Cuento «Didier o la gracia de los valientes» por Jorge Meneses

Didier está leyendo. Recostada en el suelo mantiene el libro en lo alto, sumida, a la vez, en un extenuante ejercicio isométrico. Sus tríceps se fortalecen mientras lee y canturrea. Didier hace tres cosas a la vez: se ejercita mental y físicamente, y canturrea el segundo movimiento del concierto para violín y orquesta de Philip Glass que yo le enseñé cuando éramos novios y juramos ir a Mongolia, en un viaje de autodescubrimiento.

No sé si Didier fue feliz conmigo, pero yo sí lo fui con ella, aunque ahora es condescendiente y evita mirarme a la hora de la cena. Está leyendo Eugenia Grandet.

“¡Horrible condición la del hombre! No hay una sola de sus dichas que no esté edificada sobre una ignorancia…” —recito.

Didier no me mira, resopla, se voltea y me da la espalda.

Ya no recuerdo cómo terminó nuestra relación, pero sí sé que no le gusta el chocolate, el pan, ir al cine, la comida japonesa, dormir con ropa ni las películas de Robert Rodríguez. Sé también que, ahora, Didier es novia de Mexes, y Mexes es mi hermano y lo quiero mucho. De hecho, quiero mucho a los dos, hacen bonita pareja, y una relación de ese tipo, tan, ¿cómo decirlo?, ¿literaria?, es una relación que sólo cabe en Rayuela, o en una película de Wes Anderson. Didier bien podría ser Margot Tenenbaum, y Mexes cabría perfecto en el papel de Richie.

Los tres habitamos un departamento de quince metros cuadrados.

—Es lesbiana —dije, a manera de excusa, la primera vez que llegamos a este sitio y la junta vecinal, compuesta, en su mayoría, por ancianos que fueron reubicados en este edificio luego del terremoto del 85, nos recibió con mala cara, ofendidos por el sin fin de maquinaciones que formularon al vernos.

—Lesbiana —afirmó Didier, ofendida por mi mojigatería—, sí, lesbiana, señora —dijo, tomando por los hombros a la jefa de la junta vecinal, una vieja gorda que le dedica sus últimos días a sus quince gatos—. Pero, usted no se preocupe, no habrá gemidos por las noches, porque como soy lesbiana ninguno de ellos puede darme, a menos, claro está, que abusen de mí, pero, ¿verdad que usted no permitiría eso? —preguntó Didier a una muy asustada jefa vecinal que buscaba afanosamente zafarse de aquel bochornoso encuentro.

Desde entonces los vecinos tratan de evitarnos en la manera de lo posible. Mejor para nosotros, porque cuando alguien, quien quiera que sea, toca a nuestra puerta, guardamos silencio, evitamos movernos muy rápido, nos miramos, aunque Didier no me mire, y esperamos hasta que el desconocido se rinda y finalmente se marche. Luego estallamos en risas y continuamos con lo que sea que hacíamos hasta la interrupción.

Tampoco saludamos a nadie cuando llegamos al edificio, mucho menos nos importan las juntas vecinales inoperantes que se realizan mensualmente y que siempre consiguen las mismas cosas: trifulcas y nada. A nosotros nos basta con lo que sucede detrás de esta puerta: la eterna tensión que gobierna nuestros actos.

Mexes está sentado frente a la ventana y mira las nubes.

—Aquella tiene forma de pulpo —dice mientras señala la nube que supongo tiene forma de pulpo. Pasa un buen rato hasta que vuelve a decir—: Esa otra tiene forma de dragón.

Didier lee, Mexes mira las nubes y yo los observo. No recuerdo en qué momento aceptamos vivir los tres aquí. Quizá porque los tres quisimos mucho a la madre de Didier, que dicho sea de paso, no era su madre biológica. A Didier la dejaron en una caja afuera de la casa de una señora que vendía periódicos. Pero la señora ya murió y el luto permanece; la ausencia nunca fue tan injusta con alguien como lo fue con nosotros. No hablamos de eso porque a los tres se nos llenan los ojos de lágrimas y nos dan ganas de emborracharnos, y cuando nos embriagamos a Didier le da por querer saltar de la ventana porque cree que es un pájaro; Mexes imita a Elvis y yo hablo de historia.

Alguien toca el timbre. Didier mira a Mexes, éste a mí y yo miro la puerta. Se me revuelve el estómago.

—Sé que están ahí —dice alguien; un hombre. Pero en este edificio, en medio de la nada, viven puros ancianos.

Ya antes habían tocado a nuestra puerta y entonces la rutina de siempre: guardar silencio, mirarnos, esperar, no moverse y aguardar a que el extraño se marche, pero esta vez hay algo raro y Mexes lo sabe, por eso está pálido. Me mira como me miró cuando nos enteramos que la madre de Didier tenía cáncer.

—No, no fue cáncer lo que mató a esa mujer. Fue Didier —dice el hombre. Miro a Didier. Está pálida—. ¿O qué creíste, niña? ¿Crees que tu madre estaba orgullosa de ti? Por favor, si te recogió fue por un risible sentido de la piedad. Siempre la avergonzaste. ¿Recuerdas cada firma de boletas, cada llamada de la dirección que nunca respondió? Ahora sabes por qué lo hacía: Ver-güen-za —deletrea el extraño—, siempre le avergonzaron las habladurías.

Didier está llorando, pero evita el gimoteo. Mexes no puede consolarla porque eso significaría caminar y comprometer el silencio. Yo trato de recordar si nos queda algún amigo y sea éste quien nos está jugando una broma muy pesada. Pero, ¿quién se tomaría la molestia de venir hasta aquí, a la nada? Aquí sólo hay viejos y fugitivos.

