Cuento «Debajo de esta ropa» por Gabriela Quintana

        


I

Un movimiento eléctrico recorre los dedos de mi mano derecha. Por alguna extraña razón no percibo el resto de mi cuerpo, solo esta sensación involuntaria que se propaga como un cosquilleo desde mis uñas hasta mi hombro. Respiro profundamente y advierto un fuerte hedor a humedad, quizá a tierra mojada, a moho.

Comienzo a sentir un dolor punzante en mis piernas, el cual se va quitando poco a poco para dar paso a un frío que me llega hasta los huesos. Aún continúo sin poder moverme, y no comprendo por qué. El sueño me sigue pesando acompañado de un cansancio extenuante. Realmente siento unas ganas de seguir reposando, no me preocupa nada en este momento. A pesar del estupor, mi mente vagabunda y confundida, se dispone a recordar. Con los ojos cerrados, mi memoria repasa los últimos sucesos…

  II

No olvido el día en que había llegado a la oficina antes que todos los ejecutivos, no obstante, me pareció ver el auto de Mateo aparcado al fondo de la explanada. Era inusual que llegara a esa hora. Llegué al tercer piso del edificio y me instalé en mi escritorio. Di un vistazo alrededor y solo divisé a la secretaria de mi jefe ordenando unos documentos. Era un piso generalmente limpio, lleno de cubículos ocupados por gente de distintas áreas. Una alfombra gris y cuadros coloridos colgaban de las paredes. Aún podía disfrutar de la calma de la mañana por lo cual decidí ir a por un café. Al atravesar el salón observé que mi colega aún no llegaba a su oficina. 

De vuelta a mi escritorio encontré una nota. Era Mateo que me invitaba a cenar, sería la tercera ocasión que saldríamos. Estaba leyendo cuando alguien me habló y mi cuerpo se sacudió del sobresalto. ¡Cecilia! ¿Puedo hablar contigo un momento? Mi jefe me llamó con voz muy seca. Se encaminaba a la sala de juntas. 

Cuando llegué, ahí estaba sentado Mateo junto con otra compañera. Mi jefe comenzó diciendo que el Consejo Administrativo de la compañía solicitaba un nuevo proyecto. Aquel que presentara el mejor sería el responsable de su aplicación tanto en el país como en los otros dos en los que tenía representación. Mateo y yo nos miramos a los ojos con un brillo desafiante. La otra chica no tendría tiempo de liderar un proyecto puesto que corría el rumor de un embarazo, detalle que mi jefe aún desconocía. Por lo tanto, solo tenía un contrincante. 

Esa tarde me encerré en mi oficina y comencé a trabajar en el proyecto echando mano de toda creatividad posible. Al final de la jornada, guardé los documentos en mi maletín y archivos en mi computadora para continuar revisándolos en casa, y me marché. Cuando me iba, vi que Mateo aún seguía trabajando en su oficina. Me acerqué a hablarle. Al llegar al umbral de su puerta advertí que hizo ademán de esconder varias cosas y su mano temblaba. 

—Ya me iba, pero quiero decirte algo… en vista del reto que tenemos, es           mejor que no salgamos a cenar —dije. 

—No veo razón de cancelar, podemos pasar una buena velada.

—Mmm… estaré ocupada trabajando. El plazo que nos dieron es muy corto. 

—Como tú quieras, entonces, lo dejamos para otra ocasión. 

 —Bien… hasta mañana. 

III

Siento otra vez un cansancio que me abruma, y vuelvo a percibir este movimiento eléctrico ahora viniendo de mi pie derecho. Me siento cansada. Aún sigo con los ojos cerrados y continúo recordando…

Pasaron los días y me percaté de que Mateo casi no me hablaba, incluso tratándose de asuntos de trabajo. Reparé durante ese tiempo que Iba con el jefe más seguido y llegaba antes que nadie a las reuniones. Parecía que el director delegaba más trabajo a él que a mí o la otra chica. Me avisaban hasta en último momento sobre una junta de trabajo. Entonces puse pausa momentánea a mi proyecto y me dediqué a buscar más clientes para cerrar jugosos contratos. De alguna manera sentía que me estaban excluyendo. 

Así que reactivé todo: llamadas, entregas, citas, en fin, todo se agilizaba a mí alrededor. En cuanto logré cerrar dos nuevos negocios, retomé mi proyecto. Pensé que aquello pasaría desapercibido hasta que me llegó un correo electrónico. Mi jefe me felicitaba por las nuevas cuentas. Volvía a estar en el ojo del huracán y me congratulé.

 Todo parecía marchar bien. Mi proyecto avanzaba y estaba segura de que ganaría. De pronto, una mañana, para mi sorpresa llegó Mateo a verme mientras estaba en una llamada detrás de mi escritorio. Colgué y me le quedé viendo sin decir palabra. “Me debes una cita”, dijo. Me sumí en mi asiento y palidecí. ¿Qué se proponía? ¿Quería sacarme información bajo el influjo de una cita romántica?, pensé. 

—No hablaremos de trabajo, te lo prometo —añadió con mucha seguridad en   su voz. 

