Cuento «Ekaterina Petrova» por Giovanna Guzmán

“…Ekaterina Petrova escondió los poemas de Miguel Ángel Bustos, en el bolsillo de su abrigo, después de repartir algunas copias a los maestros del colegio. Se disculpó con Mariana porque no iría a su casa  a redactar el plan de clase, esa tarde. Había planeado encontrarse con alguien en el parque del barrio de Jujuy. Regresó a la pensión que alquilaba y preparó garbanzos con guiso para almorzar. Luego fue a la tienda de Camilo y compró azúcar para su café. Cansada  por el trajín de la mañana se quedó  dormida después de las cuatro de la tarde. Al cabo de unas horas despertó angustiada. Era la primera vez que se quedaba dormida. Corrió con ligera delicadeza hasta llegar al parque. El atardecer  estaba por morir,  los rayos azules y celestes cruzaban el cielo.  Cuando llegó no encontró a nadie. Supuso, entonces, que aún era temprano. Más tranquila se sentó en una banca del parque a esperar su cita…”.

Todas las tardes, alrededor de las cinco, Ekaterina Petrova, espera el atardecer sentada en un parque del barrio Jujuy.  Se ha hecho a la idea que ya nada la puede sorprender de los atardeceres ni de la vida minúscula e incompleta que ha vivido todos esos años. Despierta alrededor de las seis y después de preparar su desayuno dietético va a la escuela de párvulos, vestida con ropa ligera para jugar con los niños, aunque jovencita ya no se sienta. Los pequeños ríen, corren, se tropiezan, lloran y desobedecen con la misma intensidad de todos los días. Por la tarde regresa a casa, prepara  un  almuerzo modesto y con la excusa de que le falta azúcar para endulzar el café sale a comprar a la bodega de Camilo, quien la atiende con la cortesía de siempre, sin variantes en sus gestos  ni es sus conversaciones y que ella aprendió a amar de una forma discreta  con el paso del tiempo.  Después del café, duerme la siesta. Horas más tarde se anima a dar  una caminata por el parque que generalmente está vacío Ekaterina, siempre ha tenido ese presentimiento, inconfundible, en las entrañas de que la felicidad o la tragedia llegarían a su vida en aquel parque. Por eso sus visitas son estrictas, aunque, luego de tantos años, ya no le importa si alguna de las dos noticias llega primero.

Ekaterina Petrova, durante esa espera habitual, suele recordar a su familia, aquella que se instaló en  Mendoza  luego de llegar de la Unión Soviética. Tiene una madre de avanzada edad y dos hermanos menores a los que añora, pero a quienes, por cosas del destino no ha vuelto a ver. A veces, también recuerda sus sueños de juventud y esas promesas que no pudo concretar. Encuentra, en el bolsillo de su abrigo, algunos panfletos que repartió a los miembros del partido. Se enoja, usualmente, cuando  evoca  esas ideas revolucionarias porque ya se considera vieja para cuentos de hadas. Otras veces,  desea  esos sueños con la fuerza devastadora  de dos mundos en colisión. Antes de dejar la banca del parque reza silenciosa tres avemarías, costumbre que aprendió de Mariana, una maestra residente, quien aseguraba que a la larga todo sirve en esta vida. Ora por un hombre que le prometió muchas cosas pero que no cumplió ninguna. En sus oraciones pide copiosamente que la recuerde, pues ella tiene la impresión de que ha sido olvidada. Ekaterina Petrova sueña con tener un día nuevo en la escuela, despertar quizá más tarde y conversar con Camilo de cosas menos domésticas. Ella solo quiere continuar, está cansada de releer su historia  una y otra vez.

Un día, mientras ella miraba la monotonía del atardecer, sentada en una banca del inmortal parque, escuchó el rumor de que aquel hombre que la había olvidado ya  había muerto.

―El viejo escribió la novela entre el 75 y el 79. Incluso después de que la dictadura arrestara a mi madre y la desapareciera. Al principio la escribió porque estaba enamorado  de mamá  pero, después, continuó escribiendo porque era lo único que podía hacer por ella. Como era una historia subversiva y yo era chico, se cuidó mucho. Papá enviaba cada capítulo terminado a diferentes puntos del país. Encontré algunos de sus envíos en casa de mis abuelos, de mis tíos y de otros conocidos. El viejo repartió la novela por todo el país pero nunca pudo juntar sus partes. Cuando cayó la dictadura se dedicó en buscar los restos de mi madre y se enfrascó en una lucha por sus derechos. Supongo que decidió  olvidarse  de la ficción para concentrarse en la realidad. Hace poco más de un año recibí un paquete desde Mendoza, una prima mía me remitía un sobre que había encontrado en el baúl de su casa cuando hacía remodelaciones. Era un manuscrito de hojas amarillentas que narraba la historia de Ekaterina Petrova, una profesora rusa, comunista y que unos años más tarde se convertiría en mi madre. Papá confesó, antes de morir,  que ni una sola vez la había olvidado, era  la culpa por su falta de carácter lo que le impedía reunir la historia de mi madre.

―¿Qué hiciste finalmente? ―preguntó la mujer que oía atenta el relato.

―Encontrarla ―contestó el hombre del relato―. Mi madre merecía ser encontrada tanto en la vida real como en la ficción, ¿verdad?

Ekaterina Petrova asintió emocionada. En ese preciso momento de su vida se dio cuenta de que su historia, por fin, tendría un final”.