A pesar del frío, la mañana era francamente estupenda, a través de los grandes ventanales de la casa de té se veían caer las hojas de los fresnos que muy pronto y por completo quedarían desprovistos de su follaje; en la esquina de Lope de Vega cruzaba una pareja de ancianos bien abrigados y más al fondo, sobre Campos Elíseos, el mayordomo del edificio contiguo recibía a una familia con parsimonia. De nueva cuenta, Gonzalo Tirinnanzi se sacudió la muñeca y acercándose el antebrazo a la barba revisó su reloj; luego se puso de pie y fijando la vista en la hora del exótico reloj del sitio, empotrado en un típico arco de herradura oriental, se cercioró. En efecto, su cliente llevaba veintitrés minutos demorado. En México la impuntualidad es una de las tradiciones que con más recelo se guardan, así que a sabiendas de ello resolvió ordenar una segunda tetera.
Para matar el tiempo en tanto llegase el Sr. Anuar Jalil Gossen, de su portafolio tan elegante como desgastado sustrajo el periódico del martes abierto previamente en la sección de “Cultura”; se disponía a retomar la lectura de un artículo sobre falsificadores de Arte que había despertado su interés. —¿Le ofrezco algo más? —se aproximó la mesera con el servicio de té—, ¿panqué de jengibre con naranja?, tenemos un excepcional rahat lokum de granada con pistacho, ¿o tal vez apetezca una empanada árabe? —Por el momento nada —secamente respondió el joven Tirinnanzi, quien tras meses de gestión había logrado concertar esa cita con el coleccionista libanés en persona no con otro prurito que el de acordar los pormenores del pago de una pieza prehispánica inaudita. Tirinnanzi trabajaba en el área de Compra-venta y Adquisiciones de una reconocida casa subastadora. El objeto en cuestión había sido descubierto cinco años atrás en una hacienda rumbo a Palenque, en Chiapas; se trataba de una pieza mortuoria, un cráneo de tamaño natural tallado en jade del que se sospechaba pudo haber pertenecido a algún Ahau maya.
Con los ojos enfrascados en el texto, Gonzalo buscó su pluma dentro de los bolsillos de su pantalón, necesitaba subrayar algunas ideas que creyó útiles. Sin dificultad se hizo de ella, pero al mirarla con el rabillo del ojo recordó ipso facto que la última vez que había firmado los contratos de la familia Urrutia no resbalaba como debía, de modo que antes de rasgar la página prefirió trazar garabatos cerca de la cabecera de sección. Pintaba discontinuamente y el joven refunfuñó de tan solo pensar en el costo de los repuestos. A la espalda de Gonzalo, un par de viejos leptorrinos con facha de españoles sostenían una plática que muy a pesar de la publicación no tardó en robarle la atención por completo al novel comprador. —No me cabe la menor duda. Se trata de una bruja, tiene el mismo rostro desde que se construyera la casa. Créeme, eso debe tener sesenta años o más, recuerdo que ya en aquél entonces era vieja, y sigue con vida… —Tampoco exageres Eustaquio —dijo sosegadamente su interlocutor con inconfundible seseo asturiano y con una robusta voz de barítono—. La señora Villasón Rubiera solo es un poco excéntrica. Mi padre la tenía en gran estima debido a su invaluable colección, a sus códices, sus figurillas mayas y a esos tapices que armaba con pedrería de distintas culturas; si no me equivoco, en una ocasión ambas, las subdirecciones de arqueología y etnografía del Museo de Antropología, la demandaron arguyendo que más de la mitad de aquellas piezas eran propiedad de la nación… Sorprendentemente para todo Polanco, la señora ganó el juicio. —Lo ves, Victorino —se apresuró a interrumpir Eustaquio—, hay que desconfiar de la gente con tan buena fortuna… Es un claro indicio de que el Diablo les es propicio…
