Cuento «Cornelia» por Oliver Muciño

Al fin la comida. Nada debería ser normal si se inicia la comilona con el sol muerto y la noche en plena infancia. En el patio central, sobre la mesa se sirve una ternera cocida al hoyo envuelta en hoja de plátano, pavos tostados con naranja y tocino, y bacalao a la vizcaína con almendras fileteadas en finas rebanadas. Todos estiran las manos en un cruce caótico de roces febriles de pieles firmes y otras tan cerca de la muerte, todos por un trozo de algo con que llenarse la boca.

A un costado del gentío, Cornelia ha encontrado entre la hierba el calmo sitio de su soledad y entre la tierra de una maceta entierra las huellas de su orina que apesta a amoniaco, el solitario camino hacia el patio trasero. Los ladridos irrumpen sus oídos, Susana llama agitada en el espacio histérica y horizontal, Susana amaña el júbilo en su lomo mientras sume su cuerpo en un temblor de extensas elongaciones, el mamífero de gesto adivinatorio habla irascible por su única sílaba, amenazando a Cornelia de muerte, con los colmillos de esputo. Cismático, el desacato de dos reinos. Ambas cruzan corriendo los arcos de la estancia a la cocina, pero a Susana la invade el lamento del cuerpo y la tripa, y come porque debe, come sobre el piso de la cocina su croqueta rancia de la mañana, entre las moscas merodeada, detrás de un portón de mil frutas superpuestas dentro de una canasta de mimbre amarrado. Cornelia escapa.

En el patio de mosaicos verdiblancos, Leticia, sentada en una silla poltrona comienza a puntear una trenza con sus rodillas de cocodrilo y con una mano retiene, con un par de dedos cruzados, el humo blanco de un cigarrillo liado en cana, y con los dedos sobrantes detiene un vaso con hielos crujientes que flotan sobre el pantano negro de ron barato. Mira a Cornelia y se expone cautelosa ante sus ojos rasgados, Leticia la llama con el índice enjuto corrido hacia su pecho sin movimiento ni volumen, le rasca la barbilla con sus uñas afiladas como a un pichón herido, con inocencia postiza, Cornelia yace en su regazo tras las olas del tañido en las anillas de fantasía en colisión de los dedos de Leticia, le envuelve con su mano el hombro más lejano y le recita con amor los sabores de un turbio alimento: “mi amor gentil, yo no amago el brazo ante la copa, tú con andar cadencioso, y el líquido que levita hasta mi boca no es sino alpiste de aquello que de la vida nos toca…”. Fragmentados sus tiempos de conversación entre vapores de un aliento corrosivo en postrimerías, con gesto visionario presiente en los poros de Leticia la vejez temprana de esa tez apolillada, y aprovechando el silbido de las voces circundantes que arrancaron la atención de su celadora, Cornelia se escapa de la plática y de esos ojos puestos como cerrojos por reír a carcajadas.

A su lado, Catalina sorbe exquisitamente una copa, mientras sus labios colorados chocan los cubos congelados que se derriten tras el vapor de su risa caliente dentro del recipiente, cerca de su entrepierna, Cornelia lame el vidrio traspirado, es un brebaje helado lo que escurre y moja su lengua de gato. Catalina golpea con una mano firme su rostro al presentir el beso incestuoso que su ansia felina le exige, y con la otra mano, más templada por el calor que desprende la boquilla de su cigarrillo agonizante, le sostiene en un pellizco el cuero con sus dos dedos libres y le declama reclamos como ramos de girasoles con rencor atesorado: “detesto la insulsez de tu presencia, y la fealdad de tu simpleza me agobia el trago inmediato, anda y aléjame de tu piel pastosa, anda y busca otra esperanza que rellene tus breves necesidades”. Soltado su cuero emprende de nuevo la fuga encrespada.

La piedra donde se lavan las manos, de ahí hasta la jaula donde se tienden las ropas desalmadas y después a la cima de aquel territorio, posada en el tejado fibrado, Cornelia observa las cabezas calvas y encanecidas comer la carne cocida con objetos cortantes que a ratos destellan luces inciertas que le trincan en intermitencias sus pupilas dilatadas. Y también mira las almas tibias en su juventud de lozanías, con la vida fresca de la risa torpe, los niños juguetones y la niña tonta que sigue los aromas de las flores, sola, tan invasiva, besando y lamiéndolo todo como un perro, tan parecida a Susana –piensa– pero bella, con sus cabellos negros tan sanos y sedosos y los ojos verdes casi grises como de gato. Ruidos detrás de ella, entre cientos de pequeñas ramas entramadas, agitan sus alas dos crías de canarios desplumados rozando el sortilegio de la lunada, con los ojos aún cerrados por su temprana estancia en el mundo, y con tan mala suerte. Cornelia asesina de aves, de huesos quebradizos y cantores de dulces coplas, no volaban todavía, asesina de nidos abandonados, se merece una corona o una palma al menos por su cruel hazaña.

Encima del mantel sobre la mesa en el patio muestra su poderío con sobrada modestia: el tío Chuy revisaba un cigarrillo en sus manos, manoseaba su largura y su estrechura, comprimiendo suavemente sus correspondientes extensiones y deteniéndose justo un instante antes del quiebre, y después se olía los dedos, perversamente, el olor a tabaco procesado le recordaba su juventud lejana. Encendió con un cerillo el cigarrillo y recargó sus manos en el plato, aguardando la maciza cocinada de un trozo de cabeza de ternera, y apareció como guarnición ajada de un platillo terrorífico el pico apenas muerto del canario que Cornelia le había llevado, como un tributo de un vasallo a su amo.

