya hecho; no había sido feliz en tanto tiempo gracias a aquel osado y loco emprendimiento, aun cuando las cosas no le resultaron muy bien. Verán, yo estaba recostado en mi aposento eterno cuando empecé a escuchar afuera los ruidos que me despertaron. Era extraño escuchar ruidos porque a tres metros bajo tierra uno no puede escuchar más que su respiración y sus latidos, pero yo ya estaba muerto, ni siquiera debería escuchar eso; sólo mis pensamientos, pero muerto uno no tiene ya pensamientos. Ahora que lo pienso, es extraño que hubiera despertado. Cuando cesaron los ruidos me calmé un poco, porque obviamente yo estaba asustado, digo, ¿a quién no le asusta que lo desentierren? ¿Qué tal que anda un necrófilo por ahí? Pero mi calma no fue larga; pues nuevamente los ruidos comenzaron, ahora lo que escuchaba era que alguien rasgaba mi ataúd –anteriormente escuchaba cómo alguien escarbaba con una pala–; pero después silencio, y después algo que daba más miedo, eral golpes a mi ataúd, un hacha debió ser. Juro que si hubiera estado vivo del puro miedo o me cagaba o me orinaba o, bien, ambos. Pero no se imaginarán mi felicidad y mi alivio cuando vi quién abrió el ataúd a puros golpes. Con su mirada fija en mí pude ver a mi amigo de toda la vida, Ernesto. Estaba ahí despeinado y casi harapiento, sostenía una botella de ron. Hubiera querido saltar y darle un abrazo de la pura felicidad, pero la parte baja de mi ataúd estaba cerrada y habría sido imposible salir de un salto. Cuando me miró a los ojos él sonrió y casi empezó a llorar.
—Ah, querido amigo, tenía tiempo que no te veía –le dije desde donde me encontraba recostado.
Él, sin sentirse extrañado –probablemente por el efecto del alcohol- me siguió la conversación.
—Ya sé, compadre –me dijo él-. Por eso vine por ti, vamos a ir a tomar un rato y luego te traigo para que duermas a gusto otra vez.
Yo no me pensaba oponer a tan gran idea, habría sido muy mal educado rechazarlo, después de la molestia que se tomó al desenterrarme, del tiempo que estuvo cavando; y además él estaba notablemente borracho, no iba a dejar a un amigo embriagarse solo.
-Por supuesto que sí –le contesté al momento-, pero sácame de aquí primero.
Entonces él abrió por completo el ataúd para que yo pudiera salir, luego de verme de pie, él subió y salió primero de mi tumba, después me ayudó a salir a mí. Ambos ya estábamos fuera. Él se acercó a la tumba vecina y levantó una botella de mezcal que tenía ahí para ponérmela en la mano; bien que recordaba cuál era mi bebida. La destapé y di un largo trago a aquel licor.
Entonces Ernesto me invitó a irnos para pasear por la oscura plaza -pues era de noche- que se encontraba a dos cuadras del cementerio en el que fui enterrado.
Hablamos por al menos media hora mientras caminábamos en la solitaria plaza, mientras caminábamos por los pavimentados senderos, el ver que los árboles desprendían hojas secas como cada otoño en octubre hizo darme cuenta de la razón para salir aquella noche a beber con mi amigo.
—Ernesto, estas fechas son…
—De los días en que moriste –me interrumpió completando mi frase con algo de melancolía en su voz.
—¿Es hoy mi aniversario luctuoso?
—En un par de horas –respondió él.
Aquello me conmovió, no sólo me había ido a despertar en plena noche de octubre, sino que lo hizo en plena víspera del aniversario de mi muerte.
—Amigo, no he sido sincero contigo —continuó él.
Aun cuando Ernesto parecía esperar una señal de mi parte de que lo había escuchado no di respuesta alguna a aquellas palabras que parecían dirigirse a una confesión.
—Mira, la verdad necesito redimirme.
—¿Cómo? ¿Has hecho algo que me afectara que ameritara despertarme para disculparte?
—Todos necesitamos disculparnos alguna vez con un muerto.
—No es cierto, yo jamás sentí esa necesidad.
—Mira, a lo que quiero llegar es que la cagué, por mi culpa te pudres a cinco metros bajo tierra.
—No seas loco, que cinco metros es mucho; deben ser a lo sumo unos tres o dos metros.
Me daba cuenta de que mi amigo se estresaba al declarar lo que quería declarar, y al verme responderle como si lo que me decía no tuviera importancia él estrés aumentaba.
—¡Chingado! ¿Cómo te moriste? –preguntó de la nada.
—Yo me maté –le respondí con toda seguridad.
—¿Por qué te mataste?
—Supe que mi esposa me engañaba.
—¿Con quién te engañaba? –preguntó como si supiera la respuesta.
—Nunca lo supe. Sólo de ver a mi esposa desvestida en mi cuarto y a un sujeto salir por la ventana me hizo querer matarme. No me dio por averiguar quién era, ya sabes cómo era ella, que con casi cualquiera me andaba poniendo el cuerno. Ese último fue la gota que derramó el vaso. La amaba tanto que ni por eso podía dejarla, vivir sin ella era peor que morir.
—¡Fui yo! ¡Era yo quien estaba con ella! –exclamó al fin, se veía arrepentido y parecía querer llorar. Yo me compadecí. «Pobre hombre» pensé. También peor que morir era vivir con culpa.
—Era excelente en ello ¿no? –comenté al fin, sólo para calmarlo.
—¿En qué? –preguntó, ahora confundido.
—Pues en la cama –respondí yo, en son de broma.
Él no parecía contento con aquella broma, de repente ya no se veía una sola lágrima en sus ojos. Ernesto comenzó a gritar, estaba demasiado ebrio, yo no lo estaba. Aunque mi amigo se disponía a atacarme yo no hice movimiento alguno para evitarlo; un muerto no siente dolor, así como no siente remordimiento y tampoco puede estar borracho. Es más, un muerto no revive ni anda muerto, por lo que quizá yo no era yo, quizá ni siquiera desperté; lo más probable es que mi amigo me haya contando todos los delirios que tuvo en su borrachera cuando exhumó mi cadáver momentos antes de morir de un infarto aquella noche en el cementerio.
Semblanza:
Víctor Estrella Hernández (18 años). Viviendo actualmente en ciudad Obregón, Sonora. Recién empezó su carrera en ingeniería electromecánica en el Instituto Tecnológico de Sonora. Ha tenido una colaborado en El Blog de la Tertulia Literaria y en la reciente I Edición de la Revista literaria Claroscuro.