Cuento “Con el tiempo a favor” por David Crauley

Tic-tac, tic-tac… la sangre corría por sus venas como los corceles del Demonio por las vértebras descarnadas de los mártires que fueron hombres que, ni siquiera con la bendición del Cielo, tuvieron jamás el tiempo a su favor como lo tenía yo en aquel preciso instante. Sería un loco si apartara la mirada o me detuviera a reflexionar más de lo necesario en los malditos mártires, en las oraciones de los justos o en las maldiciones de los profetas que un día de antaño, no tan bueno como aquella noche, prometieron una tormenta de fuego e hierro a todos los hombres. Una tormenta encabezada por una gran Bestia que yo en mi desfachatez, sólo podría temer si ella vistiera la piel de una mujer con todo el tiempo venido de los confines de las eras corriendo por sus venas: ¡Su santa sangre! 

¿Mujer? ¿Bestia? No era necesario hurgar en las dimensiones de su carne plateada para averiguar qué demonios era realmente. No tenía importancia. El tiempo estaba a su favor y eso significaba que también absolutamente todo lo demás. Incluso Dios sería derrotado por el tiempo, ¿acaso no cayó en el olvido en cuanto se hizo hombre? Aquél día murió, aquél día los hombres dejaron de tomarlo en serio y corrieron enloquecidos en pos del tiempo llenando sus arterias de sangre, nutriendo de muerte lo que jamás había reclamado tanta vida. ¿Había caído también yo en el olvido? ¿Ya no me tomaban en serio? Después de todo yo también me había hecho hombre un día ante ellos, entre ellos, por todos ellos, en contra de todos ellos porque fui un hombre lleno de risas y dichas entre la penumbra de sus templos y capillas. Querían reír todos ellos también en el fondo de sus corazones y yo lo hice por todos ellos en el fondo del mío: no me perdonaron.

Tampoco había aspirado jamás a su perdón, yo me conformaba con las riadas del tiempo en ebullición fluyendo de los pies a la cabeza de una mujer ni mejor ni peor que cualquier otra, pero sí más peligrosa que cualquiera de las brujas, hadas y sirenas que llenaban las calles a diario orgullosas del misterio que habitaba en sus vaginas. Eran todas hermosas y por todas ellas moriría y entregaría mis ojos a los festines de los cuervos. Eran hermosas y contra eso yo no podía hacer nada de nada, sino husmear entre el sutil aroma de sus melenas cuando se me acercaban demasiado. Si arreciaba la calor y olían delicadamente a sudor todo eso conectaba directamente con la bestia que llevaba dentro que rugía en silencio echada a sus pies entre las cuatro paredes de mi corazón. Eran jodidamente hermosas, pero no tenían el tiempo a su favor ni ganas de sincronizar sus corazones con todos aquellos elegantes relojes suizos en los escaparates que en, el fondo, tampoco sabían demasiado del tiempo, sólo que Dios había caído tiempo atrás morando en el cuerpo de un hombre y esa era toda su verdad.

Si los relojes mentían, ella no lo hacía en absoluto, no podía; el carmín rojo en sus labios, la piel pálida y desnuda como algún jinete del apocalipsis, la lencería roja adherida a sus formas como si fuera la última pieza de un maldito rompecabezas, el humo del cigarrillo escapándose de sus labios, todo en ella era mortalmente certero y veraz como una condena a muerte en el cadalso. Pensé que la amaría toda la vida y durante la siguiente y estaba dispuesto a sufrir lo que fuera por ese amor, era tan sencillo como esto, porque en el fondo el amor siempre era sencillo como la caída de una pluma y jodidamente injusto; los poetas siempre fueron unos necios que jamás comprendieron hasta qué punto el amor era despótico y perverso. Si el alma no se rompía dolorosamente en añicos a cada instante y uno no sentía el terror cada vez que los huesos amenazaban con amar un poco más, no era amor, era cualquier otra clase de locura, de la que se sanaba con píldoras en las consultas de los psiquiatras, pero no la clase de locura que disponía todo el tiempo a nuestro favor con todo lo que sea que eso implicase.