El horror de una gritería la obligó a trepar de nuevo hasta aquella cima inalcanzable, hasta el mirador de las soledades en el tejado fibrado. Restriega el pecho blanco sobre el tejado, pendiendo las patas delanteras con júbilo desvergonzado sobre el viento que amurallado la distingue del jolgorio de allá abajo. Disfruta de nuevo de un momento a solas, va quedándose dormida con el calor propio que emite su barriga. Así pasa un tiempo con los ojos cerrados, hasta que la niña aparece con los puños pegajosos encima de su cabeza, la niña hermosa, la solitaria chiquilla que persigue aromas invisibles, se ha subido en una silla, cinco años que ha vivido tan cerca de su madre y hoy ha tenido el tiempo de seguir los aromas de los rosales y de escalar hasta Cornelia, le había llevado el ave muerta que tomó de la basura, debía devolverle el cruel regalo que en sus manos parecía un suave cuerpo de cristal, lanzó bruscamente el cadáver a Cornelia y sacudió sus brazos sucios y viscosos, e inocentemente tomó a la gata por la cara.

El grito es la niebla, el llanto es la risa, la voz es el miedo, la angustia es la codicia, el colmillo es la herida, el líquido es el cráneo perforado, es una pesadilla… la niña cae tres metros desde el tejado, sangra de ambos brazos y desde la frente baja a la barbilla el surco de un arañazo, Cornelia lo ha logrado, otra vez, quizá merezca un laurel, un galardón, o al menos una buena comida. O al menos el tiempo para huir del alboroto y librarse de los dedos que ahora quieren devorarla.

Cornelia. Cornelia estirada en medio de la alabanza. Un tronido óseo contra un chasquido de dedos. Cornelia en un domingo de ramos. El tintineo de los dientes desbaratados. El pellejo alargado. Miles de pelos flotando hacia el suelo, hacia el cielo, hacia las bocas abiertas, hacia la ternera y el pescado, invisibles. Una paliza, Cornelia teñida de sangre con su ojo desorbitado, de negro pintado el pecho impío y un retortijón en el vientre. Un último esfuerzo vibrante bajo el reflector asesino. Cornelia escapa de nuevo, a la sombra de un helecho impío, Cornelia ha de morir, en el exilio. Cornelia ha muerto.

“¡Una rata pisando la hierba!” –grita la niña mientras corre persiguiendo una sombra instantánea. Entre la cidronela, el eneldo y el floripondio se muestra un pasillo abandonado de mosaicos bicolores. Cornelia va siguiendo a la rata. Cornelia aborda un secreto seductor del tiempo, de la muerte infinita, en aquel sitio se reconoce en las pieles cristalinas la célula de una familia. Sigue a la rata, entre los pasillos celosos donde reviven los antepasados y se hallan cuadros enormes de tejidos de miles de colores, faldas de yute que desde el ombligo caen eternamente, paredes negras que pintan el fondo blanco cuando son tentadas por la mirada, mosaicos diminutos de antiguas flores, las cortinas de lino crujen con el viento, un par de armarios vacíos, con un tubo que los cruza de lado a lado y dos o tres ganchos de ropa tirados en el suelo, el lugar es una catacumba, la humedad carcome la entraña misma del concreto, los espacios son velados por la carne casi transparente, Cornelia va y sigue a la rata en medio del laberinto.

A su lado la niña le habla de la rata y saben las letras en su boca a calor de verano, y su aliento huele a tierra mojada, Cornelia la besa con ansia gustosa, choca su nariz mojada contra la mejilla tibia, y lame de vez en vez su boca con lengua hosca de lima. Están dentro de un cuarto de madera empolvado, con un montón de lombrices paseándose veloces por entre sus pies y sus patas, reciben poca luz desde de un ventanal abierto en el techo que mira al suelo, hacia ellas, y varios ojos las miran desde el otro lado, como por un espejo.

La luz se apaga poco a poco con la tierra que les cae encima, y entre la oscuridad truenan las maderas del cuarto y se va comprimiendo el espacio, y se impregna el lugar al aroma húmedo del lodo, y crecen las lombrices y crece el espanto, y llegan otros bichos, hormigas, escarabajos, tijerillas, las cochinillas trepan por sus ojos y de sus bocas brotan larvas recién nacidas queriendo llegar al cielo, ya nada valen los maullidos, ni los gritos, ni el pájaro, ni el ron barato, ni la célula de la familia, ni la niña preciosa ni sus manos pegosteosas, ni sus ojos de gato, el camino es hacia arriba, es la única salida.

 

 

Semblanza:

Oliver Muciño (Ciudad de México, 1990). Escritor y artista plástico por la ENPEG “La Esmeralda”. Ha colaborado en diversas revistas impresas y digitales de literatura y de periodismo, con poesía, cuento, reseña, y crónica, mención honorífica e inclusión en el libro de la IV edición de La Crónica como Antídoto (UNAM, 2018), asimismo en la realización del guion teatral Rotativas de un Crimen presentado en el festival “Entepola” (Bogotá, Colombia, 2015). Co-coordinador de la 1ª edición del Festival “La Palabra que nos Falta” (2017). Actualmente dirige la revista independiente de poesía As de Cenizas bajo el sello independiente de ediciones letra muerta.