Cuento «¿Cómo salvar el fuego?» por María Juliana Benjumea Triana

Cada día de mi vida suelen hacerme preguntas a las que sí o sí, siempre tengo una respuesta, sin embargo hoy me inquietaron con un “¿Cómo salvarías el fuego?” fue sin duda alguna, una pregunta que no esperaba en lo absoluto, y por ende no sabía qué decir. Mi mente se bloqueó, me acobardé en un instante. La incertidumbre y la ansiedad se apoderaron de mí en un dos por tres; toda la tarde estuvo rondando esa interrogación en mi mente, “¿cómo salvaría el fuego?”, me repetía una y otra vez. Tomé mi agenda de apuntes especiales, escribí todas las maneras posibles y metafóricas de las que se podría analizar el fuego; estaba cansada de pensar tanto por lo que decidí tomarme un descaso; fui a la heladera, tomé agua, y fue como si todo se alineara para darme la respuesta; entendí al agua como mis recuerdos más valiosos y alegres para acabar con el dolor, el sufrimiento o la angustia que genera el fuego a grande escala, pero aún no estaba satisfecha con la respuesta a mi planteamiento. Colapsé. Me destrocé y me quebranté en llanto; terminé dómida encima de mi libreta junto al vaso de agua. Mamá entró de golpe, sobre su silueta había una capa de fuego, estaba gritando y pidiendo ayuda, luego entró papá queriendo abrazarla y decirle que todo estaría bien, con lo que no contaba es que también a él se le adhería la capa de ardor. Mi hermano menor entró con su escudo de madera, queriendo ser el fuerte de la situación tan intensa que se vivía y, sin darse cuenta, la madera chocó un poco con la silueta de mamó y empezó a incinerarse del todo. Yo no sabía qué hacer, estaba llena de pavor, llena de miedo. Cerré mis ojos, quise escuchar a mi interior mientras todo a mí alrededor se desboronaba con el calor de las llamas. Recordé lo que hace poco había considerado, así que les pedí que recordáramos todo aquello que nos hacía feliz, todo aquello que nos hacía sentir vivos y por lo cual estábamos profundamente agradecidos. Mamá empezó diciendo que le hacía feliz sus sábados en la tarde cuando salía a jugar bingo con las amigas, papá continuó diciendo que le hacía feliz los partidos de futbol los martes en la noche, mi hermano continuó diciendo que le hacía feliz hacer natación tres horas al día, yo solo dije: “soy feliz con el sol en mi rostro cada mañana”. Fijé mi mirada en el reloj puesto en la pared, que iba contando en reversa desde diez, al llegar el último segundo, cerré nuevamente mis ojos, y esta vez había un espejo donde podía ver mi cuerpo arder. Me dolía, juro que lastimaba esa sensación en cada parte de mi piel; continué platicándome las cosas que me hacían apreciar la vida , pues diez era el número de mis amigos, nueve eran las plantas que tenía en mi jardín el cual siempre solía regar y cuidar, ocho canciones que cantaba antes de dormir, siete eran mis escritos donde desnudaba mi ser y  alma, seis años que tenía mi gata, cinco pm es mi hora favorita para ver el atardecer desde el techo de mi casa, cuatro era el número de veces que había ido a la playa a sentir la arena y el mar en ella, tres libros que cambiaron mi forma de pensar, dos grandes pinturas de arte que había hecho la abuela y uno el amor que sentía hacia todas mis experiencias vividas. Suena de nuevo un portazo, esta vez era la gata que había dejado caer algo, pero que por otro lado logró que despertará del sueño extremadamente raro y en el cual estaba meditando, haciéndome deducir finalmente que para salvar el fuego de su tormento debía entender la esencia y la belleza del arte de recordar.