El hombre ríe y pregunta:

—¿Lloras, pequeña Didier? —y yo me pregunto si acaso este hombre es parte del pasado amoroso de Didier, porque todos, en este punto de nuestras vidas, somos culpables de haber roto algún corazón, y no hay nada peor que un hombre despechado, histérico y enamorado—. ¿Lloras, pequeña Didier —vuelve a preguntar el extraño—, por los 12 gatos que en una fiesta, alcoholizada, ahogaste luego de nombrarlos como los apóstoles de Jesús? Por cierto, ¿recuerdas esa fiesta? Fue la primera vez que engañaste a Mexes con su hermano.

Mexes me mira fijamente. Didier llora y mira a mi hermano. El timbre vuelve a sonar y Mexes dice, sin proferir palabra alguna: Ya lo sabía.

—Oigan, ¿cómo se supone que voy a entrar si no abren la puerta? No soy mago —dice el hombre—. ¿Por qué sus vecinos son tan viejos? ¿Es porque ya se quieren morir? Uno envejece cuando se quiere morir. ¿Por qué su puerta es la única de color gris? No hablan mucho, ¿cierto?

Mexes intenta levantarse, Didier le imita.

—Ni lo intenten —dice el hombre—. Si se abrazan se mueren todos.

Mexes y Didier desisten. El hombre dijo “mueren”, pero yo no me quiero morir. Me aterra el vacío. Imagino que después de la muerte vivimos apresados en una habitación pequeña, vacía, encerrados mientras pensamos en todo lo que hicimos bien y mal, y de vez en cuando alguien toca la puerta violentamente.

El hombre comienza a forzar la cerradura. Introduce algún objeto con la intención de abrir la puerta. Ya no hay espacio para la cobardía. Echo a correr hacia mi habitación. Didier y Mexes me siguen. Nos encerramos al tiempo que la puerta principal se abre.

El hombre arremete contra la puerta de la habitación, una y otra vez hasta que se fatiga. Se escucha su respiración agitada. Mexes pierde la compostura y llora histérico. Yo me coloco detrás de la puerta para intentar minimizar las constantes embestidas del extraño. Desde afuera, a través de la única ventana de la habitación, llega la melodía de November de Max Richter, que, a su manera, hace de banda sonora para este momento en el que todo parece desmoronarse. Didier, en una de las esquinas de la habitación, está sentada; lleva las rodillas hasta el pecho, con ambos brazos rodea sus piernas y mira a Mexes, mientras éste patalea como un niño cuando hace berrinche.

—Oigan, yo sólo vengo a ofrecerles un trato que puede salvarlos —dice el hombre.

Mexes sigue llorando desconsoladamente. Yo miro a Didier, ella me mira, por vez primera me mira sin importar que Mexes esté aquí.

—¿Saben qué le dijo un borracho con sombrero a otro sin sombrero? —pregunta el hombre.

—Ya lo sabía —dice Mexes a Didier—. Sé que tú y mi hermano pasan algunas noches juntos, pero no se miran a la hora de la cena para mantener una fachada. Una muy ridícula fachada. Escucho los gemidos que te esfuerzas por contener. Y tú —me dice—veo las miradas que le diriges a Didier.

—¿Y por qué no lo habías dicho antes? —pregunta el hombre.

Tengo ganas de vomitar y Didier tiene los ojos llenos de lágrimas. Sigue sonando November de Max Richter.

—Porque… —comienza Mexes, pero su voz se quiebra y vuelve a llorar.

—¿Por qué? —grita Didier. El hombre ríe a carcajadas. Yo me acerco a la ventana. En el cielo hay una nube que tiene la forma de un pulpo.

—Él no hizo nada. Fui yo —digo. Sigo mirando la nube que ya no tiene forma de pulpo—. Fui yo y le hice creer a Mexes que tuvo la culpa.

—¿Qué hiciste? —grita Didier. Se levanta y se arroja contra mí. Mexes se levanta y arremete contra Didier. Escucho las carcajadas del extraño.

Los tres forcejeamos hasta que el cansancio nos vence. Nos separamos y permanecemos recostados sobre el suelo. Resoplamos y sudamos a un mismo tiempo. El picaporte está siendo forzado.

“¡Horrible condición la del hombre! No hay una sola de sus dichas que no esté edificada sobre una ignorancia” —cita Didier, luego se levanta, se dirige a la ventana, la abre—. Quiero ser un pájaro —dice, mientras coquetea peligrosamente con las alturas. Coloca ambas manos sobre el borde y se balancea. Mexes y yo la dejamos hacer. Ella siempre ha sido más valiente que nosotros dos juntos.

—Muchachos —dice el hombre—. Vamos, seamos civilizados. Abran la puerta y podremos hablar como se debe.

—¿Cuánto quieres a Didier? —le pregunto a Mexes, pero él me da la espalda, mientras la puerta cede y yo miro a un pájaro volar.

 

 

Semblanza:

Jorge Meneses. Ciudad de México, 1991. Ha publicado en medios digitales e impresos (Los Heraldos Negros; Opción; La Rabia del Axolotl; Hysteria; Rojo Siena, entre otros). Forma parte de dos antologías de cuento: Hacerle al cuento (Amarillo Editores, 2015); y Después del viento: trece homenajes a Jesús Gardea (Aldea Global, 2015). Primer lugar en la categoría de cuento en el I Primer Concurso Literario “Tinta Chida” (2017); mención honorífica del Concurso Internacional de Cuento “Las Dalias” (2017).