Cuento «Danza que mece mi historia» por Alicia Reyes

1

«¡Guapa!», susurra él al pasar. Ella tiene 12, quizá 13 años. Es morena, tiene el cabello ondulado y largo; posa entre coqueta y tímida. Con las manos en la espalda, sonríe. El traje de baño enmarca sus formas adolescentes. Soy yo. Observo al joven que pasó cerca de mí aquella vez: fue captado cuando apretaron el botón de la cámara, en pleno flirteo. No recuerdo quién tomó la fotografía. Quizá fuiste tú, Marcela.

Acostumbrábamos pasar nuestras vacaciones en Veracruz con los primos: niños de inocencia alegre y exceso de energía con quienes disfrutábamos ir a Villa del Mar y a Mandinga; lindas playas con aguas turquesa, de arenas gris claro, finas y suaves. Hundir los pies en ellas, sentir en el rostro el soplo de la brisa ligera y el contacto con el sol, nos daba más energía. El recuerdo me ruboriza, como aquella vez. Como siempre.

            Hace poco encontré la fotografía y entonces vino a mi memoria todo aquello. Ahora recuerdo: tenía 14 años. Y sí, creo que fuiste tú quien tomó la fotografía.

2

―¡Hermana, ya estoy viejita!  

Del agua emergen un par de manos precozmente arrugadas. Ríen. Chapotean. Se hunden para luego resurgir rodeadas de incontables burbujas doradas por el sol.

―¡Estamos viejitas! ―te respondí al salir del agua. 

― ¡Hermana, quiero un collar de burbujas doradas! ―me demandaste.

Era inútil: al tocarlas, aquellas canicas de agua se deshacían ante nuestras carcajadas.

 Nos sumergíamos bajo aquel techo de agua; la ebullición de nuestros cuerpos nos convertía en sirenas. Para nosotras, nadar era volar en el agua: nos deslizábamos cual mariposas. ¡Cómo disfrutábamos ir a la alberca, envejecer en ella! Era divertido ver la semejanza de nuestras bocas, al tomar aire para zambullirnos, con las de los peces cuando respiran. Por eso éramos sirenas. Jugábamos a veces a ser niños de los que sacan monedas del malecón en Veracruz: los admirábamos porque se lanzaban con destreza al agua hasta localizar el tesoro y adueñarse de él.

3

Estos días he tomado varias sesiones de terapia en el agua: es como una danza que con su ritmo mece mi historia. Las ondas se funden con mi cuerpo. El suave rumor del fluir me arrulla. En cada una de las sesiones me sentí acogida amorosamente por las manos de Ana Paula, mi hija, responsable de las terapias. 

Dicen que el sonido que produce el agua en la alberca es como estar de vuelta en el vientre materno; por un momento, mi hija fue mi madre. Alguna ocasión, una mujer, al tomar esta terapia, decía que le pareció estar otra vez dentro de su madre. Por eso los niños, cuando empiezan a nadar desde muy pequeños, flotan: están en su medio: recuerdan. No sienten la angustia que algunos adultos sufren; hace mucho que salimos de ese cobijo y lo hemos olvidado. Quizá algo traumático les pasó allí, en el agua, o sólo es la sensación de hundirse. Supe de una mujer a quien su novio trató de ahogar. Pero pueden ser otras cosas, algo que quisieran borrar de su mente y, sin embargo, recuerdan.  

Además de las terapias en el agua, he salido mucho a pasear en lancha. A veces he sentido deseos de lanzarme al agua: una vez escuché que hay algo primigenio al zambullirse en el océano; será que percibimos que el mar es parte de nosotros. Sin embargo, me impiden nadar entre los peces, me han dicho que no es posible: mi cabello blanco les hace dudar de mi capacidad de sobrevivir allí adentro. Ignoran que, desde niña, sé cómo volar allá abajo. En el agua se pueden hacer cosas que aquí afuera no.

4

La conexión con la arena parecía estimular los receptores sensoriales de nuestros pies. Galopábamos para atacar a las olas que, con movimientos ondulatorios, nos empujaban con fuerza, luego emergíamos de ellas felizmente ennegrecidos.

Como no había gran presupuesto para estos paseos, nos transportábamos en camión de servicio público. Llevábamos comida, generalmente ensalada de atún, galletas saladas y agua de frutas que mi tía Chata nos preparaba con amor. Después de estar en la playa chapoteando, corriendo y retozando, el regreso era cómico: subíamos al autobús aún con el  traje de baño bajo la ropa, en plena alharaca, entre risas y gritos

 ―Ja,ja,ja yo gané asiento y ustedes no ―se burlaba Oscarito. 

―Ay, me pica la arena, me está rozando ―decías, luego te dabas pequeños golpes por todo el cuerpo.

Para ese momento, la arena suave y linda ocupaba todos los lugares de nuestro cuerpo, se convertía en cruel torturadora. Al llegar a nuestro destino, corríamos a ganar el baño, pues éramos varios. El acto de bañarse era una aventura por demás divertida, además de necesidad urgente. 

Ahora Oscarito ya no está. Chata ya no está. 

5

58 años después, aquí en Cancún, abro la puerta del balcón en el cuarto de hotel y extasiada contemplo “la mar”, como te gustaba llamarla: esa gran matriz que da vida a tantos seres, como la de nuestra madre, Marcela. Lo primero que compartimos.  

Serenidad y misterio acompañan mis pensamientos al presenciar esa grandiosidad, esos colores que llegan a tornarse en varios matices de azul, verde y violeta. Rememoro el cuadro de  Van Gogh, Les Saintes Maries de la mar, denominado como el lugar que está ubicado en la costa del Mediterráneo al sur de la ciudad de Arlés. El pintor quería conocer al Mare Nostrum, o El Gran Verde, para así pintar personajes de la zona; anhelaba que sus dibujos fueran espontáneos. «Decía que el mar de este lugar tenía colores cambiantes, que no se sabía si era verde o violeta, que no se podía afirmar que fuera azul porque al momento siguiente la luz había tomado un tinte rosado o gris». Decía, y creo que tiene razón.

Cómo serían las manos de este pintor, instrumentos de su pensamiento para recrear el vuelo creativo y realizar tan majestuosas obras. Casi puedo verlas brotar de Les Saintes Maries de la Mar, llenas de matices de azul, verde y violeta. Las manos son miembros maravillosos, capaces de crear y acariciar, pero también pueden violentar y destruir. Las manos hablan.   

―Mira, hermana, nuestras manos ―digo en voz alta, pero ahora no me escuchas―. Son dos, como nosotras.

Dos, y vienen de una misma raíz. Las manos, como nosotros, hablan, sí, pero también pueden callar. Como nosotras.  

Admiro el rítmico movimiento del fluido que, por su fuerza, produce grandes cantidades de espuma de donde me parece ver emerger a Afrodita. Aphros, en griego, significa espuma, la diosa del amor y la belleza. Aspiro hondo el aroma especial que brota desde los adentros marinos, esa agradable mezcla de sal, peces y rocas mojadas. 

Entonces “la mar” me brinda un suspiro suave al tiempo que se alza potente hasta el sol, que se hunde como si quisiera recuperar un tesoro allá en el fondo, un tesoro del que ni tú ni yo pudimos nunca apoderarnos, Marcela. 


Semblanza:

Alicia Reyes. Docente por más de 40 años e investigadora y directora de proyectos sobre discapacidad en el Instituto   Politécnico   Nacional,  actualmente   jubilada.   Reconocimiento   Nacional   al   Servicio Comunitario SEDESOL 2003.