Cuento «Confesionario» por Jonathan Torres

—Escúcheme, padre Celio. No estoy loco. Alguna vez lo estuve, pero ya lo he remediado. Ocurre que a estos bandoleros no hay ni quién les aguante el paso.

»He querido saber si me encuentro bajo pecado. Si mis faltas son menores o si han excedido las leyes, sobretodo por aquello de que pueda o no entrar al paraíso. No quiero la condena, padre, no la quiero. Dicen que cuando uno rebasa los límites de la maldad no encuentra el descanso; que se le saltan a uno los ojos y que los bichos se meten sin que uno pueda hacer nada para sacarlos, y el olor a carne podrida emana de los poros. Y justo así he visto a Artemio Trejo.

»Usted sabe cómo he sido desde niño. Labré las tierras de su hermana y los mandados hice también a su madre. Vio usted mis paños menores cuando hubo escasez de ropas y me vio también recoger los dientes cuando caí del balancín. Sabe usted mis virtudes y conoce mis peores vicios, conoce mis límites. Me conoce, padre. Cuando a usted le hablan de asesinos, mi nombre nunca cruza por su cabeza. ¿O sí, padre?

Del otro lado del confesionario, un sacerdote a medias tintas maquina en su cabeza un mundo de vidas perdidas de mala fe. No responde al hombre, sólo escucha el silencio.

—Pues sí, padre, ya le decía, Artemio Trejo es un aparecido. Se me aparece a mí, y no sólo cuando duermo, sino que prefiere encontrarme despierto para perturbarme la vida más que el sueño. Quiere descanso porque fue un mal hombre, y me lo pide a mí, me lo reclama porque fui yo quien le dio muerte. Pero no hay que caer en injusticias, padre, cabe hacer aclaraciones. No me importa caer preso, la justicia divina es la que me importa y por eso estoy aquí. No quiero la condena, padre.

Sentado en su sitio, el sacerdote mueve ligeramente la cabeza y se lleva una mano a la nariz.

—Yo nunca fui amigo de Artemio Trejo, padre, pero de ahí a que quisiera matarlo hay mucha distancia. Ése era uno de los pelones, de los que nos llaman rebeldes a los revolucionarios por defender lo que es nuestro, sin ver que en ellos se arraiga una rebeldía más profunda al querer adueñarse de lo ajeno.

» Esa tarde llegó a mi casa con el rifle por delante y se lo puso entre ceja y oreja a mi mujer y a mis niños. Iba a arreglar asuntos conmigo. Yo no tuve de otra, salí con mi carabina echada al hombro y lo encañoné al tiempo en que él también me apuntaba con su rifle. Una explosión llenó el silencio, el humo se me coló en los ojos y se me nubló la vista. Todavía miro borroso y el olor a pólvora sigue encerrado en la casa. Aún huele así. Y mi familia me tiene miedo desde entonces, me huye. Por su parte, Artemio Trejo se me aparece, y sé que está muerto porque los ojos los tiene saltados, porque le salen y entran moscas sin que le causen molestia y porque despide un olor a putrefacción como de carne oreada bajo la sombra. Pero fue en defensa propia, ya se lo he dicho. ¿Hice mal, padre? ¿He pecado? Algo ha de poder hacer usted que está tan cerquita de Dios. No quiero la condena, padre, no la quiero.

El sacerdote se levanta a duras penas y un gesto de disgusto ocupa su rostro. Le hace señas a un niño vestido en telas rojas y capa blanca que se acerca lo suficiente hasta llegar frente a él.

—¿Necesita algo, padre?

—Cierra el confesionario y quema incienso. El olor a carne podrida no me deja estar.

 

 

Semblanza:

Jonathan Uriel Hernández Torres (Jonathan Torres). 19 años. Oriundo de Ciudad Valles, S.L.P., La Puerta Grande de la Huasteca Potosina. Estudiante de la Lic. en Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Miembro del grupo de teatro “Botas Viejas”, de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades. Interesado por la oralidad en la escritura y por la corriente regionalista de la literatura mexicana y latinoamericana en general. Premiado en dos ocasiones por el colectivo “Entre Letras”: en su concurso a cuento de terror y por el taller de escritura creativa “Aviones de papel”, organizado por el mismo colectivo.