Cuento «Cartas al amigo» por Alan Rolon

Había pasado tanto tiempo, que ni los hermanos menores de Roque reconocieron su figura cuando avanzaba hacia ellos, hacia el jacal donde vivían. La madre, como no podía ser de otra manera, naturalmente reconoció al hombre que había engendrado, ahora con el semblante digno de ser llamado teniente, a lomos de un caballo, sombrero negro de ala ancha, cartuchos cruzándole el pecho y un bigote con el que hace mucho ya había despedido al muchacho que se enroló a la lucha armada. Era una tarde gris y moribunda de noviembre, donde el viento soplaba con fatiga.

―Paso a saludar, madre ―dijo sin abrazarla o siquiera sonreír; parecía no querer dejar de ver el horizonte. Estaba recargado en el umbral de la puerta, el débil sol dándole en la espalda, dejando su rostro entre las sombras.

―Pero ¿qué prisa traes, hijo? Ven, pasa, hace dos años que te fuiste y te quedas nomás ahí parado. Déjame que Adelita te haga unos taquitos; órale, mija.

La niña, tímida, acercó el cesto que humeaba ante el irreconocible hermano. Roque tomó el tortillero y se acuclilló para ver el rostro de Adelita.

―Mira nada más. Eras un frijolito la última vez que te vi, y ahora hasta sabes hacer tortillas ―dijo Roque, sin que su voz dejara de sonar triste, acariciando las trenzas de la pequeña, como si hubiese esperado por siglos ese momento.

―Y tú, Miguel, apenas empezabas a hablar… ―dijo, y el niño se lanzó a abrazar a su hermano, a quien apenas reconocía.

―No dejes que se enfríe la comida, Roque.

―Discúlpame, mamita, pero no puedo quedarme ―Roque se puso de pie, y sus hermanos lo abrazaron de las piernas―. Tengo que irme ya.

―¿A dónde vas?

―Muchas tropas nos reuniremos en San Lázaro Mictécatl. Nos preparamos para abrirnos paso hasta la capital. Allí también me encontraré con un viejo amigo con el que siempre coincido en cada batalla. Un día lo conocerás, madre, sin necesidad de que los presente; es inminente que todos nos topemos con él.

―No puedo creer que te preocupe más ver a tu amigo que pasar tiempo con nosotros.

―Es en verdad muy bueno platicar con él, aunque a veces nos haga dagas, pero es lo que debe hacerse. Nos hemos estado escribiendo cartas por mucho tiempo, casi desde que empecé e pelear, así supe que me encontraré con él. Cada vez que está en el campo de batalla, luchando sin fiereza, se descuenta a más de una veintena de hombres, a pesar de que está todo enclenque.

Roque vio a su madre, que consternada miraba al cielo.

―Ya no quiero preocuparte sin razón, madrecita. Mejor me voy.

―¿Por qué te vas así, hijo? Tus hermanos se van a volver a olvidar de tu cara.

―Es una orden general. Para mi pequeña fortuna, tuve que atravesar este pueblo en mi camino hacia allá, pero es un deber que debo cumplir ―Roque jugueteó con el cabello ralo de sus hermanos, besó la mano de su madre y se montó en su bestia.

―¡Roque! ¡No te vayas, hijo! ―gritó la madre, pero Roque ya había espoleado al caballo y se perdía entre la polvareda.

Semanas después, llegó una carta al jacal, precisa y puntual, como si no pudiera perderse entre el monte. Sólo ponía como destinatario a la madre del teniente Roque. Ella auguró la pena que ya le comenzaba a correr enfermiza por el pecho, y al abrir la carta se desplomó en el suelo, pues acababa de leer que su querido Roque había muerto en batalla.

Lloraba con la cara en el suelo, sin importarle que sus otros dos hijos la vieran, cuando de pronto vio un par de botas negras frente a ella. Levantó los ojos llenos de lágrimas, rojos e inconsolables, y vio al amigo de su hijo. Estaba famélico, como Roque dijo, casi en los huesos, como si cargara un hambre perpetua, y la palidez de su piel sólo era comparable a la oscuridad de sus ojos. Aquellos rasgos demacrados eran inconfundibles, y la madre se arrastró al regazo de ese ser que fue amigo de su hijo cuando estuvo vivo, al tiempo que el otro se arrodillaba y la recogía entre sus firmes, raquíticos y helados brazos.

La madre se acurrucó entre esos huesos, y acariciándole la barbilla le habló:

―Así como sostuviste a mi Roque cuando entró en el sueño eterno, también has de sostener a la madre que sin él se muere.


Semblanza:

Alan Rolon (Colima, 1996) Ha publicado cuentos, reseñas y ensayos en semanarios, suplementos literarios universitarios y revistas en línea. Interesado en la literatura, el cine, la hermenéutica y los estudios respecto a la cultura.