El panadero lleva días sin dejarme la bolsa de pan sujeta al pomo dorado de la puerta. Tres mañanas seguidas sin un pan integral y otro normal. ¿Por qué? Podría haber dejado una nota justificando su ausencia, como ha hecho otras veces; o bien mandar de reparto a algún pariente en paro el cual hubiera agradecido unos días de trabajo; joder, un mensaje en el móvil. Hace años le di el número y no le he avisado de cambio alguno. Puestos a dramatizar me podría haber dejado los seis panes que no me ha entregado junto con los dos del otro día y así los congelaba. «Ya sé que son las siete de la mañana Óscar, ya lo sé. (…) Anda y que te den, cuando tú bajes el volumen de la música por la noche, yo dejaré de gritar». Pero no, el señor de la levadura no aparece, y uno aquí improvisando desayunos… Bueno, más bien yendo al bar «La Plancha» y ya de paso, comprándole un número de la ONCE a Valentín, vecino a tiempo parcial desde hace ya bastante tiempo.
«Son las nueve de la mañana; las ocho en la Comunidad Canaria. Servicios informativos». Apago la radio y me siento en el sillón a ver un canal de deportes. Un campeonato de patinaje artístico sobre hielo es el escenario donde mis ojos se concentran. Un chico italiano, con una pieza de Puccini, realiza su coreografía. Tras terminar éste, le toca el turno a un chico ruso con un vestuario verde chillón; luego, un chino; el español; ganó un japonés. No lograba entender cómo me estaba tragando el bodrio que tanto le gustaba a Carmen. El único «deporte» que veía. Ella me abandonó hace ya tres meses, seis días y casi doce horas. No crean que me importó demasiado. Eran muchos los años en los que no nos unía ninguna clase de predicado en común, salvo nuestra indiferencia in crescendo. Me dijo: «Rafael, estoy cansada. Llevamos casi quince años juntos y seguimos sin entendernos, sin apenas conocernos. Me siento muy vacía contigo. Más que quererte, me voy para no odiarte». Y se fue. En dos días cumpliría 47 años, y por no esperar, se quedaría sin regalo. No obstante, yo me quedé sin Carmen…
La tarde llegó y «(…) la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido (…)». Una vez acabada su interpretación, decidí relevar a Joaquín Sabina por Leonard Cohen; en ese preciso instante, la soledad se vio agudizada por una voz que no permitía compañía. Las paredes iban echando el telón para dar paso a un escenario más lúgubre y yo seguía ataviado con mi albornoz color granate de rayas diagonales en ambas direcciones. A su vez, calzaba unas mugrientas zapatillas con ventilación delantera. Estaban mordidas. Mordidas… Me dirigí a la solana para ver si seguían, en su sitio de siempre, los cuencos de agua y comida de «Kolia». Efectivamente: los comederos estaban, pero no él. Se escapó hace dos semanas. Me sabe mal decirlo, pero era al que mejor trataba de la casa. Me caía bien. Le tiraba la pelota de vez en cuando, lo dejaba subirse al sillón y tenía las vacunas puestas. Me sacaba una sonrisa el muy peludo. Pero, en uno de sus paseos, los cuales me servían para despejarme, sin mediar ladrido, se echó a correr calle abajo y no volvió. Carmen me disparó; «Kolia» me remató; quizá les di motivos.
Era el cuarto día seguido en el que me iba a dormir sin duchar. Para ser sincero con ustedes, el hedor ya se hacía presente. Me daba igual. El mal olor de mi cuerpo se entremezclaba con la suciedad de mi espíritu y, entre los dos, encendían una pequeña fogata que me hacía olvidar lo fría de sentimientos que llega a ser la soledad. Ese calor era lo único que me arropaba en este invierno que ya se hacía largo… A las cinco y veinte de la mañana decidí levantarme en vista de que no lograba conciliar el sueño. Me senté en el trono de cuero para escuchar los primeros titulares del día acompañado de una cerveza y un plato pequeño de anchoas que me serví como aperitivo. En ese momento no sabía aún que terminaría comprando otro cupón y que al mediodía tendría que certificar también el abandono del panadero.