Cuento «El almendro florecido» por Mariana Rizzuto

Sentado en un banco de la plaza, el hombre se mira los zapatos. Ya no tienen brillo, ni una forma definida, ni cordones. De una de las bolsas, saca un envase de cartón y se empapa, aunque la sed nunca se calma. Un color que no alcanza a definir tiñe el aire y las baldosas. El hombre levanta los ojos y descubre el almendro florecido que deja sus rastros sobre las cabezas de mujeres y hombres que, apurados, atraviesan la plaza por los senderos marcados. Caminan rápido, hablan por teléfono, cargan con mochilas y carteras. El hombre los ve pasar y se aferra a sus bolsas rajadas y mugrientas de las que se asoman todos sus tesoros. Otra flor cae en vuelo de espiral y se apoya en la punta de su zapato. El hombre la toma con suavidad y la huele. Se la pasa por la barba y por el pelo encrespado. 

Desde el banco de enfrente, una mujer, de pelo enloquecido, intenta atrapar las flores que caen desde el árbol.  Sus manos, como pájaros, las persiguen, las rodean pero no logran detenerlas. Cada tanto, observa a algún niño que le saca la lengua o le sonríe o la mira asustado, mientras su mamá lo tironea, apurada. Los niños que pasan por la plaza no quieren ir rápido, preferirían jugar a ganarse las flores. La mujer, también con sus bolsas, detiene sus manos, mira al hombre y lo imita: se acaricia la cara, junta una flor que se detuvo en el banco y se la traga. 

Las luces de la plaza se encienden ensayando una coreografía fallada. El hombre le guiña un ojo a la mujer y le señala el almendro con un gesto de su boca. Después de varias horas de estar enfrentados, cada uno en su banco; una vez que los autos dejaron de sonar por los alrededores y cuando finalmente ya nadie atraviesa ninguno de los caminos de la plaza: el hombre y la mujer se acercan al almendro, se esconden tras sus raíces deformadas, fuera de la vista de todos los que pasaron por ahí y se unen en una danza violenta y fugaz. Con más calor que el del líquido del cartón o que el del aire que hizo explotar el almendro, se raspan, se enredan y se unen en la quebradura de sus cuerpos doloridos y ya sin dueño.