Finalmente, sin descruzar las piernas, me dijo: “a las mariposas ya no les quedan nuevos colores en las alas”. Fue todo lo que dijo exhalando el humo del cigarrillo y lo dijo sabiendo que el tiempo por mucho que corriera siempre se detendría en su vagina y eso implicaba el principio o el fin de mil soles en los confines del cosmos de la manera más dolorosa posible: sería algo terrible y sería algo digno de contemplar en el borde de su sexo con el pene erecto y la mente enloquecida. “Las mariposas han muerto.”, le contesté con voz débil, casi extenuada, casi hecha de otras voces que alguna vez había arañado cuando soñaba que era esa clase de hombre que tenía todo el tiempo a su favor y morir al principio o al final de las eras no era importante en absoluto. “Las mariposas han muerto, pero nosotros no”, dijo sonriendo levemente con toda la sabiduría del tiempo que fue y del tiempo que sería con todas las mariposas del mundo olvidadas a sus espaldas.

¿Qué podía hacer? Estaba dispuesto a teñir su piel con mi sangre con tal de que las mariposas muertas tuvieran nuevos colores en sus alas fúnebres. Estaba dispuesto a ser yo mismo una nueva y última mariposa aleteando entre sus pestañas y eso era exactamente lo mismo que estar loco en un mundo de hombres cuerdos que del tiempo sólo sabían que no tenía tiempo para ellos: estaban al borde del fin sin comprender que todo siempre empezaba con un llanto que no cesaba nunca; se propagaba por las calles, los valles, las montañas y jamás retornaba sanado.

Las malditas mariposas habían muerto; ella lo sabía, yo lo sabía y todos los demás dormían desconociendo que ya no había nuevos colores en el mundo. Estábamos solos en una habitación compartiendo la última verdad de la creación. Estábamos solos deseando entrar el uno en el otro para robarnos algo mutuamente que tampoco necesitábamos; en eso consistían los colores, el sexo y hasta la maldita metafísica. Encendí también yo un cigarrillo y la miré a los ojos una vez más y vi que lo que una vez fue, siempre sería, y siempre sería mucho peor que la vez anterior, era así de fácil. Las mujeres como ella sabían que era inútil contrariar la rueda del destino, los hombres como yo sólo sabíamos que estábamos jodidamente solos en alguna parte entre la multitud; no era la mejor manera de vivir, no era la mejor manera de entenderse con la muerte: éramos niños asustados que a veces suplicábamos a las mujeres su sexo, su orina y hasta su menstruación en nuestro paladar. Éramos hombres que sólo queríamos tener alguna vez el tiempo a nuestro favor; moríamos demasiado a menudo en medio de un montón de gente dejando atrás nuestros cadáveres iluminados por la luz intermitente de las pantallas, sin más voz en el mundo que un: “no sabe, no contesta”, como último testimonio de nuestro avance por el mundo en los cúmulos de estadísticas de los doctores de la nueva era.

Yo alguna vez había soñado con valles vestidos de carmín y montañas de ojos dorados. Yo alguna vez había soñado con todo aquello y hasta con un cielo plateado, ¿estaría soñando de nuevo y nada de aquello era verdad? Ella se puso en pie, se acercó a mí y sin dejar de mirarme a los ojos lanzándome una bocanada de humo del cigarrillo me dijo: “he conocido a todos los hombres: todos vienen aquí a morir de nuevo o en busca de una última esperanza. ¿Qué clase de hombre eres tú?”. ¿Qué clase de hombre era yo? ¿Qué clase de hombre fui yo? ¿Qué clase de hombre querría morir de nuevo? ¿Qué clase de hombre querría la esperanza?