—¡Vaya! Pero hoy no puedo, esta noche terminaré mi proyecto.

—¡Estupendo! Entonces que sea mañana. En viernes, mejor. 

—Está bien. 

Esa noche el café me acompañó como un amigo fiel hasta la madrugada cuando por fin terminé el cometido, pese a que mi mente divagaba mucho con la cita. Me inquietaba que intentara robarme algunas ideas. En fin, tendría que verme firme y prudente. 

Llegó el día. Mateo tenía que visitar unos clientes por la tarde, de manera que, durante su llamada, acordamos encontrarnos en un punto relativamente cerca de la empresa. Ahí dejaríamos su auto en el estacionamiento de un centro comercial y seguiríamos en el mío hasta un restaurante. 

Durante la cena, se portó de lo más encantador. Abrió una botella de vino, y recordamos nuestra última cita. Reímos un buen rato. Me sentí relajada con el vino y en su compañía. Volví a sentir la misma confianza de antes. 

Fue una cena corta y más personal de lo que me esperaba.

Nos subimos a mi auto. Esta vez fue él quien condujo. Proseguimos por la misma avenida de vuelta al lugar donde dejamos el suyo. De repente giró hacia una callejuela un poco más adelante del estacionamiento, la cual terminaba unos cuantos metros después y de ahí el camino continuaba en terracería. Me dijo que al final de éste, llegaríamos a una colina desde donde me mostraría un impactante panorama de la ciudad. 

Dejé mi bolso y me bajé del auto. Pude comprobar que la vista era espectacular: se apreciaba un enjambre de luces destellantes por todo el horizonte. Observaba todo lo maravilloso que alcanzaban a ver mis ojos, cuando un dolor me empezó a oprimir el pecho. Sentí que me costaba respirar. Comencé a advertir un escalofrío por todo mi cuerpo y un sueño pesado me invadió. Como si me hubiera tomado algún medicamento. Le dije: Mateo me siento mareada. Y me desvanecí.


IV

De pronto ya no puedo recordar más… Siento dolor en la cabeza, como de un golpe. Abro los ojos y todo está oscuro. ¿Qué me está pasando? No puedo moverme. No sé dónde estoy. Recorro con mis manos el lugar. Grito como loca al darme cuenta que estoy encerrada. Con toda la fuerza de mis puños golpeo todo hasta que me duelen las manos y comienzo a llorar. Tengo ganas de vomitar. ¿Qué sucede? Siento que me va a explotar la cabeza. Sigo gritando y se me corta la voz con el llanto. ¡Dios mío por qué! No quiero morir aquí. Me percato que estoy en un ataúd.

Empiezo a gritar enloquecedoramente, pero nadie parece escucharme. Doy de golpes a los costados y por encima; intento tocarme las piernas y pies. Con movimientos erráticos, poco a poco tomo consciencia de mi cuerpo. Recorro con mis manos cada parte. Un llanto histérico se apodera de mí. Arranco todo cuanto puedo alrededor con un frenesí incontrolable. Es entonces, cuando siento que me estoy quedando sin aire. Toso. Mi saliva se me atraganta. Intento controlarme y apaciguar mi alterado ritmo cardiaco o de lo contrario moriré de asfixia. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mis esfuerzos y mis nervios me cansaron. Así que vuelvo a romper en llanto por la sola certeza de saberme enterrada viva. No recuerdo nada más, ni como he llegado hasta aquí. ¿Bajo qué condiciones y motivos pudieron haber cometido esta locura? ¿Quién lo hizo? Trato de controlarme respirando pausadamente y evitando que mi corazón se acelere de nuevo. ¿Cuántas horas llevaré aquí encerrada? y ¿cómo haré para salir de aquí?, me pregunto con terror y angustia. Lentamente logro mover mis pies y piernas. Mi delgadez me permite doblar un poco las rodillas sin golpearme contra la caja. 

Me doy cuenta de que llevo puesta la ropa del último día del cual tengo memoria, un pantalón de lino con su chaqueta. Y, recuerdo haber ido únicamente al trabajo. Sólo llamadas, almuerzo en la empresa. De ahí poco a poco me van llegando los últimos detalles: ¡Mateo! 

Reviso a medida de lo posible con movimientos lentos y calculados, las pertenencias con las que me han enterrado y descubro que aun traía puesto mi reloj en la muñeca. Aquel objeto de joyería emite una pequeña luz que me muestra con dificultad los límites de la caja, de manera que la enciendo con intermitencia para evitar consumir rápido la batería. Estoy temblando, mi paciencia se extingue como el oxígeno y solo me queda pensar como haré para salir de ahí. Encuentro con un poco de astucia y luz una cerradura cerca de la cabeza, pero esta atorada o tiene el pestillo puesto. De niña había asistido a campamentos de verano y me habían adiestrado con ciertas técnicas de supervivencia, pero definitivamente no estaba preparada para ésta en especial. Me retiro los aretes que aún tengo puestos y con la punta trato de empujar sobre los canales de la cerradura de tal manera que logre desarmarla. No funciona. Entonces, intento quitarme el sostén, las copas están provistas en su interior de un reforzamiento metálico que me puede servir para empujar el pestillo, o bien utilizar el ganchito de la cremallera a modo de destornillador. Intenté muchas veces hasta que se me entumecieron los dedos. Me entró un letargo otra vez. Descansé.

