Cuento: «Delirios revelados» por Alejandro Arias

Salí del bar apurado. Estaba cansado, ebrio y fastidiado. Quería llegar lo más pronto posible a esa fea pero barata habitación que alquilé en el Centro de Lima. Aceleré el paso, pero la calle, a pesar de estar iluminada, me era totalmente desconocida. Temía ser asaltado en la siguiente esquina por cualquier sombra que se me aproximara.

A media calle, bajo la luz de un farol, pude ver a una niña clamando por unas monedas. Llevaba puesto un vestido rosado muy lindo, pero que se notaba sucio y arrugado. Sus pequeños zapatos blancos parecían ser lo único limpio que poseía, además de su pobre alma.

Me miró y se me acercó con lágrimas en los ojos; moqueaba descontroladamente y me empezó a jalar de la camisa. Pedía ayuda, se notaba desesperada, quería algo de comida tal vez. ¡Señor, señor! Su voz aguda, similar a la de cualquier niño, me aturdía tanto como el maullido de un gato asustado. La tomé del brazo y bruscamente la aparté de mi camino. Ella calló al suelo, agachó la mirada y estalló en llanto. Yo seguí dando pasos, mucho más rápido que antes.

Al llegar a mi habitación me recosté sobre el colchón en el suelo. Sentía mucho frío y la humedad ingresaba a mis pulmones con sólo respirar. Intenté coger el sueño de manera inmediata, pero me fue imposible; el estómago me crujía y me pedía a golpes algún alimento. Abrí la puerta de mi pequeña heladera. Estaba malograda, la había comprado en uno de esos remates caseros a sólo cincuenta soles. Claramente no conservaba fría ninguna comida, pero al menos me servía como despensa. Cogí la lata de atún y unas galletas. Mientras comía revisaba el periódico que había dejado en el suelo el día anterior; paro de transportistas, de docentes y de médicos. Lo típico de cualquier ciudad tercermundista, indigna por añadidura.

Al cabo de unos minutos César empezó a rasguñar la puerta desde afuera. No le había dado de comer en todo el día. Sus ladridos me desesperaban y finalmente le abrí la puerta y lo dejé pasar. Le di lo que sobraba de atún y recosté mi espalda contra la pared. Abrí y cerré los ojos rápidamente y de manera consecutiva. El alcohol iniciaba su efecto anestésico y el sueño me empezaba a consumir.

Me vi envuelto en la más profunda oscuridad, el frío extrañamente desapareció y César comenzó a lamer la lata de atún con un extraño ritmo acompasado que solo yo podía percibir. A pesar de tener los ojos cerrados, veía una silueta moviéndose de arriba abajo sin parar. Se movía al compás de los lamidos de César sobre la lata. Un-dos-un-dos-un-dos. La música era potente, al mismo estilo de Wagner y sus Valkirias.

De pronto me sobrevino un desvanecimiento. La ópera wagneriana continuó, y la irreconocible silueta empezó a cantar algo parecido a un ruego; similar a los salmos que se escuchan en las iglesias. La sombra me cantaba, me rogaba, me suplicaba no sé qué. Pero yo, asustado y sin saber qué quería, se lo negaba. Quise escapar de allí, pero me sentí paralizado, atrapado. La música paró, y me vi a mi mismo cayendo en un vacío infinito.

Ya completamente dormido, el sueño me condujo hasta una misteriosa calle envuelta por la neblina. La oscuridad me abrumaba y empecé a traspirar. Caminaba despacio, con cautela. Luego, sin saber cómo, la calle se iluminó y aparecieron dos sujetos cerca de una luz. Vestían de saco y sombrero. Fumaban un cigarrillo y no conversaban entre ellos. Se limitaban a mirarme de una manera muy sospechosa. Pensé que tal vez planeaban secuestrarme o algo así. Tras la distracción, una vieja, fea y arrugada, me abordó ofreciéndome unas flores. No las quise, pero insistió y las puso entre mis manos. Las espinas me cortaron y me empecé a desangrar. Las flores cayeron al suelo y la señora desapareció. Volteé la mirada y los dos sospechosos seguían mirándome atentamente mientras fumaban su interminable cigarrillo. Intenté correr, pero la sangre había llegado hasta mis piernas. Caí de rodillas y los pies tampoco me respondían. Alcé la mirada y vi una sombra acercándose. ¡Señor, señor, yo lo ayudo señor! Una niña se aproximaba, bella y pura, como un ángel de Dios. De repente un súbito ahogamiento me hizo ver la muerte cara a cara; hasta que vi una señal, una posibilidad de redención; y el silencio, un largo y profundo silencio.

Los sueños nunca son claros, pero éste en especial, pareció ser un mensaje de Dios. Fue como una premonición, un milagroso alumbramiento. Nació en mí la sensación de culpa, de arrepentimiento. La necesidad de un perdón y una salvación eterna.