¿Qué clase de hombre soñaría con todo aquello? Me pregunté todo esto con sus ojos afilados en los míos sin saber qué demonios contestar: las respuestas eran como las erecciones; todo el mundo tenía montones de ellas, pero no duraban demasiado. Yo quería volver al tiempo que una vez fue, quería volver al principio del principio y mirar a Dios a los ojos y averiguar si efectivamente era un hombre mejor que yo como decían por ahí porque si era mejor que yo le podría perdonar todo y al fin perdonarme a mí mismo, ¿podría ella efectivamente poner el tiempo a mi favor? ¿Podría ella hacerme un hombre mejor o, después de todo, el tiempo era otra mentira más corriendo libremente por ahí?

“Yo no soy la clase de mujer que perdona a los hombres que quieren perdonarse.”, lo dijo secamente, con desdén y altanería sin dejar de sonreír como sonreían los niños cuando sabían que habían sido malos, pero no les importaba. Se dio la vuelta, dio dos, tres pasos sobre sus tacones negros, se detuvo y dándome la espalda se deshizo de la lencería como una serpiente que muda de piel. El tiempo también se detenía alguna vez y los vivos teníamos la oportunidad de vivir más rápido que las montañas y los colores de las mariposas. Esto fue lo que sucedió y dejé que me asaltara por dentro. No era deseo, era sólo la necesidad de una piel recién nacida sin misterios demasiado complicados ni fórmulas alquímicas aquí y allá: solo una piel desnuda, tan renovada y limpia como renovada y limpia era lluvia cada vez que caía del cielo. Si dijera que realmente era hermosa mentiría, pero sabía ser hermosa y esa era la clave de todo el asunto: siempre sería hermosa le pesase a quien le pesase.

Todo estaba allí plasmado en los caracteres sagrados de nuestro culto privado y clandestino, en el tiempo y fuera del tiempo, sin más dogmas ni prescripciones que las leyes eternas del sexo inscritas en la carne, en las amplias e ignotas esferas de la psique; su vasta melena negra torciéndose sobre la espalda, la espalda nítida y misteriosa como un espejo al que alguna vez todos se habían asomado, las caderas anchas y nutridas, las nalgas solemnemente erguidas y orgullosas como dos soles destellando en el inframundo, las piernas casi místicas como los pilares y columnas de los templos de aquellas viejas deidades ctónicas, los negros zapatos de tacón elocuentes como las oscuras llamas del infierno invitando al tormento y a la devoción incondicional… Todo estaba allí, en este tiempo, pero sin ensuciarse con las sombras y fraguas de este tiempo que nunca fue un tiempo que se atreviera a mirarse fijamente a los ojos frente a un espejo, ¿tendría temor a descubrir que ya no había buenas razones para nada, ni una sola buena razón para buscar esa buena razón que lo cambiara todo? La observé detenidamente por entre el humo del cigarrillo y supe que si el mundo allá afuera no tenía una buena razón yo, en cambio, si la tenía y estaba dispuesto a retar al Demonio por ella, no porque fuera valiente, sino porque había perdido el temor que el Demonio tanto codiciaba y sin él, el Diablo era sólo otro hombre más sin demasiada imaginación con el tiempo en su contra como todos los demás.

Se giró hacia mí con todo el tiempo a mi alcance en los bordes dorados de sus pupilas y dijo, casi sin decirlo como un oráculo que conocía todas las respuestas: “¿Todavía quieres que te perdone?”. No lo sabía, ¿sería suficiente el perdón? ¿Sería suficiente perdonar? ¿Sería suficiente todo el tiempo contenido en un estrecho fragmento del espacio rodeado de paredes moradas? No lo sabía, de repente dudaba, ya nada me parecía suficiente y, al mismo tiempo, ya nada de todo aquello me parecía del todo necesario, tal vez bastase todo el tiempo y todas las eras dibujadas en su piel: ése sería un buen principio porque el final no sería la muerte, sino la proclamación de una vida que tuvo un principio tan bueno como su final y esto era toda la eternidad para un hombre sencillo como yo que nunca había pensado demasiado en nada ni tampoco tuvo jamás buenas razones para hacerlo. Sí, era un buen principio.

