Cuento «De las cosas en común entre el olvido y la muerte» por Laura Daniela Huerta Alcántar

Don José salió de su casa antes que yo de la mía, cuánto tiempo antes… No lo sé. Cuando lo encontré me dio la sensación de que llevaba mucho rato ahí parado.

Los veranos aquí tienen dos tipos de días, unos nebulosos, calientes, húmedos y grises en los que el tiempo se vuelve solo un presente gravoso, sin pasado, ni futuro; y otros con largos amaneceres y puestas de sol en los que cada segundo fugaz posee una tonalidad de luz diferente que va abrillantando los objetos por la mañana o absorbiendo su color hasta hacerlos desaparecer por las noches. Éste era de esos últimos.

Había pasado una nube aislada que apenas alcanzó a llenar de agua los baches de las calles y dejó el cielo despejado otra vez. Oscurecía. Pasada la llovizna, salí. Mis padres tenían más de treinta años habitando esa casa, en la cuadra todos nos conocíamos; los vecinos de enfrente, los de a lado y los de atrás; sabíamos nuestras historias. Cuando llegaron a la colonia, las familias eran jóvenes con uno o dos niños pequeños. Años después eran numerosas, de nueve o diez hijos. Todos crecimos e intentamos formar nuestros propios hogares o cumplir sueños que estaban lejos de esa cuadra, de esa ciudad. Muchos de los vecinos se habían quedado solos, como mis padres, viejos y solos; otros tenían suerte de conservar alguna hija soltera o divorciada, o un hijo sin empleo estable que les hacía compañía. Mis hermanos y yo nos hacíamos cargo de mis padres, uno cada día. Esa tarde me tocaba a mí.

Ya pronto encenderían el alumbrado público. Dejé la puerta entreabierta para no hacer que mi madre se levantara a abrirme cuando volviera. Caminé hacia la esquina y encontré la tienda cerrada. La otra estaba a dos cuadras de distancia, a la mitad del camino lo encontré. No iba por la banqueta, estaba en medio de la calle, inmóvil. Miraba de un lado a otro, trazando caminos posibles con ojos desconfiados. Observaba con pasmo las casas, los perros, los carros estacionados. Lo saludé pero no respondió, sentí su mirada dilatada escudriñando mi cara. Me acerqué a preguntarle a dónde iba, si esperaba a alguien, si se había perdido, pero seguía sin responder, su expresión me recordó a mi hijo. Le dije mi nombre, y lo dirigí hacia la banqueta, le recordé quién era hasta que me reconoció y lo acompañé a su casa. Cuando toqué a la puerta ya había oscurecido, me imaginé que Don José seguía parado sobre la calle mojada en medio de la oscuridad.

Doña Clara abrió la puerta enojadísima, le dijo que dónde andaba, que últimamente siempre hacía lo mismo, se salía a algo rápido y tardaba horas en volver, para acabar no llevaba el pan y luego se hacía el que no sabía dónde había dejado el dinero. Cómo no iba a saber. Seguro en nada bueno se lo gastaba y por eso se tardaba tanto y regresaba sin cosas. Entre más viejo peor estaba. Me despedí de Doña Clara y me fui.

Regresé directo a la casa pensando en la crueldad de Dios, en la vista de Dios puesta en  Don José confundido a media calle sin moverse ni entender nada, en la risa de Dios entreteniéndose con él, sin tener la piedad siquiera de mandar un carro a atropellarlo para terminar de una buena vez con todo aquello. Dios no lo mataba ni lo dejaba vivir. Vivir así no era vivir.

Cuando entré a la casa vi a mi madre dormida sobre el sillón frente a la tele y me seguí hasta la habitación del fondo donde estaba mi papá. Él también se llamaba José, y como el vecino, sumado a las enfermedades que vienen con la edad, hacía algunos años había comenzado a perder la memoria. Éste año, además, le había dado un derrame que lo había dejado sin moverse. Llevaba meses ahí acostado y sus ojos parecían los de una vaca. Pensé en Dios y en su crueldad. Si él hacía eso con sus hijos, yo podía despreciar su “regalo de vida”. Me acerqué a la cama, mi padre volteó hacia mí contemplándome atónito, como Don José a media calle o como mi hijo el día que se perdió durante algunos minutos en el súper. Me acerqué al respirador y lo desconecté.