Tirinnanzi no podría girarse; sería obvio y explícitamente descortés. De suerte que con su propio peso deslizó la silla hacia atrás en pequeños intervalos, se reacomodó para atender mejor a la conversación y extendió el diario como disimulando su interés. Uno de los viejos describía prolijamente la fachada de la casona de aquella señora —La casa, casi una mansión, está ubicada aquí mismo, en Polanco, en la calle de… De súbito el teléfono celular de Gonzalo prorrumpió con un estruendoso tono y un volumen desproporcionadamente alto, era la marcha Radetsky de Strauss. Inmerso de lleno en el diálogo, Tirinnanzi brincó de la silla, tirando con el impulso los cubiertos y la azucarera al suelo. Los comensales del lugar, incluyendo los viejos que charlaban detrás, se percataron incómodos del desaguisado, y pronta, la mesera se aproximó para auxiliarle. Disculpándose con un ademán que solo podría describirse como matemáticamente ridículo, Gonzalo sacó como pudo el aparato telefónico del fondo de su saco y atendió la llamada. —¿Sí?, diga, él habla… Pues sí, sucede que tengo más de treinta y cinco minutos esperándole… Confirmé con el Sr. Gossen personalmente el día de ayer… ¡Qué!, ¿embo… lia?, ¿el sepelio será por la noche? Gonzalo Tirinnanzi respiró profundamente y apretó los ojos con fuerza. —Lo entiendo; lo siento mucho, de verdad que sí. Disculpe… Bien, espero su llamada… Conteniendo un ostensible escozor, que migraba ardiente del cerebro hacia el estómago, Tirinnanzi guardó su aparato celular de vuelta en el saco y como pudo se incorporó maldiciendo a la vida. A falta de un whiskey, apuró la taza de té con un copioso sorbo, y con el rostro consumido en frustración desgarró los papeles del contrato. Su gran oportunidad de atraer un nuevo cliente se había desvanecido sin aviso, casi diabólicamente…
Con la mirada de vuelta en el escrito sobre fraude artístico, tronó nudillos y dedos, hizo círculos con la cabeza, tras ello extraños ejercicios de gesticulación y desconcertado se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Baldado por la noticia, se abstrajo de la realidad en una atmósfera silente, eternizando el tiempo, pensando sin pensar, hasta que el chirrido de una hervidora en la cocina lo hizo volver en sí y echó en falta el barullo de aquella conversación que tanto le había intrigado. Rápido, Gonzalo volteó con descaro para reconocer a los viejos. Empero, para su mala estrella, en la mesa apenas descansaba la cuenta en una simpática arqueta oriental en compañía de algunas monedas. Apoyando la frente en una mano, Tirinnanzi se sirvió más té con desánimo, vertiendo tan solo un hilo de leche en su bebida; al llevarse la taza a la boca, sin embargo, por el enorme ventanal, vio salir del negocio a los dos viejos españoles, un joven aindiado que se adivinaba era el chofer, les abrió la puerta de un espléndido Jaguar verde botella de finales del siglo XX, subieron, y sin dejar rastro alguno, raudos desaparecieron de su vista
—¡Puta madre!— dijo entre dientes visiblemente disgustado Tirinnanzi.
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Semblanza:
Luis Felipe es Licenciado en Comunicación por la IBERO; Maestro en Humanidades por el Instituto Cultural Helénico; Maestro en Gestión de Arte y Cultura por la Universidad de Melbourne; y Maestro en Cine por la Universidad Queen’s de Belfast. Actualmente cursa un PhD en RMIT University, en la ciudad de Melbourne, Australia. Junto con la comunicóloga y locutora Valeria Estefan, es cofundador de la productora cultural independiente Polytropos AC (www.polytroposac.com) asociación con la cual ha podido filmar varios proyectos vinculados con el jazz mexicano. Luis Felipe ha sido colaborador de diferentes revistas ya sea con artículos de divulgación, con entrevistas o a través de la creación literaria. En 2023 publicó el libro De puertas para adentro. Diálogos en las industrias creativas. Su cuento Inanición se tradujo al francés en una compilación realizada por la Université de Bourdeaux y le mereció una mención honorífica por parte de Museo Soumaya (2007).