Y todos los buenos principios siempre se escribían con la sangre de uno en la piel de todas ellas. Deslicé con devota delicadeza mis dedos por los contornos de su cuerpo consciente de que no deambulaba sin más, sino que tenía un destino que cumplir en cada centímetro de su piel venerada por la mía. Consciente de que el final de aquel comienzo sería terrible, pero tan necesario como una luz en un túnel oscuro e interminable. Ella con sus labios teñidos de rojo muy cerca de los míos dijo, susurró con su mano acariciando mi pene: “Sé que me amas, ¿pero podrás vivir con ello?”. Claro que no, yo no nunca podría vivir con ello, yo no era del todo real y cuando uno no era del todo real el amor te mataba más salvajemente que a cualquier otro y lo hacía más despacio, más dolorosamente, era así de sencillo, pero no era fácil de comprender, ¿cómo era posible que no siendo real sufría más despacio que todos los demás cuando ellos tenían pesadillas muy reales? No era fácil de comprender y tal vez no fuera necesario hacerlo porque al final, real o no real, ninguno íbamos más allá del tiempo y sus eras. Pero a veces el tiempo abrazaba nuestros penes con sus labios y resolvía todas las dudas con un gran silencio en nuestros pechos que latían al ritmo de un dios que ha hallado consuelo jugando con el barro.

Mi pene era tan fuerte como un antiguo mito engendrado en lo alto de alguna montaña coronada de nieve. Mi pene era tan fuerte que podría haber abatido una legión de arcángeles con todas sus relucientes armaduras y eso también hacía fuerte mi corazón que latía al ritmo de su corazón, de su tiempo porque cuando se ama siempre se ama con el corazón del otro o no se ama en absoluto. ¿Sería verdad que el tiempo también se tomaba su tiempo? ¿Sería cierto que el tiempo no estaba allí cuando nadie lo miraba? Sé que alguna vez fui un dios, pero ahora era sólo un hombre con el pene entre los labios de una mujer que podría ser una tormenta en el cielo si le diera la gana, pero eso sólo yo lo sabía y por ello tenía todo el tiempo a mi favor, así de sencillo.

“¿Quieres el perdón? ¡Gánatelo!”, me dijo con firmeza mientras ponía a mi alcance su sexo feroz y lubricado como las estrellas del infierno. Mi pene erguido como un coloso fluyó por su interior, por las olas del mar, por las galaxias y las vías eternas del tiempo. Estaba en el tiempo, en su centro sagrado, en la cima del primer día de todos los días que vinieron después. De repente era un hombre mejor que cualquier otro y siendo mucho mejor que cualquier otro asalté el trono de Dios, perturbé el sueño de las huestes celestiales, hice resonar con temor las bóvedas del Cielo. Dios tenía frente a Él a un hombre con el pene erecto y todo el jodido tiempo a su favor para destronarlo, no podía hacer nada, jamás podría ser un mejor hombre del que yo era metido dentro de la carne de ella, fluyendo con su sangre y hasta con el aire de sus pulmones. Siempre sucedía, cuando me alzaba en el interior del cuerpo de una mujer ellas me convertían en un destructor de mundos, en un desposeídor de deidades, tenía toda la Creación a mi disposición y haría que sucumbiera hasta los cimientos, descubría de inmediato que jamás quise perdonar realmente, era un hombre mejor  que Él; Dios era mi enemigo, siempre lo sería y con él todos los hombres con sus dogmas hendidos en la carne, durmientes y desconocedores de que las mariposas ya no tenían nuevos colores que ofrecer, ellas habían muerto: esta era la última verdad de las eras, todo lo que vendría a partir de entonces sólo serviría para adormecer los sentidos, pero no resolvería nada.

