Cuento «Cuerpo de pez» por Carolina Yancovic

Para M.H.

Tengo la convicción de que no existes

Y sin embargo te oigo cada noche.

Mario Benedetti

 

Miró mientras limpiaba el vidrio empañado de la ventana. Afuera llovía torrencialmente. Hoy no habrá buena pesca –pensó angustiado. Al salir, observó por última vez el rostro de Milena mientras que el vapor de la tetera, que flotaba por la habitación, daba a Martín la impresión que ella era una musa nadando en la espuma del mar.

Cabizbajo, ya camino a su embarcación, pedía a la mar que lo bendijera con un poco de alimento. Los pescadores llevaban días sin poder encontrar nada, los peces habían desaparecido por completo. Las largas escaleras de madera mojada hacían difícil a Martín caminar con las botas de goma negra que usaba para trabajar. Su chaqueta azul marina poco podía abrigarlo de esa lluvia que lo mojaba hasta el alma. Se detuvo en varias ocasiones pensando que era una locura salir a pescar con un clima como ése, quiso volver a casa pero no había mucho que comer en la aldea y las familias pasaban hambre. Lo único que comían era un poco de luche y cochayuyo que recogían de la playa. Allí los cielos siempre grises no hacían más que entristecer a los pobladores que vivían siempre mirando hacia los canales, como esperando la ayuda de Dios.

Una vez en la caleta, se encaminó hacia su embarcación mientras los demás pescadores lo observaban desesperanzados desde una casucha. La casucha de dos metros por dos había sido construida por sus padres hace unos cuarenta años, cuando la aldea estuvo a punto de desaparecer por el hambre. Llevaban meses esperando que la pesca mejorara, pero la situación era insostenible. Nadie se había animado a salir en días, así que sin prestar atención a lo que los demás le gritaban, Martín subió a su barco y se preparó para zarpar.

Más tarde, cuando ya navegaba hacia mar abierto, observó el pequeño caserío desaparecer lentamente entre los grandes cerros que rodeaban la aldea. Las pequeñas casas pintadas de diferentes colores parecían a lo lejos un cuadro impresionista, donde los árboles bordados a los cerros respondían a la planificación divina.

Dejó la popa y volvió a revisar los controles. Tendría que navegar un par de horas en los canales para salir a mar abierto. Desde la diminuta ventana de la embarcación, miraba con tranquilidad los grandes árboles que crecían abundantes y sus ramas sobresalientes se internaban en las aguas como brazos pidiendo ayuda. Si tuviéramos peces como árboles nadie en el pueblo pasaría hambre –pensó desilusionado mientras giraba el timón. Llovía un poco menos, por lo que Martín esperaba que la neblina desapareciera con rapidez. Mientras la nave mantenía el mismo curso, ordenó la red que utilizaría para pescar. Deben ser casi las 6 de la mañana –pensó.

Ya en mar abierto, sus esperanzas se esfumaron por completo. Había un silencio ensordecedor. La neblina espesa cubría la costa haciéndole imposible trabajar. Sintió angustia y sus ojos se llenaron de lágrimas al darse cuenta que tendría que volver a casa con desesperanza en sus redes. Recordó a Milena y no pudo pensarla más en la necesidad que estaban viviendo. Se sentó en la cubierta con la cabeza entre sus manos y lloró como un niño.

Ya habían pasado un par de horas cuando escuchó que alguien se acercaba nadando a la embarcación. Secó sus lágrimas y se acercó a babor para ver quién era. Escuchó una voz joven en diferentes lugares de la nave. Debe ser una niña –pensó mientras se inclinaba sobre la baranda. La voz reía de estribor a babor y de proa a popa mientras Martín la imaginaba y buscaba incansablemente sin poder encontrarla. Trató de tranquilizarse para reconocer el lugar del que provenía el eco de las risas cada vez más mágicas, más melodiosas, pero no pudo determinar el lugar exacto. El temor creció en su corazón al pensar en la posibilidad de que la niña estuviera ahogándose. Pero si la pequeña estuviera en peligro no escucharía risas –dijo esperanzado. Se sentó por un instante en la cubierta del barco, tratando de escuchar de dónde provenía aquella risa infantil pero no pudo distinguir su dirección. Agotado se recostó en el borde a esperar.

De pronto, una gran cola de pez apareció sumergiéndose rápidamente en el agua. Escuchó risas y se maravilló con su melodía. Se levantó con ligereza, pero no alcanzó a ver con mucha claridad de que se trataba. Debe ser un delfín, ellos siempre aparecen por este lugar –pensó tratando de explicar lo que sucedía. Sin embargo, sabía que los delfines no poseían colas tan grandes. Luego recordó las voces melodiosas de las ballenas y se preguntó si alguna vez las habían tenido allí pero después no quiso seguir pensando en eso y decidió no seguir con la búsqueda. Ya resuelto a regresar a casa, comenzaba a recoger sus redes cuando un canto suave inundó el silencio marino. Deben ser ángeles –imaginó. La voz melodiosa y suave era tan maravillosa que Martín dejó caer las redes para escuchar con más atención. El canto le hablaba de las angustias que él y la aldea pasaban, de sus necesidades y abandono y de la felicidad de una vida mejor junto a Milena y un hijo que vendría en camino. De pronto y mientras escuchaba el canto, una cabecita de cabellos castaños y un rostro casi infantil emergió del oleaje suave. La muchacha iluminaba las aguas con una sonrisa amplia. Martín, sorprendido, trató rápidamente de recoger las redes para huir de aquella criatura con cuerpo de pez. Pensó que había enloquecido y que aquellos seres eran invenciones que él recordaba de los cuentos infantiles que había escuchado alguna vez de su abuelo. Trató de huir una vez más, pero el canto lo seducía sin dejarle otra alternativa. Nunca había escuchado una voz tan dulce, tan mágica, tan genuina. Al cabo de algunos minutos, embelesado, dejó de luchar contra el deseo de seguir escuchándola y se apoyó en el borde para verla saltar libremente.

Ya habían pasado muchas horas desde que Martín había dejado la aldea así que los demás pescadores intranquilos y temiendo por su vida, decidieron buscarlo. Se agruparon en varias embarcaciones y salieron con rumbo al lugar donde estaría esa mañana. Martín era un hombre querido y su familia, de pescadores de toda una vida, era muy respetada en la aldea. Su padre hacía ya muchos años había salvado la aldea de la extinción, así que era de suma importancia encontrarlo con vida en tributo a su antepasado. Unas horas más tarde, lo encontraron aun sentado a babor, ensimismado, con una amplia y bella sonrisa. De regreso en la aldea, nadie pudo explicar lo sucedido, ni siquiera el aun sumergido en el más dulce estupor marino.