Quedaba poca luz de mi reloj, pero todavía así volví a intentar, armándome de paciencia. No tenía muchas opciones. Después de un rato lo logré. No obstante, abrir la pequeña tapa dejaría al descubierto un hueco que dejaría caer un cumulo de tierra sobre mi rostro. Tengo que calcular muy bien mis movimientos con el reducido espacio con el que cuento. Resuelvo girarme para quedar boca abajo y con la cabeza, empujar hacia arriba fuertemente la pequeña tapa. El solo hecho de voltearme hace que todo mi cuerpo se reanime, que la sangre fluya de la cabeza a los pies con más vitalidad a pesar de ese extraño letargo. Comienzo a sentir un tremendo dolor de cabeza y mi estómago me ruge recordándome el juego infame de mis jugos gástricos. Lo último que mi mente trae a la memoria es estar con Mateo en el peñasco, de ahí todo me comienza a dar vueltas como si me hubiera alcoholizado o drogado. Ahora debo poner todo mi empeño en levantar la tapa y aún cubierta toda de tierra veré la forma de sacar un brazo y abrir el resto de la caja.

Nada sucede como planeo a dos metros bajo tierra o más. No sólo me caen tierra y gusanos, también piedras, palos y un hueso de otro entierro contiguo. Estiro mi brazo derecho para alcanzar a sacarlo por la pequeña abertura mientras remuevo la tierra y demás cosas hacia el interior del ataúd, hacia mis piernas, de modo que pueda liberar espacio para mi brazo. Por fin alcanzo el pestillo de la caja, pero no logro abrirlo, mis fuerzas aun no son suficientes y necesito un nuevo empuje. Trato de mover mis rodillas hacia delante y con esto siento que se mueve toda la tierra alrededor de la caja. Ésta se asienta aún más. Empiezo a temblar otra vez, grito con mocos y lágrimas en los ojos, pero continúo con la certeza de que saldré de allí, cueste lo que cueste. 

Es entonces cuando llega a mi mente la imagen de mis padres. ¿Dónde están?, mi hogar, mis hermanos, mi trabajo, ¡mi proyecto! Lo había dejado en la oficina. Faltaban uno o dos días más para entregarlo, y es justo ahora, cuando comprendo todo. Comprendo a Mateo.

V

  
Con varios movimientos y fuerza de voluntad logro abrir la caja rasgándome el brazo, que empieza a sangrar, pero no le doy importancia. Como planta germinando voy escalando entre la tierra para ver la luz del sol, o el reflejo de la luna ya que he perdido toda noción del tiempo. Saco la cabeza y respiro de manera frenética mientras voy sacando todo mi cuerpo. Limpiándome el rostro observo que no hay nadie alrededor y me encuentro sola, en el cementerio. Camino casi arrastrándome a pedir auxilio con mis ropas raídas y mugrientas. Mis piernas estaban entumecidas, tiesas. Debido a mis gritos acudió el vigilante, a quien le causé un gran espasmo por el gesto dibujado en su rostro; durante un largo momento se quedó sin habla. Reanimé mi cuerpo para que circulara mejor la sangre y una vez recuperado el aliento, me dirigí a casa. Busqué la llave de emergencia que solía esconder y encontré el sitio todo revuelto. Levanté mi cama, en el interior, en una de tantas cajas guardaba un arma para protección. La coloco en mi bolso. Aún no consigo salir de la conmoción, y no me comunico con mis familiares ni con nadie de la oficina. El cuerpo lo siento pesado, débil. 

 Me dirijo al apartamento de Mateo. El edificio lo percibo más sombrío que de costumbre o quizá mi vista estaba todavía azorada de tanta oscuridad. Subo las escaleras hasta el segundo piso, respiro profundo y toco a la puerta. Empiezo a sentir un escozor en el estómago, tengo ganas de descargar toda esta furia contenida de un solo impacto. Un grito seco y grave se escucha desde el otro lado del umbral. ¡Un momento! Escucho sus pasos dirigirse hacia la entrada. Abre la puerta…. 

El rostro de Mateo, estupefacto, clava sus ojos en mí sin parpadear, observo la palidez y turbación de su mirada. La sangre, palpitante, me hierve a través de las venas cuando levanto el puño con el arma… Ahora estaba petrificado. 

La tos me asfixia, me cuesta mucho trabajo respirar, no siento mis piernas, y me atraganto con la saliva. Parece que mis pulmones se contraen. Deseo gritar, pero ya no puedo. De todas maneras, nadie me escucha. Probablemente se está terminando el oxígeno. Golpeo con mis manos y pies todo a mi alrededor. Me estoy asfixiando en este ataúd… ¡Por favor, auxilio! Espero que un día alguien escuche esta grabación en mi móvil.