Me sumergí en la noche y en las calles quietas y rígidas como las lápidas de viejos fantasmas que no supieron nunca ser hombres mejores que Dios y sólo por ello habían conocido el tormento y el Infierno. Paso a paso fui equilibrando la luna con las pesadillas de los hombres caídos en sus baluartes de hormigón. No eran hombres de verdad, eran hombres que dormían y resoplaban, pero que no estaban listos para afrontar la luz del día: sus oscuras pesadillas les dominaban y sus sueños se rendían a ellas, cedían uno tras otro al impulso de la Razón y la Fe y su inconmensurable desesperanza. Estaban vivos, pero no comprendían que la Vida era Muerte desde el principio hasta el final y no comprendiendo esto jamás podrían comprender qué demonios sucedía cada mañana frente a sus ojos cuando se asomaban a sus espejos. Dormían en las negras y rígidas calles de la ciudad tomada por los perros callejeros y las luces engañosas de las farolas. Todo era silencio y el silencio lo era todo: era muy fácil llevarse bien con él, cuando hablaba lo hacía en el lenguaje de las mariposas ya difuntas y sin colores con los que adornar el mundo. Era un idioma que lo sabía todo de los bosques y las montañas y me lo confesó todo sutilmente en alguna lejana región de mi psique que sentía como se agitaba buscando luz y espacio en la superficie de mi mente: estaba poseído por el mito del silencio, la noche y las mariposas… era muy fácil entenderse con todo ello, ¿quién no lo hubiese hecho?

En cuanto llegué a casa lo primero que hice fue dar rienda suelta a Possessed en el equipo y dejar que hiciesen todo aquello para lo que habían nacido. Encendí un cigarrillo, me hundí en el sofá, le di dos buenos tragos a la botella de coñac y disfruté con la fragancia de su perfume todavía en mi piel; el tiempo ya no corría en mi dirección, pero había dejado su huella en los espacios de mi carne, tal vez incluso hasta en los huesos, moriría un día con esa fragancia aún depositada en mí ser y sería feliz. Ser feliz no era nada sencillo en la era del Kaly Yuga, en la edad más oscura del hombre en la que estaba atrapado como un ángel díscolo y contrariado con las mil verdades que ensordecían las calles y hasta los astros cercanos pervirtiendo la única verdad: no éramos hombres, éramos bestias llenas de terrores y crímenes inconfesables deseosos de salir al exterior a pasearse bajo la luz del Sol. Ésta era toda la verdad, todo lo demás era sólo el ruido incesante de las bestias en sus guaridas de deslumbrantes y artificiosas verdades, dogmas, credos y virtudes. No tenía tiempo para nada de aquello, yo estaba muriendo a la velocidad de un cometa sin rumbo. Sin una mujer delante, al lado o detrás era un hombre vacío, desprovisto de carne buscando respuestas a algo que ni siquiera eran preguntas, sino sentencias de muerte inconmutables, estaba atrapado en sus vísceras y olvidado como los colores de las mariposas.

Asistí al nacimiento de un nuevo día aferrado a la botella de coñac. Me duché y salí a la calle dispuesto a cumplir con mi parte del trato con la civilización occidental que había hallado justa la servidumbre más deleznable y muchos hasta estaban conformes con ello y orgullosos: no eran hombres a los que me apetecía mirar a la cara. Aquella vez decidí llegar al trabajo en autobús. Siempre disfrutaba estando allí sentado sin más obligación que observarlo todo a mí alrededor. La mayoría de los viajeros siempre eran mujeres; cansadas, abatidas, insomnes, resignadas, abiertas a la luz del día como las flores rojas. Observé atentamente sus melenas, el parpadeo de sus ojos, las líneas de sus rostros, la cantidad de vida o de muerte en sus ojos, la forma de sus narices, la delicadeza de sus manos, sus ropas, su calzado, sus siluetas, el modo en como se perdían en la pantalla de los móviles o como miraban fijamente enfrente aguardando la llegada de una buena nueva. Me metería en la cama de todas ellas para descubrir qué clase de mujeres eran cuando sus vaginas explotaban y ellas dominaban el tiempo atrapado entre sus uñas. Nunca eran iguales, cada una tenía su voz, su corazón, su vagina y una manera muy diferente de dar la vida o de matarla de un tajo. Quería estar dentro de todas ellas y después perecer o vivir en ellas, pero nunca sin ellas: era mi destino y uno nunca podía luchar contra las leyes establecidas por el tiempo.