Al cabo de unas horas, y tras una serie de fugaces imágenes que desfilaron ante mis ojos cerrados y cansados, desperté. César dormía en el otro extremo del colchón, se había acomodado perfectamente cerca de unos trapos sucios; un pantalón y dos camisas que ya olían más a él que a mí. Me quedé contemplando la escena por unos minutos, con la mirada perdida y pensando en el sueño que acaba de tener. La silueta, las Valkirias, el vacío infinito y la neblina. Los sospechosos con cigarrillo en mano, la vieja arrugada y las flores. La sangre, la sombra, la muerte, el silencio y la niña. La niña que no era más que un ángel, un ángel enviado por Dios a través de mis sueños con un solo objetivo; la salvación.

Se podrá decir que no hago más que delirar, que seguramente perdí el poco juicio que me quedaba y que me volví loco. Pero sólo yo puedo entender lo que pasó aquella noche. Yo vi más allá de la vida, más allá de la muerte. Vi la creación total en el rostro de un ángel. Sé que puede sonar ridículo, pero eso fue lo que sentí, y lo que me fue revelado.

Miré al techo y observé una larga grieta que se extendía hasta la pared, a la altura de la puerta. Volví a ver a César dormir y sentí un ligero dolor de cabeza. Vi la ventana cerrada, pequeña y cuadrada, oscura, reflejando lo que parecía ser una noche infinita. Me levanté y desperté a César, pero él solo atinó a mirarme y volver a dormir sobre sí mismo. Fui hasta la heladera, cogí unas galletas y me senté sobre mi banco de madera, firme y antiguo, rescatado de la basura. Recogí el periódico del suelo y me quedé viendo las imágenes; pensé en las injusticias. Recordé el mensaje del ángel y vi a la niña en mi imaginación. ¡Esa era mi misión! Buscaría a esa niña, a la que hacía unas horas atrás había apartado de mi camino. Podría darle unas monedas, darle algo de comida, darle cobijo, un techo donde pasar la noche. Una niña indefensa que Dios me puso en el camino para proteger y cuidar.

Agarré las galletas, tomé unas cuantas monedas y un abrigo limpio que colgaba de un clavo en la pared. Cogí las llaves de la habitación, y César alzó las orejas y saltó del colchón, listo para salir antes que yo. Había pensado en dejarlo, en ir solo, pero vi en César a un Rocinante, o mejor dicho, a un Sancho. Así que salimos y juntos dimos varias vueltas por las calles del Centro, hasta que nos adentramos por un camino que reconocí inmediatamente; el farol a media calle, la luz tenue. Aquí fue, pensé. Miré a todos lados pero la niña ya no estaba allí. Continuamos caminando, viendo el montón de vidas desgraciadas que rodeaban a esta ciudad; prostitutas laborando detrás de un coche, ladrones cerca de la plaza, atentos a cualquier nuevo cliente, mujeres embarazadas inhalando Terokal y pidiendo limosna. Ninguna autoridad, ningún guardián de la seguridad; y detrás de un basural, allí estaba, la niña; sucia, mugrienta y titiritando de frio. Me acerqué solo, César se quedó atrás, como un vigilante. La pobrecita no paraba de toser y solo buscaba calor cerca de una caja de cartón. Cuando me vio aproximándome, sintió miedo y me comenzó a gritar. ¡Váyase, váyase! Pero no le hice caso. Tomé el abrigo y se lo extendí. Póntelo, pequeña. Estás muerta de frío. La niña accedió y abrazó el abrigo antes de ponérselo. ¡Gracias, pero váyase, váyase! Parecía estar realmente enferma y, a pesar de ello, no deseaba que me le acercara demasiado. Niña, necesitas que te ayude. Deberías tomar algo caliente. ¡No, váyase y déjeme sola! Su rostro se enrojeció por la furia de sus palabras. Entendí que se sentía amenazada. No te haré daño, confía en mí. Mi casa es pequeña, pero te puedo conseguir más abrigos y una sopa caliente. ¡No, váyase, váyase ya! Cogió varias piedritas del suelo y me las lanzó directamente al cuerpo. Alcancé a cubrirme mientras retrocedía en mis pasos. César se acercó dando ladridos y la pequeña lo amenazó también a él. Nos alejamos rápidamente en dirección a la plaza, y caminamos varios minutos sin rumbo alguno. Estaba confundido por la reacción que la pequeña había tenido. No podía comprender lo que acaba de ocurrir.

El cansancio, la ansiedad, la angustia. Una noche sin luz, sin Luna y sin estrellas. Las calles de una ciudad sin alma, sin vida; y yo sin esa luz, sin ningún destino ni final, y una niña clamando por unas monedas en medio del camino, ignorada y despreciada, pobre y desdichada, y su pequeño rostro dulce y mugriento, inocente y desconsolado, que se asomaba entre esa fría oscuridad de un húmedo invierno en este olvidado e insignificante rincón del mundo.

 

 

Semblanza:

Alejandro Arias Vasquez (Lima, 1990), escritor y poeta peruano. Radicado en la Argentina desde el 2017.