A la hora del desayuno me senté en mi mesa ensimismado con el cielo azul, la luz del Sol medio apagada; las sombras y los destellos por todas partes de toda clase de objetos cotidianos, de repente más enigmáticos de lo que pudiera serlo jamás Kant o el vuelo de los pájaros. Viendo todo aquello comprendí que Buda se equivocó, uno no sufría por que deseaba, uno sufría por que en el fondo de su alma no entendía un carajo de lo que tenía a su alrededor; lo exacto, lo concreto, lo trivial era tan complejo y misterioso como las meditaciones de un Yogui, totalmente fuera del alcance de nuestras mentes estrechas, pese a la evidente sencillez de sus formas y contornos.

J. se sentó en mi mesa como tantas otras veces. J. es una mujer arrebatadora sin proponérselo, todo en ella era mortalmente sexi, con un efecto pornográfico sobre los hombres. Ella vivía ajena a su don y los hombres a su alrededor husmeaban en sus fragancias como saqueadores de tumbas comprometidos con un tesoro insuperable a cualquier otro. Como tantas otras veces empezó a hablarme de cosas en las que no tenía el menor interés, por lo general no tengo el menor interés en lo que sea que ronda las mentes de mis semejantes. Mi mente y mi vida siempre consigue ser más fea y oscura de lo que podrían ser las suyas y cuando me hablan de sus dolores y preocupaciones mi espíritu atormentado se siente como un coloso de fría piedra entre maniquíes rosados de plástico en un escaparate sin méritos.

Mientras ella hablaba de sus cosas mis ojos fueron a caer, no casualmente, en los tacones finos y altos de una mujer en la mesa de enfrente. No pude evitar fantasear con aquellos tacones afilados presionando mi escroto, hundiéndose en mis testículos, esculpiendo cada uno de mis nervios tensos y afligidos por esa clase de dolor que sólo los hombres podíamos sentir. Tuve una erección que oculté a la mirada de la ingenua J. cruzando las piernas. Miré aquellos tacones como se miraban los objetos sagrados sobre un altar estableciendo la ineludible frontera entre lo humano y lo divino. No eran solo unos tacones, eran el tiempo, todo el tiempo que discurría entre el dolor y el placer: la maldita inmortalidad y yo no podía ir en su contra, sino que fantaseé con todo el placer que solo se podía extraer del dolor, a menudo me hacía inmortal como un dios atrapado en la carne de un hombre. Quería eyacular sobre aquellos zapatos y después lamerlos, quería sentir su roce en mi glande, quería derramar mi sangre sobre ellos y decirle a la mujer que los portaba despreocupadamente que mataría a cualquier clase de santo si ella accedía a hundir sus finos tacones en mi escroto.

En cuanto volví al trabajo no pude evitar encerrarme en el retrete a solas con mi pene erecto y aquellos tacones solemnemente reales en mi fantasía. Fue un orgasmo intenso y abundante como una marea de plata hirviente robada de los manantiales del Cielo. En el momento exacto del clímax oí el entrechocar de las espadas de los caídos contra los arcángeles. Una vez más se reanudaba la vieja rencilla de las tinieblas contra la luz. Una vez más supe que los pájaros no volaban por que tuvieran alas, sino por que soñaban con el cielo azul a cada instante mejor de lo que lo haría el más sabio de los hombres: eran pájaros porque habían aprendido a serlo. Los hombres, en cambio, éramos hombres porque éramos incapaces de aprender cualquier otra cosa que no fuera la miseria y la codicia, la virtud y la maldita condenación eterna extendida sobre nuestras cunas como unas alas sin esperanza. La realidad negaba que mi pene pudiera gozar con el dolor de unos tacones presionándolo, pero yo no le hice mucho caso, dejé que mi esperma derramado contrariara toda la jodida realidad con todas sus jodidas reglas… el Cielo y el Infierno sangraron uno contra el otro una vez más, el Cielo y el Infierno ya no me importaban nada.